El futuro del trabajo: ¿crecimiento o destrucción?
Las alertas contemporáneas continúan basadas en proyecciones estadísticas sesgadas y excesivamente especulativas
El prestigioso historiador británico y subdirector de la revista Time en los años treinta del siglo pasado, Edward Hallett Carr, advirtió al público mundial de que antes de abrir un libro de Historia y entregarse confiadamente a los hechos crudos y solo “idealmente” objetivos que pudiera recoger, lo más prudente debía ser averiguar quién fue el historiador que lo firma. En esencia, Carr señalaba como la principal influencia sobre las construcciones históricas que se transmiten e imitan en las sociedades a los propios autores, es decir, a los historiadores profesionales debidamente institucionalizados.
No en vano, son ellos los que consciente e inconscientemente seleccionan bajo su tutela, a veces exclusiva, los datos, fuentes, acontecimientos y fenómenos susceptibles de ser categorizados como universalmente relevantes: justamente aquellos hechos que valoran con tan sagrada importancia como para que pasen a formar parte de la cultura oficial o, dicho con otras palabras, aquellos detalles que son autorizados por su propia conciencia y trayectoria personal para fortalecer la columna ósea, majestuosa y solemne, que representa la Historia para el conjunto de la sociedad.
La advertencia de Carr sobre el determinante peso subjetivo de la interpretación y del intérprete a la hora de narrar con vergonzante seguridad la auténtica mentalidad o espíritu de los hombres de una época ya acaecida cobra de nuevo unas dosis de relevancia a tenor de la coyuntura crítica en la que vivimos.
Pero en esta ocasión no se trata tanto de poner en cuarentena las crónicas y análisis de un pasado muy cercano que hayamos incluso experimentado, sino más bien de discernir con una relativa libertad de pensamiento las elucubraciones que se ciernen sobre nosotros al respecto de cómo será el futuro inmediato (aquel que debe ser tomado en consideración en el presente, adoptando con urgencia medidas de corrección o de preparación antes, incluso, de que el fenómeno que se vaticina se muestre como real).
Se está creando un mensaje alrededor de la automatización que llena de preocupación a la opinión pública y a las instituciones
Bajo este tipo de dinámica está desarrollándose el mensaje ideológico alrededor de la inminente automatización de varios centenares de puestos de trabajo estándar en diferentes sectores productivos como efecto del progreso tecnológico, preñando de preocupación a la opinión pública y a las instituciones gubernamentales. Lo significativo aquí es entender por qué está sembrándose esta idea con tanta insistencia y cuáles pueden ser los efectos materiales si creemos que es cierta (especialmente si a la postre se vicia el desarrollo social, empujándonos a tomar direcciones erróneas y procrastinar soluciones para resolver los problemas objetivos del presente). Las corrientes de opinión que han esbozado una ola de desempleo tecnológico debido al auge de la inteligencia artificial y las ciencias de la computación no representan una novedad, en absoluto. Hay antecedentes en cada una de las décadas de la segunda mitad del siglo XX.
Precisamente, en un informe de la Conferencia Internacional del Trabajo de 1972 se realizó un análisis cuantitativo para verificar si las pesimistas y a veces apocalípticas opiniones expresadas en los veinte años anteriores por eruditos, científicos y economistas habían cuajado sustancialmente en la estructura del trabajo y el desarrollo de la economía. Las conclusiones del informe fueron evidentes, en el sentido de que todas las profecías habían estado basadas más en deseos y emociones que en datos correctamente estructurados, de modo que el cambio tecnológico, aunque había seguido un ritmo rápido de evolución, no había generado una destrucción tan drástica como la imaginada, cumpliéndose en mayor medida la transformación de diferentes cualificaciones profesionales hacia estadios más sofisticados o directamente emergiendo nuevos perfiles, a menudo híbridos polivalentes basados en los ya existentes o bien, al contrario, surgiendo nuevos puestos muy especializados pero siempre dentro de familias profesionales asentadas industrialmente.
En aquel ambiente de angustia fue célebre la comisión nacional que organizó el presidente Lyndon B. Johnson en 1964 para afrontar la supuesta automatización que se cernía sobre la economía de EE UU y la amenaza de millones de desempleados (bajo el familiar título Blue-Ribbon National Commission on Technology, Automation, and Economic Progress). Pero las medidas que tomaron fueron cosméticas e ideológicas y apenas supusieron un cambio de rumbo en el diseño de los presupuestos federales.
Por consiguiente, a tenor de lo aprendido del pasado en base a las presiones recibidas y los resultados demostrados a posteriori, se podría convenir que las alertas contemporáneas distribuidas en bastantes casos por grandes firmas de consultoría internacional, buques insignias en la gestión del conocimiento, y en otros por algunos sectores académicos de prestigio, continúan estando basadas en proyecciones estadísticas sesgadas y excesivamente especulativas en sus conclusiones.
