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El calendario de las fiestas perdidas de Madrid

El santoral marcaba muchas de las celebraciones populares que alegraban la vida de los madrileños

José Manuel Abad Liñán
Romería de
Romería de Museo de Historia de Madrid - Biblioteca Virtual 'memoriademadrid'

FOTOGALERÍA | Imágenes de las romerías y verbenas que Madrid cambió o dejó de celebrar

De la procesión a la romería y la verbena: la medida del tiempo en Madrid la daban las fiestas. Las de la corte que fue la más poderosa del mundo y también las religiosas, que derivaban en populares. Si los festejos de la realeza y de la Iglesia servían para asentar la jerarquía social, las populares eran un batiburrillo de gentes que aprovechaban los el santoral para darse al baile, las comilonas, los juegos y el acercamiento social. Tal llegó a ser la profusión de festivos que en el siglo XIX Narváez impulsó una reforma radical para eliminar muchos de ellos.

Estas son solo algunas de las fiestas que los madrileños actuales no pueden disfrutar o ya no en su formato original:

ENERO. Las vueltas en torno a San Antón. El patrón de los animales concitaba una romería en su iglesia de la calle Hortaleza, en torno a cuya manzana los participantes daban varias vueltas. En un dicho popular, dos castizos discutían cuál era el primer festejo del año. “La primera verbena que Dios envía es la de San Antonio de la Florida’, afirmaba uno. ‘Detente, varón, que primero va la de San Antón’, le respondía otro”, detalla el director de la Imprenta Municipal, el historiador Francisco Marín Perellón.

FEBRERO. Protégenos la garganta, San Blas. En la colina del Retiro que hoy acoge el Observatorio Astronómico hubo, hasta su demolición en el siglo XIX, una ermita dedicada a San Blas, santo protector de las gargantas. Allí marchaban en romería los madrileños cada 2 de febrero y comían las rosquillas ‘curativas’ del santo. La talla acabó en la iglesia de San Ginés y la romería, en mera fiesta religiosa, hasta que hace unos años algunas asociaciones la recuperaron.

FEBRERO. Tres días de Carnaval. La calle y la plaza Mayor acogían los carnavales madrileños, que a veces se desmadraban. Los tres días de Carnestolendas se tiraban al prójimo “cosas sucias” o harina, salvado, naranjas o agua, se simulaban batallas en las que se repartían vejigazos —golpes con vejigas de animal—, se ataban a las colas de los perros trastos, y trapos a los vestidos de las gentes, como ha estudiado la profesora de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Madrid María José del Río, autora de Madrid, Urbs regia. La capital ceremonial de la Monarquía Católica (Marcial Pons, 2000).

La ‘torre infiel’ de Lavapiés

Las verbenas de San Joaquín y Santa Ana, y de La Magdalena (desaparecidas) y las todavía festejadas de San Cayetano, La Paloma y San Lorenzo alegraban las noches de los madrileños. Esta última, celebrada en la segunda semana de agosto, se volvió especialmente divertida en 1889, el año de la Exposición Universal de París en la que se inauguró la torre Eiffel. Vecinos y comerciantes de la calle Ave María, en Lavapiés, financiaron una réplica en madera y tela de la famosa construcción parisina, que los residentes del barrio no tardaron en rebautizar con sorna como "la torre infiel", recoge la web de la Biblioteca Virtual memoriademadrid. Muchas fueron las veces en que la ciudad no escatimó dinero en los festejos. "Las relaciones de los gastos de las fiestas que se conservan en el Archivo de Villa suelen diferenciar entre fiestas ordinarias anuales y extraordinarias, celebradas con motivo de algún destacado acontecimiento: la proclamación de un monarca, la canonización de un santo, el nacimiento de un infante, una boda real, la victoria en una batalla...", detalla Hortensia Barderas, directora del Museo de Madrid.

CUARESMA. La Mi-Carême, una fiesta que no cuajó. En el siglo XIX se importó de Francia una fiesta elegante que celebraban las clases altas para aliviar la pesada penitencia de la Cuaresma y en las que varias mujeres se escogían como reinas. En 1908, una delegación de las reinas de París visitó Madrid, y hasta la reina María Cristina quiso conocerlas. Se siguió celebrando, aunque sin mucho arraigo, hasta la década de los años treinta del siglo XX.

