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Barcelona, noche cuatro

El encuentro se dio en Muntaner con Valencia: un neonazi se perdió de los suyos con una bandera franquista y un cuchillo de grandes dimensiones. Los independentistas salieron en tromba a por él

Detalle de una gorra con simbología fascista, tras uno de los incidentes entre ultras e independentistas en Barcelona.
Detalle de una gorra con simbología fascista, tras uno de los incidentes entre ultras e independentistas en Barcelona.Gian Marco Benedetto
Manuel Jabois

En los salones del hotel Majestic, cinco estrellas, un pianista toca Yesterday. Apenas hay gente en la coctelería. Un hombre en la barra tiene puestos unos auriculares, otro en la mesa bebe a sorbitos ridículos un French Martini y más allá, cerca del piano, hay una mesa de extranjeros hablando en voz baja. “Estos días lo tenemos casi cerrado para gente de fuera”, se disculpa un encargado, “por lo que está pasando, ya sabe”. El Majestic se fundó en 1918 en una esquina del paseo de Gràcia, donde sigue rodeado de tiendas de lujo. Ha pasado todo el mundo por aquí, o sea, los de siempre: Lorca, Picasso, María de Habsburgo y Hemingway. También Pujol y Mas, que hicieron de este hotel el ostentoso emblema de las victorias electorales de aquel partido, Convergència i Unió. Son las diez de la noche. El pianista se ha puesto a tocar Hey Jude. En este momento, a 500 metros, unos neonazis sueltos por las calles de Barcelona cazan a un independentista solo y le dan una paliza salvaje. Pero en el Majestic nadie mira el móvil para enterarse de las cosas; a quien quiera verlo en vivo le basta asomarse a la puerta. Allí se empieza a ver cómo las cosas se tuercen. Es una sensación casi física. Tiene que ver con el miedo, la noche y algo más perturbador: la rutina.

Desde la plaza Artós, en Sarrià, un grupo de ultras neonazis, varios jovencitos y otros cuarentones de la vieja escuela, bajan al centro de Barcelona. Los vigila de cerca la Policía Nacional, pendiente de que no se crucen con los independentistas concentrados en Jardinets del paseo de Gràcia. Pero algo va mal. Después de dos kilómetros y medio cantando “a por ellos”, armándose con lo que pillan los que no salían armados de casa y molestando a conductores, vecinos y gente en las terrazas, algo va mal. Los neonazis se disuelven en grupos pequeños, células de ocho o diez personas, siguiendo la táctica futbolera de ser pocos, estar presentes en más sitios y poder atrapar a alguien solo. Es así como se encuentran con su víctima, un chico que, ya derrumbado por uno que se echa sobre él, recibe patadas en la cabeza, golpes con palos y puñetazos. Tras una paliza de varios segundos, los ultras salen huyendo.

Al mismo tiempo, radicales independentistas han burlado el control de seguridad con una táctica parecida; nada de grupos grandes que les delaten a los Mossos, sino divididos y alerta para encontrar a los neonazis. Durante unos minutos de terror, con el helicóptero buscando localizar a los violentos para evitar que se encontrasen y mandando de aquí para allá a los policías, varios grupos se estuvieron buscando en unas pocas manzanas del Eixample.

El encuentro que buscaban los independentistas, un grupo este sí numerosísimo, se dio en el cruce de Muntaner con Valencia; un ultra con estética skin se perdió de los suyos y se movía por la zona con una bandera franquista y un cuchillo de grandes dimensiones. Varios independentistas salieron en tromba a por él. Con ellos, sin dejar de grabar, estaba el periodista Guillem Andrés, cuyas imágenes de la agresión fueron virales al instante.

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"El grupo era bastante grande", dice horas después, mientras cubre los disturbios de madrugada en el paseo de Gràcia. "Ellos decían que perseguían a grupos de ultraderecha. De pronto escuchamos: 'Hay uno ahí, hay uno ahí'. Y varios echaron a correr, y yo con ellos. Un tío de unos 30 años, botas negras, pelo bastante corto, cantaba a skin. Yo creo que la navaja la llevaba dentro, no me pareció que le diese tiempo a sacarla; se la han cogido y la han tirado al suelo. Le dieron golpes, le tiraron adoquines y piedras al cuerpo, y todo esto duró unos 15 segundos mínimo".

