Aquel retrato clandestino de tres “queridísimos verdugos” del franquismo
A principios de los setenta, con medios mínimos y burlando al régimen, Basilio Martín Patino rodó el testimonio de los "ejecutores de sentencias"
—Un policía secreta me dijo: “Antonio, ¿tú tienes valor para desempeñar el cargo de verdugo?”.
—O de “ejecutor de sentencias”.
—¡“Verdugo", me dijo “verdugo”!
No sabrá qué es un eufemismo, pero lo intuye. Nada de “ejecutor de sentencias”; verdugo. Quien está sentado ante la cámara es Antonio López Sierra, 58 años, natural de Badajoz, 12 hermanos, con cara de extra en cualquier plano de los 40 años de franquismo. Iba para cerrajero, pero nunca llegó a serlo. “¡Verdugo, me dijo verdugo!”. Había redimido una pena de cárcel por el atraco de una gasolinera presentándose voluntario para la División Azul. Como acabada la guerra seguía el hambre, se fue de barrendero a Berlín, al poco finge una sífilis (se provoca una sarpullido por todo el cuerpo para simularla) y los alemanes lo mandan de vuelta a su España de ignorancia y estraperlo.
En la clandestinidad y con pobres medios (una cámara de 16 milímetros, un magnetofón, algo de dinero para pensiones, puros, vino con el que apagar el ardor de una caldereta de guarro y para soltar la lengua de los protagonistas), el cineasta Basilio Martín Patino (Lumbrales, Salamanca, 1930-Madrid, 2017) retrató a finales de 1971 la vida y obra de tres Queridísimos verdugos en un documental que hoy se ve como el reverso tenebroso y veraz del oficialismo del No-Do.
¿Qué le respondió Antonio López Sierra a quien le propuso ganarse unos cuartos agarrotando a reos? “Le dije: ‘mira, lo mismo me da de verdugo que… mientras me dé de comer”. 28 muertes dice tener ya a sus espaldas, o a manos suyas. Y alguna más, como la de Salvador Puig Antich, anotaría en la hoja de servicios un par de años más tarde. Fue el último ajusticiado por garrote vil en España.
Todo esto se cuenta además en la película y también pasó en realidad: a Antonio López Sierra el cuello de José María Jarabo se le resistió; no murió por la dislocación de las vértebras, la supuesta muerte rápida que propinaba el garrote, sino estrangulado tras una eterna agonía. En los terrenos de la que fue cárcel de Badajoz los verdugos simulan una de las ejecuciones que habían practicado allí. Discuten a qué se parece el cuello de los reos tras darles garrote. Uno dice que queda “como el badajo de una campanilla”; otro, “como un acordeón”. Explican en Granada cómo se tiene que desarmar su instrumento de trabajo después de la ejecución. En otro momento, se quejan de que han tenido que cargar luego ellos con el muerto...
En seis días entre Badajoz, Granada, Valencia y Madrid se saldó el rodaje de base de aquel “safari cinematográfico”, como lo llamó Martín Patino. “Era el caos total, de manera que me limité a rodar todo lo que podía (...) con un guion que me inventaba el día antes”, recordaría luego. “Es la película en la que más he trabajado, quizá porque era la más difícil, la que más trabajo me costó estructurar”, rememorará también. Rodó 10 horas de testimonios hurtados a la misma censura que dos años antes le había cortado 51 momentos de su largo Del amor y otras soledades, destaca Carlos Martín, que comisarió una exposición sobre el salmantino en el Centro José Guerrero.
Echado al monte de la libertad a ultranza, Patino se decidió a crear fuera de la industria, sin asomo de control gubernamental. “Se buscó el sistema de rodar jugándosela. Decía que cada vez que viajaban con los verdugos era como si llevaran una carga explosiva dentro del coche. En cualquier momento lo podía parar la policía”, recuerda un íntimo amigo, el periodista Ignacio Francia.
La decisión de Martín Patino se reforzó con el hostigamiento que sufrió del Régimen Canciones para después de una guerra (1971). “Él decía que con olvidar que la censura existía, bastaba. Y es que él contra la censura habría peleado, pero lo que no soportó es que Carrero Blanco ordenase destruir y quemar la película. Ante eso dijo que se iba no solo de la industria, sino que se iba también del ámbito oficial, que no quería ya imposiciones”, trae a su memoria Ignacio Francia. El próximo día 12 de febrero inaugura la exposición sobre el realizador que ha comisariado en el marco del VIII centenario de la Universidad de Salamanca.