VIERNES SANTO. La Cara de Dios. Una de las romerías más castizas se celebraba en la antigua capilla de Nuestra Señora de la Concepción, en la zona de la actual calle de la Princesa. “Se llamaba popularmente la iglesia de la Cara de Dios porque albergaba un lienzo tosco de la Santa Faz”, describe el historiador José Miguel Muñoz de la Nava, del Museo de Historia de Madrid. Dejó de celebrarse cuando lo dispuso en 1918 el alcalde, Francos Rodríguez, pero se transformó en la verbena de San Fernando o de la Princesa, que cada 30 de mayo se festejaba cerca de Moncloa. La revista Nuevo Mundo describía en 1905 la agonía de una celebración que perdía su carácter piadoso: “Hoy la fiesta es (...) un quebrantamiento del precepto del ayuno (...). A la Cara de Dios se va ante todo a ver mujeres bonitas y mantones de Manila”.

ABRIL. La alfarería de San Marcos. En el siglo XV, Juan II concede a Madrid una feria de una semana de duración con mercado franco, que se sigue celebrando como tal hasta que en el siglo XIX la liberalización económica hace que pierda sentido. Se convierte entonces en una feria de alfarería que se celebra en el entorno de la puerta de Atocha. “Con Tierno Galván la fiesta se recuperó, pero vinculada ya a San Isidro”, especifica Marín Perellón.

MAYO. Las Mayas y las Cruces. “La de las Mayas era una fiesta de las niñas y chicas jóvenes que elegían a la más guapa de su barrio”, describe Del Río. Las muchachas engalanaban sus puertas con flores para celebrar la primavera. A la chica se la sentaba en un taburete —“la silla de la Reina”— adornado con flores y sedas, y en volandas la llevaban a un trono decorado con tapices, colgaduras, alfombras, cuadros y cornucopias. Allí colocaban a la Maya y la coronaban soberana de la Primavera. Comenzaba entonces el baile, que duraba hasta altas horas. “Aquellas fiestas, muy habituales en el Mediterráneo, tuvieron más incidencia en los siglos XVI y XVII, y, aunque Carlos II las prohibiera por paganas, siguieron celebrándose. Carlos III intentó regularlas y fueron decayendo y siendo sustituidas por la fiesta de las Cruces de Mayo, de ahí que en muchas localidades se confundan”, detalla Muñoz de la Nava. Hay constancia de que en torno a 1870 seguían celebrándose. En los años 90 se recuperaron en Lavapiés.

MAYO/JUNIO. Un Corpus Christi también profano. La principal fiesta de Madrid fue durante siglos la del Corpus Christi, como en otras ciudades como Granada, Sevilla o Toledo, que aunque sigue celebrándose ha perdido el relumbrón de antaño, cuando todos los oficios y gremios tenían que organizar sus danzas y mojigangas a las que contribuía dando dinero el Ayuntamiento. Una figura esencial de la parte profana era la Tarasca, una carroza con la figura de un animal mitológico cabalgado por la de una mujer. “Cada vez se hicieron más sofisticadas, con autómatas, fuegos artificiales… muchos madrileños iban a verla”, comenta Muñoz de la Nava, hasta que Carlos III las prohibió por considerarlas más profanas que religiosas.

JUNIO. Las ‘brujas’ de San Juan. Madrid no era ciudad de hogueras por San Juan, pero sí de adivinas y supuestas hechiceras. “Por fuentes de la Inquisición sabemos que se expedientó y se condenó, aunque no con mucho rigor, a mujeres que venían de los alrededores de Madrid o de Valencia porque iban a recoger plantas a la Casa de Campo para sus rituales de magia”, ilustra Del Río, que destaca que la mujer tuvo mucha presencia en las fiestas populares y en las de la Corte, pero no tanto en otras, como las del Corpus. En el Madrid festivo las majas estaban siempre presentes. “Salían a pedir dinero y eran muy desenvueltas. Tanto, que llegaban a molestar. Acudían con panderos a los balcones y a las fiestas. Si no se les daba dinero, armaban bulla”, abunda la experta.

JULIO. Todos al Sotillo. La de Santiago el Verde fue una de las romerías más concurridas y quizá de las más antiguas de Madrid. Los madrileños iban a pasar un día de campo al Sotillo, una pequeña isla en el Manzanares, a la altura de Villaverde. “Posiblemente hubiera alguna ermita dedicada a Santiago en el lugar, pero no sabemos mucho más”, apunta Marín Perellón. En el siglo XVII ya había decaído y en el XVIII se había perdido por completo. En julio, el día 26, se festejaba también a San Joaquín y Santa Ana, otra fiesta perdida.

