Cuando las urnas son una apuesta
Las cuartas elecciones en cuatro años han dejado una campaña de solo una semana en la que ha habido de todo con el resultado de nada
Cuando tuvo edad suficiente para saber de qué iba la vida, Archibald Primrose (Londres, 1847-1929) se marcó tres modestos objetivos: ganar el Derby, la más célebre carrera de caballos del mundo, casarse con una heredera millonaria y ser primer ministro de Gran Bretaña. Consiguió los tres, que aparecen en todas sus biografías, y uno que, para el sanchista más entregado, supera a los anteriores: fue el primer Iván Redondo. Primrose fue jefe de campaña cuando esa figura no existía y arquitecto de la proyección electoral de William Gladstone en Midlothian. Para ello, Gladstone hizo cuatro discursos, algunos de cinco horas. Ha pasado más de un siglo y han cambiado muchas cosas: ya no se gana el Derby, por ejemplo, con tantas concesiones a la política y al amor.
Quien dé hoy un discurso de cinco horas probablemente sea expulsado del país. Si se sube a un caballo no será para ganar el Derby sino para fingir una reconquista. Y si el amor, no necesariamente con herederos, termina como terminaba antes el amor, nada mejor que ser felicitada con una gran pancarta en la sede de tu partido o ir con el bebé a un debate. Y aun así, el principal cambio desde la que se considera primera campaña electoral moderna, la de Gladstone en Midlothian, es otro: las elecciones como elemento de negociación, una mano más que apostar. No se celebran cuatro en cuatro años sin que haya partidos como el PSOE que las consideren buenas para sus intereses a pesar del riesgo de explosión y hartazgo, que es lo que adelantan las encuestas.
En una semana ha habido de todo con el resultado de nada. El PSOE empezó con un Ahora sí sometido al escrutinio de sus rivales, resumido en un Por qué antes no. Ese Ahora sí era, en el fondo, el sabiniano Ahora que...: “Ahora que tengo un alma que no tenía / ahora que suenan palmas por alegrías”. Va en la línea de Pedro Sánchez, un hombre tan inescrutable que no aspira a conocerse ni él, lo que da situaciones inverosímiles para su partido resueltas con cariño por Carmen Calvo: es que hay muchos Pedro Sánchez. Sánchez es esa clase de hombres que entran en una comisaría por hurto, van sus amigos a defenderlo y termina en Guantánamo. Se anunció campaña “presidencialista” que se quedó en campaña “en funciones”. Sacó al dictador de su nido desatando el siempre divertido histerismo de Vox y la familia Franco, que lo llamaron profanador, dejando instalada en el imaginario popular la imagen de Sánchez con unas Rayban Caravan, y pala y estaca al hombro, por los cementerios de España.
El PP jugó con su propia estrategia; preguntas en la fachada de su sede de las que nadie dudaría cuál era su respuesta seis meses antes. “¿Izquierda o derecha?”, preguntó el partido aguantando el chaparrón de respuestas antes de dar la suya un día después: “España”. “¿Policía o Mossos?”, siguió. “Todos”. Los que respondieron lo que creían obvio infravaloraron la barba de Casado: es una satisfyer ideológica, un arma cargada de pasado que ha desembocado en el desplazamiento de los Suárez Illana por las Pastores, una mujer en peligro tras la limpia del marianismo; ahí siguen otra vez, como los Presupuestos. El candidato del PP se ha pasado la campaña conteniendo a su Casado interior, amansándolo con vídeos de YouTube del Casado anterior, aquel Casado sin barba que hace unos meses se hubiera ido de Cruzada con Abascal a lomos de tres mil caballos; no para ganar el derbi de Epsom, sino para arrasarlo. Todo a lo que llega ahora Casado es a irse de copas por Madrid sin dejar ver qué es lo que aparca en la puerta (es de suponer que el alcalde Martínez Almeida dejará aparcar junto a la barra): si el coche o el caballo. Le ocurre un poco lo que a Íñigo Errejón: Casado contiene a su verdadero Casado como Errejón contiene al Podemos que ideó. Los dos se distinguen de sí mismos por las relaciones sociales: hay que ganarse al personal antes de derrotarlo.
Unidas Podemos echó sus cartas en el debate electoral, donde confió en que su líder, ajeno a los histrionismos de unos y la grisura de otros, se elevase sobre el resto. En un mitin, Pablo Iglesias llegó a imitar a Sánchez, concretamente las palabras de Sánchez a RNE con las que sugería que la Fiscalía dependía del Gobierno (otro momento cumbre de la campaña por el que Sánchez pidió perdón alegando “cansancio”). “¿Pero quién controla la Fiscalía?”, dijo Iglesias, y en su imitación de Sánchez estaba el éxito de Iván Redondo; lo imitó como un tipo duro y sobrado, entornando los ojos como un cowboy o un sheriff, un chulesco Bogart de gabardina que se pasa por el forro la ley porque él está a otras cosas. O sea, el Sánchez del Falcon con gafas de sol para el que lo que menos le importa es que haya sol, no el Sánchez lastimoso y llorón, arrepentido, que se presentó en Salvados en 2016.
Ciudadanos abrió la campaña levantando el veto a Sánchez. El candidato socialista respondió desde la sede de Ferraz con un “Ahora sí” tras desechar el muy galaico “Tarde piaches”. Ciudadanos es una formación política a la que las encuestas tenían hace tres años ganando las elecciones y ahora esas encuestas no saben si tendrá un grupo parlamentario propio. Ha sido un partido tan querido por los medios que en algún momento se ha creído que los medios importamos, una desgracia como cualquier otra. Los medios importamos cuando informamos; cuando opinamos generalmente perjudicamos a quien queremos beneficiar y beneficiamos a quien queremos perjudicar. Ha hecho una campaña dirigida a averiguar si su naturaleza es la de un partido o un pasatiempo. Partidos de futbito, un perro que huele a leche, un adoquín y “felicidades Inés”. Por momentos ha parecido la actividad de un grupo de alumnos para pagarse la excursión de fin de curso a Tenerife, algo aún no descartable.
Lo que nos lleva al probable ganador de la campaña, el partido Vox. Su semana electoral ha sido su mejor definición: cuanto más crecía en las encuestas, más aceleraba su discurso. La estrategia ha sido la que apadrinó su nacimiento: si de miles de inmigrantes delinquen unos cuantos, lo que importa de la inmigración es la delincuencia, no su integración; si de miles de mujeres unas cuantas denuncian malos tratos en falso, la prioridad respecto al feminismo es acabar con las denuncias falsas, no tanto con las verdaderas. Su programa consiste esencialmente en ir a por el débil prometiéndoles prebendas económicas a los fuertes. Su campaña ha vuelto a incluir el hit de “contar lo que nadie se atreve” como si ese “lo que nadie se atreve”, cuando no es mentira, no fuese lo que distingue la buena o mala intención de alguien. Si han ganado la campaña es porque una democracia se ha puesto a discutir sobre si se puede no ilegalizar partidos, si hay que respetar la libertad de prensa, si hay que señalar a los niños extranjeros como responsables de la inseguridad ciudadana y, en definitiva, si un hombre borracho que le pegue una paliza a su mujer es o no machista. Vox no es el resultado de la desesperación española, sino de su cobardía.
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