¿Cómo consiguió rodarse y financiarse el proyecto? La propuesta original era rodar una serie sobre antiguos oficios —el de verdugo ciertamente lo era—, con financiación de X Films, productora fundada por el constructor Juan Huarte para apoyar el cine experimental, recuerda el director de cine José Luis García Sánchez, coguionista, editor y apoyo fundamental en esos rodajes que tanto estomagaban a Martín Patino. “El verdadero motor de todo fue Daniel Sueiro y sus libros sobre los verdugos. Eran unos personajes tan apetecibles, que entramos en contacto con Daniel y nos pusimos a rodar”. A la aportación española se sumó una ayuda de la Fundación Gulbenkian de Lisboa, con la que se contrató a dos portugueses como técnicos de rodaje, para evitarles la posible responsabilidad penal por rodar ilegalmente en España. En total, muy poco dinero, y una parte que fue para pagar a los verdugos. Si no, no hablaban.
Los señores de la "manteca"
—Hombre, pasa. Me he quedado extrañado, así de golpe, abrir la puerta y encontrarme con... por lo menos podías haber dicho algo.
Ya está en escena Vicente López Copete, 57 años, también de Badajoz. En la película han pasado 20 años desde la primera vez que dio muerte a un reo. Se le ve luego recomponer su pelo graso con un peine que saca del bolsillo. Algo desairado se le ve en la imagen, porque se le han plantado unos desconocidos con una cámara en su casa. Le replica su compañero Antonio:
El estreno se demoró seis años desde el rodaje. “Basilio sabía que mientras viviera Franco la película no podía salir”, recuerda Ignacio Francia
—En la carta yo ya te decía que iban a venir unos señores conmigo. Con el asunto de la manteca.
Esa “manteca” fue el dinero que les han dado, y a punto estuvo de costarles un disgusto a Martín Patino y su equipo. Carlos Martín, Ignacio Francia y el editor Pedro Alvera reconstruyen así el momento: como los verdugos estaban casi siempre borrachos para que hablaran sin tapujos, alguien le calentó la oreja a Antonio y le dijo que lo estaban manipulando, que no le iban a pagar. Se presentó aquel hombre con un cuchillo jamonero en el hotel de Granada donde se alojaba el equipo. La recepcionista telefoneó a Martín Patino para advertírselo y añadió que iba a llamar a la policía. ‘No, no la llame, que eso es peor todavía’, contestó el director.
A Granada habían llegado tras rodar en Badajoz con los dos verdugos para encontrarse con un tercero:
—Envidio al que traspasa los umbrales de la eternidad. Dichoso el que se marcha y desgraciado el que queda. Esto es un valle de lágrimas.
Bien distinto de sus dos colegas, Bernardo Sánchez Bascuñana, ex guardia civil, criado fuera de la casa paterna desde los 12 años, dice que creció “como una parra recta”. Es el decano de los verdugos, aunque a él sí le gustan los eufemismos; “administrador de justicia”, manda imprimir en su tarjeta de visita. Pero Granada entera lo conoce —y a él le gusta verse reconocido— como “el verdugo”. Lleva siempre una pistola encima y ostenta un récord en la profesión: había ajusticiado a tres personas en una sola noche, los autores del crimen de las estanqueras de Sevilla.
La cámara recorre una estancia de su casa en el Albayzín. Como deslumbrada por la antorcha, su esposa evita el contacto visual con el objetivo. Junto a ella tiene sentada a una niña. Muertos sus padres cuando aún contaba poca edad, aquella niña tardó años en saber que su padre era verdugo.
La grabaron para la exposición del José Guerrero, en Granada, Carlos Martín y Pedro Alvera. Casi 30 años después. “Contaba que cuando era pequeña, las tías que la cuidaron tras quedar huérfana le decían 'eres peor que tu padre' y ella no sabía por qué, hasta que alguien le dijo: 'Tu padre era el verdugo”, apunta Martín. “Creció idolatrando a su padre”, completa Pedro Alvera. La huérfana del ejecutor de sentencias no supo de la existencia de Queridísimos verdugos hasta el año 2000.
"Marginalísimos"
No aparece en la película que ese tercer verdugo, que declamaba ripios en las cuevas del Sacromonte donde trabajaba como bailaora su esposa, tuvo que ajusticiar a una prima de su primera mujer. Y mucho otro material quedó fuera de la hora y media tras el montaje. García Sánchez despeja la memoria casi 50 años después y recuerda escenas terribles: “Hay algo latente en la película, que no se entendía y que yo tardé en conocerlo, y era cierta violencia y tirantez entre ellos; era porque uno de ellos había matado al hermano del otro”. Otro momento se quedó fuera, por ser “demasiado sórdido”: “Lo que más contaban era cargarse a las mujeres, y mezclaban mucho el torniquete del garrote vil con el sexo. Eso no se percibe en la película. Uno decía cosas como ‘de repente, cuando le di al torniquete, me estuve mirando los muslos’. Eso lo cortamos todo”. Recuerda a Vicente y Antonio como dos individuos “marginalísimos”. Bernardo es un contrapunto “adiestrado para las entrevistas, acorazado”.