SEPTIEMBRE. La Virgen del Puerto. La ermita de la Virgen del Puerto en el Manzanares que en el siglo XVIII mandó construir el corregidor de la ciudad, el Marqués de Vadillo, atrajo la devoción de los numerosos asturianos que vivían en Madrid, que en la capital conservan sus costumbres de origen: bailan danzas regionales y comen bollos preñaos. “Se celebró desde 1718 hasta la Guerra Civil, cuando toda la zona, incluida la ermita, quedó destruida. Las celebraciones se trasladaron a la zona de Arganzuela, pero decayeron”, detalla Muñoz de la Nava.

Los reyes más fiesteros

 "La corte de Felipe IV y de Carlos II mostraba una afición a las batallas burlescas de Carnaval y se incluían en las partidas presupuestarias dinero para comprar huevos de agua de ámbar; se podían lanzar hasta más de mil en un solo día", apunta Del Río. Mejor ese olor aromático que el de las inmundicias que se arrojaba entre sí la plebe, aunque los cortesanos y el pueblo llano se encontrasen en muchas celebraciones. Las parroquias organizaban procesiones para llevar la comunión a los enfermos que no podían comulgar en las iglesias. Los Habsburgo asentaron una costumbre que hoy se podría calificar de populista. "Hay un grabado en el que se ve a Carlos II y su séquito por el paseo de la Florida y se encuentran con un cura que va a llevar la eucaristía a un enfermo; el rey le cede su carroza, y era una manera de decir que Dios estaba con la Monarquía Católica", señala la investigadora. El año estaba cuajado de fiestas de Corte, un equivalente a nuestros días festivos, en los que cerraban muchas instituciones oficiales. Llegó el siglo XIX y hubo que poner pie en pared. "El calendario era tan denso que se hace la reforma más radial hasta entonces, en época, curiosamente, del conservador Narváez". Y aquella limpia tuvo una víctima inesperada: las imágenes religiosas que la gente colocaba en los edificios. "Se buscó eliminarlas, porque se decía que si la gente quería venerarlas, que lo hicera en las iglesias. En torno a aquellas figuras se concitaban festejos, y hay que tener en cuenta que una fiesta en la calle siempre cuesta más de controlar", ilustra la investigadora.

A LO LARGO DEL AÑO. El Dios grande y el Dios chico. Algunas procesiones se llamaban “de impedidos” porque estaban dedicadas a los enfermos que no podían ir a la iglesia a comulgar: los sacerdotes y los hermanos de las cofradías les llevaban la comunión a su casa por la mañana y, ya por la tarde, se celebraban bailes en los portales. La fiesta dejó huella en el callejero, sospecha María José del Río: “Los nombres de las calles Mediodía Grande y Mediodía Chica, en La Latina, provienen del itinerario de las fiestas de impedidos”. ‘Mediodía’ se refiere a Dios, hecho cuerpo en la eucaristía. El Dios grande era el que procesionaba bajo palio grande y el chico, con palio pequeño, por las calles más estrechas”. Estas procesiones tuvieron “una fuerza muy notable” en Madrid hasta mediados del siglo XX. Hace 20 años, la investigadora llegó a conocer a una anciana de unos 80 años que se ganaba el pan vendiendo aleluyas, unos papelitos en los que aparecía escrita la palabra para alabar al santo en procesión.

Este reportaje pertenece a la serie Érase una vez Madrid, dedicada divulgar a aspectos poco conocidos del pasado de la ciudad y que se publican semanalmente a lo largo del verano. Puede leer aquí los reportajes ya publicados Las otras 'Gran Vía' que no pudieron ser, La primera plaza de España de la que solo se salvó Cervantes, Una enorme calle para un ‘Escorial’ laico y republicano y De la polémica Almudena a un ‘San Pedro’ futurista para Madrid; y ver las fotogalerías Así sería el Madrid del futuro, Tres siglos de la plaza de España de un vistazo, La Castellana nació de una fuente y una casa de campo y Las catedrales que pudo tener Madrid.

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José Manuel Abad Liñán
Es redactor de la sección de España de EL PAÍS. Antes formó parte del Equipo de Datos y de la sección de Ciencia y Tecnología. Estudió periodismo en las universidades de Sevilla y Roskilde (Dinamarca), periodismo científico en el CSIC y humanidades en la Universidad Lumière Lyon-2 (Francia).

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