En la Rambla una chica se desgañita desde un balcón diciendo que “así no”, grito habitual en los balcones y en las calles de quienes comparten reivindicaciones políticas pero “no así”. “Així no”, de hecho, podría ser un partido político hermano en naufragios de Parlem, aquel movimiento. Radicales han prendido fuego en varias zonas de la Rambla. Dos o tres chavales llaman “puta” a la chica que les grita y se meten con ella a gritos de “vete a Rusia con Putin”. Son jovencísimos, de hecho dos chicos mayores que ellos dicen algo así como “qué pensarán que están diciendo”. La alternativa a la ignorancia es la xenofobia, y si tampoco es eso, será machismo: los adolescentes se han metido solos en una emboscada.

Cuando llegan los bomberos, un vecino de otro balcón les grita que en las copas de los árboles está prendiendo fuego. Lo sofocan. “A ver, por favor, hostia”, grita un bombero joven antes de meterse en el camión. Poco después, dos camiones llegarán con las sirenas a Aragón a apagar un incendio que no existe. Bajan del vehículo, y un superior, un hombre mayor de mediana estatura y bigote, sudado de arriba a abajo, extiende los brazos incapaz de creerse que haya habido una falsa denuncia.

A estas horas, en la calle Valencia con el paseo de Gràcia, estallan los disturbios más largos y enconados de la semana. La calzada del paseo vuelve a estar cortada por varias hogueras, decenas de chavales encapuchados se suben a los árboles, a las marquesinas, para grabar y grabarse, y en la intersección de las calles hay concentradas unas mil personas enfrentadas a pocos metros a los mossos. Tan pocos metros que hay un momento en que los manifestantes prácticamente cargan contra los agentes.

Ocurre cuando estos empiezan a disparar pelotas de foam (proyectiles viscoelásticos) y los radicales arrastran a cientos de personas contra ellos, haciéndoles retroceder. Un estallido de alegría recorre la calle. Joan, 22 años, subiendo el paseo, exclama: “Los hemos echado”. Los mossos se ven obligados a agazaparse con los escudos y las furgonetas en un tramo de la calle Valencia muy estrecho, y hasta allí se meten los manifestantes tras romper señales de tráfico, destrozar una marquesina y arramplar con todo lo que ven para tirárselo a la policía. Gritan a coro “Barcelona antifeixista”, “independencia”, “las calles serán siempre nuestras” y “no sois nada sin farlopa”. Retumba el eco en la calle, mucho más cerrada que el paseo de Gràcia, y retumban sobre todo las salvas y los disparos de los mossos, pero no se mueve nadie.

En esa ratonera de la calle Valencia, donde hay amontonados cientos de personas gritándole a las furgonetas policiales, hay una vía de escape, más estrecha aún, carrer de Campos Elíseos. Ahí llega Martí, un chaval con un dedo ensangrentado (“Me ha dado, me ha dado”), al que le hace la cura en el acto un compañero suyo. “Esto es un kit sanitario con el que salimos siempre”, dice abriendo la mochila y enseñando el material propio de un botiquín. Le curan la herida, dejándole el dedo vendado. Al otro lado de Campos Elíseos, una pareja está escondida en una esquina. El rugido de los manifestantes en la intersección con la calle Valencia es monumental, y cuando los mossos cargan queriendo recuperar terreno, muchos chavales se meten en esa callejuela de Campos Elíseos. En un momento en el que parece que la cosa está tranquila, la pareja corre de la mano hacia su portal y se mete en él; vivían allí, no sabían si podrían llegar. Huele a plástico quemado, a sudor de las carreras, a cartones ardiendo. El helicóptero baja de vez en cuando.

En la esquina del paseo de Gràcia con la calle Valencia, hay un grupo de personas con máscara antigás, chaleco amarillo reflectante o directamente mono amarillo, y un mástil largo y estirado que acaba en una banderita con una cruz sanitaria. También llevan casco, algo cada vez más habitual con el paso de las noches: cascos de motociclista entre los radicales; cascos más ligeros y sencillos, casi todos los periodistas. Esa gente de amarillo que luego improvisará una especie de hospital de campaña para atender heridos por el foam, por las caídas en las estampidas que se producen en las cargas, son Sanitaris Per la República, un grupo de voluntarios de primeros auxilios entre los que hay catalanes, pero también madrileños o andaluces. Habla Marcos, uno de ellos:

"Nuestro propósito, además de atender a la gente, es hacer ver que esto no vale para nada, sino para dañarnos los unos a los otros. Se están quemando plásticos, que suelen ser tóxicos, y la policía ataca con foam, que son proyectiles de alta potencia… Júntate con nosotros, tápate la cara", interrumpe bruscamente.