Un último caso espera al final de la película en una pedanía de Gandía (Valencia). Está esperando sentencia un joven con problemas mentales. Ha matado allí a una madre y su hija, que lo descubrieron cuando intentaba robar en su casa. La idea del equipo es grabar solo a la familia, pero en el coche se les cuela el verdugo de Granada. “Era muy minucioso y morboso: estudiaba de dónde venía el penado, el entorno familiar, como si fuera un guardia civil haciendo un informe”, trae a la memoria Ignacio Francia. En un cementerio, entre nichos, Bernardo mordisquea un palillo de dientes mientras anota en un cuaderno. En otra secuencia se ve cómo los tres verdugos parecen repartirse al reo, y frivolizan sobre a cuál de ellos les tocará darle muerte. No fue para ninguno de ellos: al considerársele militar (cometió el crimen mientras hacía la mili), el asesino fue fusilado. Habla García Sánchez: “Era curiosa la contrariedad entre los tres cuando lo libraron de morir en el garrote”.
"A tanto el torniquete"
Se saben sin futuro. “Dijeron algo escalofriante: que si quitaban la pena de muerte, no les iban a indemnizar, mientras que a otros sí les buscarían acomodo”. Se quejan de que los tratan de mano de obra. “Y tenían razón: el oficio de verdugo no era de la administración, no eran funcionarios, estaban elegidos de tal manera que no podían protestar de nada porque les daban puerta. No cobraban sueldos, sino que cobraban por ejecución, a tanto el torniquete”, rememora García Sánchez.
Antonio quiso que su hijo heredase el oficio, berlanguianamente. El muchacho es el “pajarraco” (así se refiere a él) que acompaña casi mudo a su padre y a sus compañeros en buena parte del filme. Vicente, a quien como ejecutor de la Audiencia de Barcelona le correspondía agarrotar a Puig Antich, se vería pronto entre rejas por cometer estupro. Al verdugo de Granada, Bernardo, su "envidiada muerte" lo acechaba. “Se empeñaba en combatir [su enfermedad] únicamente con bicarbonato, aspirina, ajo y aceite de oliva”, recordará Daniel Sueiro. Seis meses después de las imágenes, cruzaba el umbral de la eternidad. El montaje duró tanto que dio tiempo a recoger la noticia de su muerte en la propia película.
Se presentó uno de los verdugos con un cuchillo jamonero en el hotel donde se alojaba el equipo. La recepcionista llamó a Martín Patino, le dijo que iba a llamar a la policía. ‘No, no la llame, que eso es peor todavía’, contestó él
Tampoco había prisa: el estreno se demoró seis años desde el rodaje. “Basilio sabía que mientras viviera Franco la película no podía salir”, recuerda Ignacio Francia. En 1977, cuando el cuerpo del dictador ya estaba frío pero la pena de muerte seguía vigente, llegó a las salas.“Es una película bastante tremenda y no tuvo el éxito que se merecía, pero creo que es lógico porque el tema es escabroso, y además no la hicimos para forrarnos”, dice García Sánchez de la repercusión. Apunta que, para conseguir la autorización del estreno, hubo que falsificar la documentación de un rodaje que oficialmente nunca había existido.
Martín Patino, coinciden los consultados, no se daba importancia ni a él ni a sus películas. “Cuando le dieron la medalla de la Academia del Cine, en 2005, en TVE le preguntaron qué película suya podían emitir. Me lo preguntó a mí y le dije que, por favor, Queridísimos”, apunta Pedro Alvera. “Calificaba la película de 'gamberrada'. Le gustaba decir que quería sacarle la lengua al régimen”, añade. “Era una película de la que él estaba orgulloso: respondía al tipo de documental que él trataba de hacer: directo, con elementos de montaje y con sentido de humor”, relata Carlos Martín.
No fue un trago agradable aquel rodaje. “No lo repetiría nunca”, tituló Martín Patino un artículo sobre la película publicado en Cuadernos para el Diálogo en 1977. “Después de conocer a fondo a los verdugos, me va a ser muy difícil tolerar la hipocresía de que continúe haciéndoles ascos la propia sociedad que los utiliza como coartada para lavar sus propias mierdas”. En un programa de La Clave en el que se debatía la vigencia de la pena de muerte, el director de cine se desnudó: “A mí no me interesaba tanto hacer un alegato contra la pena de muerte. (...) Yo me limito a transmitir vida, a hacer un canto a la vida (...), un alegato contra la pena de vida, contra la infravida, contra la ínfima calidad de vida”. Lo dijo cuando habían pasado 14 años desde que Hanna Arendt publicara sus crónicas sobre el juicio al nazi Adolf Eichmann en Jerusalén, un libro que Martín Patino tenía presente. Aquellos “infelices verdugos, pobres verdugos, queridísimos verdugos”, como él los llamó, fueron un ejemplo más sencillo de la obediencia ciega ante los dictámenes más crueles. Valga este diálogo como muestra:
Antonio.—“Si tan cariñoso eres, si tanto te duele, ¿cómo te metiste en esto?”.
Bernardo.—“¡Porque Dios me lo permitió!”.
Vicente.—“Si tú no lo haces, lo hace otro”.
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