David H. Autor, profesor de economía del MIT, en sus últimas investigaciones sobre esta temática centra el foco en aspectos que considero que pueden ser más relevantes para entender la naturaleza de la tecnología y su relación complementaria con el empleo, y así poder elucidar sendas que realmente puedan estar conectadas o influir en la productividad de las empresas y la generación de valor. Autor indica que en un siglo (1900-2000) el porcentaje de mano de obra empleada en el sector agrícola en EE UU solo descendió un 2% (del 40% al 38%). Esta leve disminución está claramente vinculada con la introducción de maquinaria automatizada, lo que produjo una reconversión progresiva que fue extinguiendo las ocupaciones ecuestres y los herreros. No obstante, aunque el cambio tecnológico, desde los puntos de vista de la ingeniería y lo económico, busca ganar eficiencia en tiempo y ahorrar costes (especialmente de mano de obra), es bastante más habitual que la tecnología en sí todavía necesite de la acción humana para completar la secuencia de tareas que es necesaria para producir un bien; por tanto, lo normal es que el cambio entrañe una complementariedad entre máquina e individuo, y no una sustitución radical del segundo.
Autor enfatiza que el impacto en la economía real de este tipo de transformación técnica no es lineal sino que está sujeta a múltiples factores externos, habitualmente políticos y cultuales, que afectan al desarrollo social en todas sus dimensiones. Por ejemplo, pese a que la agricultura ha aumentado su productividad hasta el umbral más alto de toda la historia, lo cierto es que la elasticidad de la demanda no la ha beneficiado (en la última década el porcentaje de la renta en los países ricos que es dedicado a comprar alimentos ha llegado a su punto más bajo en 30 años). En el extremo contrario se encuentra el sector de la sanidad, que al mismo tiempo que ha sufrido una revolución tecnológica incluso mayor que la de la agricultura en el último siglo, se ha visto favorecida por el cambio de hábitos de una población que ahora triplica el porcentaje de renta individual dedicado a la salud (como consecuencia, y “a pesar” de los avances técnicos y organizativos en el sector sanitario, la cantidad de mano de obra empleada en el mismo sigue creciendo año tras año).
En un sector esta disrupción puede abrir un flujo económico, mientras que en otro sí puede destruir puestos de trabajo
A la vista de lo expuesto, una conclusión evidente es que la disrupción actual de las tecnologías digitales que tanto poder de imitación tienen en la cultura contemporánea y que tan intensamente están afectando a los medios de comunicación y a los sectores del comercio y la banca posee unos desarrollos y características especiales que afloran de forma diferente en cada ecosistema en el que se propaga. En uno tal disrupción puede abrir un flujo económico hacia una reconversión de perfiles y la demanda de otros nuevos (conocimientos para utilizar nuevas herramientas), mientras que en otro sí puede llegar a activar una destrucción de puestos de trabajo (dado que la sustitución se convierte en radical o la propia tarea es abandonada).
Otra conclusión destacable es que la utilidad de anticiparse a la hora de prever el impacto de una tecnología tiene poco que ver con la posibilidad de adquirir rápidamente un dominio técnico sobre ella, siendo el factor más importante el tipo de valor que como emprendedores seamos capaces de aportar a la sociedad mediante su uso, es decir, si a través de su adopción se materializarán una serie de innovaciones que permitan la gestación de un nuevo mercado o la optimización de uno ya existente. La generación de valor no siempre evoluciona ligada a aumentos de productividad ni al necesario recorte de puestos de trabajo, sino al hecho de ser capaz de abastecer los cambios en la demanda, y estos sí pueden ser regulados mediante políticas que no tienen que afectar exclusivamente al empleo (en cuanto a condiciones laborales y salario) sino también a otras dimensiones de la organización de un Estado y del resto de la sociedad (los servicios públicos, especialmente la educación, las redes de seguridad para personas en paro, la gestión del ocio y la cultura…).
La mayoría de los procesos de trabajo se basan en un conjunto multifacético de insumos (recursos y procesos): trabajo y capital, cerebros y músculos, creatividad y repetición, maestría técnica y juicio intuitivo, transpiración e inspiración, adhesión disciplinada a reglas y deliberación de excepciones. Prepararnos para el futuro del trabajo es seguir aprendiendo a combinar estos factores, pero quizás el paso más importante consista en comprender los efectos sociales de una superpoblación de personas desempleadas a largo plazo no ya por el progreso tecnológico, sino por el progreso económico como totalidad.
En la economía de mercado todos entendemos sin dificultad que la distribución de renta funciona en base al principio de la escasez de mano de obra (de manera que cualquiera de nosotros se forma durante toda su vida para ser valorado por el mercado como un recurso escaso, y la valorización fluctuante de dicha escasez en el tiempo es lo que permite predecir el nivel de ganancias que cualquiera tendrá a lo largo de su trayectoria vital). Si alguna vez se convierte en realidad que el capital humano llega a ser sustituido en una alta proporción por la máquina, y ello conlleva una multiplicación exponencial del nivel de riqueza de la humanidad, el principio de distribución de la renta será el auténtico paradigma para ser transformado (es decir, cómo gestionar por consenso democrático el antagonismo entre la minoría de quienes lo tendrán casi todo, porque se lo habrán ganado, y la mayoría de quienes no tendrán casi nada porque no habrán tenido oportunidades).
La Historia, desde todas sus interpretaciones, nos ha narrado que el conflicto por la distribución de la riqueza es el motor del progreso. El previsible conflicto principal en un futuro como este no será un acontecimiento nuevo. Como siempre, el reto residirá en las fórmulas políticas que estemos dispuestos a aplicar para solucionarlo.
Alberto González Pascual es director de transformación, desarrollo y talento en el área de recursos humanos de PRISA. Profesor asociado de las universidades Rey Juan Carlos y Villanueva de Madrid, es doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y en Pensamiento Político y Derecho Público por la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.
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