Cerca, los mossos disparan y se produce una carga. Ellos levantan los brazos en señal de paz, mirando al muro. Tratan de meter en ese cordón amarillo a quien quiera, para protegerse. Continúa brevemente la entrevista (“los proyectiles son supuestamente de…”), pero se produce un griterío y entra un chaval con el ojo inflamado por un disparo de foam. Marcos y sus compañeros lo atienden mientras el chico se sienta sollozando en esa esquina de una tienda de Chanel. Su mejor amigo estalla primero (“¡puta policía, joder!”) y se derrumba después abrazado a uno de los sanitarios, que lo lleva a un lado y trata de atenderle psicológicamente: el chico tiene un ataque de nervios y no para de llorar. No remite ni siquiera cuando se escuchan las palabras que espera todo el mundo y que provocan un aplauso espontáneo entre quienes rodean la escena: “El ojo se salva”. El herido se apoya la venda en él; tiene una inflamación enorme, pero el golpe no ha llegado al globo ocular. Se levanta, y es él quien tiene que atender y animar a su amigo, aún en estado de shock. Todo dura cinco minutos exactos.

—¿Qué ha ocurrido?

—Estábamos en la manifestación. Primero escondidos. Luego hemos salido y avanzado y nos hemos quedado cerca. A la mínima que hemos avanzado un poco más han disparado y me han dado.

—¿Qué has sentido?

—Se me ha cerrado el ojo y he notado cómo se me ha dormido medida cara, y he dicho: '¡Hostia!'. Me han dado desde cinco metros quizás, apuntan a la cabeza.

—¿Cómo te llamas?

—Prefiero no decirlo.

—¿Años?

"Tenemos 17", dice, y se va con su amigo, alejándose de la concentración. Es la misma edad que el chico atropellado esta semana por los Mossos en Tarragona. Mayores que Joel, Carme o Jofre, tres chavales de entre 15 y 16 años que a medianoche corrían y gritaban calle Aragón arriba con la cara cubierta. Tenían entre 10 y 12 años en las primeras diadas del procés, cuando salían a la calle con las esteladas a modo de capa de la mano de sus familias.

El helicóptero funciona en el centro de Barcelona como el cormorán en alta mar: donde está él, abajo hay peces. “Yo necesito mi camiseta y mi sudadera, joder”, grita un chaval desnudo de cintura para arriba. Son las dos de la madrugada, no hace frío. Los mossos empiezan a hacer en el paseo de Gràcia el carrusel: pasadas a toda velocidad con la furgoneta en círculos, limpiando la zona. Por el hueco de la ventana de uno de los vehículos se asoma únicamente el cañón de una pistola de foam. A estas horas van a por gente concreta, algunas personas fichadas con la cámara de la parte trasera de alguno de los vehículos.

Los ciudadanos que no participan en los disturbios, los que solo vuelven a casa o salen de ella para ir a cualquier lado, y se ve atrapados en una refriega semejante, reciben consejos de los manifestantes: cuando vean las furgonetas de los mossos a toda pastilla, deben ponerse brazos en alto y contra la pared, protegiendo la cara. En cualquier caso, si siguen caminando, mano a modo de protección en un lateral de la cara y el otro brazo en alto. El foam deja heridas y contusiones llamativas, pero a cierta distancia y en la cara, puede causar destrozos graves.

La esquina de la calle Valencia con el paseo de Gràcia es el paisaje después de la batalla, llena de cristales de botellas usadas por los violentos, piedras, latas de cerveza y basura. Aquí se han vivido algunos de los disturbios más graves e importantes de la semana posterior a la sentencia por el juicio de procésHay un destrozo absoluto. Una enorme jardinera está rota y desparramada por la calle, y varias sombras dentro de un establecimiento, cerrado a cal y canto, siguen de pie el discurrir del final de la noche. Es el Majestic, el hotel en el que hace cuatro horas sonaba Yesterday. Aquí se firmó uno de los pactos más importantes de la democracia, el pacto del Majestic, el que garantizó en 1996 que Aznar llegase a La Moncloa a cambio de entregar competencias e inmunidad al nacionalismo de Jordi Pujol. La mitad de los manifestantes que hoy han arrasado esta esquina no habían nacido o eran bebés entonces. La historia es caprichosa.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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