33 días de juicio en busca de la rebelión
La desobediencia y la malversación parecen acreditadas. El delito más grave enfrenta a acusación y defensas
La casualidad quiso que fuese el miércoles santo, a media tarde, cuando terminase la procesión de policías y guardias civiles que, a instancias de los fiscales, han relatado durante las últimas semanas el calvario que sufrieron en Cataluña al intentar impedir el referéndum ilegal del 1 de octubre.
–¿Y no recuerda que los ciudadanos allí concentrados les regalaban claveles y cantaban “somos gente de paz”? –interroga a un guardia civil uno de los abogados defensores de los políticos encausados.
–Lo que yo recuerdo –responde el agente– es que nos llamaban “fascistas e hijos de puta” y nos lanzaban patadas y escupitajos.
En esa pregunta y esa respuesta –repetidas hasta la saciedad con ligeras variaciones– se resumen las últimas jornadas del juicio. Los testimonios repetidos de 186 agentes servirán a los fiscales para fundamentar su teoría de que las movilizaciones que se produjeron antes, durante y después del referéndum no fueron “festivas y pacíficas”, como sostienen los acusados, sino que, por el contrario, se produjo “un alzamiento público y violento” en el que se sustenta la petición de condenas por el delito de rebelión. No hay que olvidar que, de las tres principales acusaciones que hay en juego –desobediencia, malversación y rebelión–, es esta última la que más controversia suscitó en las vísperas del juicio –hasta el punto de que el abogado del Estado que llevaba el caso fue apartado ante las presiones del Gobierno para que rebajara su petición a sedición– y sigue suscitando cuando ya se han celebrado 33 jornadas de la vista oral.
Entre los muchos que siguen a diario y en directo el juicio que preside Manuel Marchena, hay quienes tienen clarísimo que la Fiscalía no podrá acreditar el delito de rebelión, previsto en el artículo 472 del Código Penal para aquellos que “se alzaren violenta y públicamente” con el fin, entre otros, de “derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución”, “declarar la independencia de una parte del territorio nacional” o “sustraer cualquier clase de fuerza armada a la obediencia del Gobierno”. Sin embargo, durante el periodo de instrucción, la sala de apelaciones del Tribunal Supremo recordó en uno de sus pronunciamientos que “cabe una rebelión sin armas”. “El término rebelión”, escribieron los magistrados, “evoca los pronunciamientos militares, ejecutados ordinariamente con armas, pero conviene recordar que el artículo 472 del Código Penal, aunque exige la violencia, no exige para ello el empleo de armas (…)”.
En cualquier caso, los fiscales parecen tener claro que deberán acreditar muy bien el uso de la violencia para que el tribunal –presidido por Marchena y compuesto por otros seis magistrados– pueda dictar una condena por rebelión sin temor a que en un futuro más o menos cercano se vea cuestionada por la justicia europea. Nadie duda de que la sentencia, sea cual sea, acabará siendo recurrida ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo.
De ahí que la versión repetida de los 186 agentes –que no había aflorado hasta ahora– tenga como objetivo desvirtuar la imagen ya arraigada de que la actuación policial del 1 de octubre se produjo ante ciudadanos pacíficos. Testimonios del tipo “le quitaron la urna a un compañero y cuando fui a ayudarlo, me esclafaron la urna en la cabeza” buscan de alguna forma poner la venda antes de la herida: dentro de unos días, en lugar de agentes, la procesión será de ciudadanos golpeados aquel domingo lluvioso de octubre en Cataluña.
Durante las jornadas que ya se han celebrado, y que apenas suponen el ecuador del juicio, ha tenido especial relevancia la discusión sobre la actuación de los Mossos d’Esquadra. Por resolverlo en una línea, los agentes de la policía y la Guardia Civil, desde el teniente coronel que coordinó el operativo del 1 de octubre al último miembro de los antidisturbios que declaró el pasado miércoles, coinciden en que los mossos no solo no intentaron impedir el referéndum –“estaban en actitud contemplativa”–, sino que llegaron a colaborar, obstruyendo e incluso espiando la labor de las Unidades de Intervención Policial. Especial relevancia tuvo la declaración del entonces jefe de los Mossos, Josep Lluís Trapero. Aunque podía haberse escudado en que está sometido a otro proceso judicial para no prestar declaración, el mayor se presentó ante el juez Marchena, contestó a todas las preguntas, construyó un buen discurso en defensa de sus agentes y de acatamiento al orden constitucional y hasta dejó a los pies de los caballos a Carles Puigdemont, a Oriol Junqueras y a Joaquim Forn. Confirmó que durante dos reuniones celebradas los días 26 y 28 de septiembre, tanto él como sus principales colaboradores les advirtieron de que durante el 1 de octubre se podía producir un estallido de violencia y les pidieron que desconvocaran el referéndum. Lo que no contó Trapero, y sí unos días después su entonces segundo, el comisario Ferran López, fue la respuesta de Puigdemont:
–Hacia el final de la reunión les hablamos de violencia o altercados, y recuerdo que Puigdemont dijo que, si se producía ese escenario que nosotros preveíamos, en ese momento declaraba la independencia. Es una frase difícil de olvidar.
En cuanto a los otros dos delitos –desobediencia y malversación– resulta muy curioso observar la actitud de los acusados. Han llegado a admitir, no sin cierto orgullo, que desobedecieron las resoluciones del Constitucional que les prohibían celebrar el referéndum por un motivo superior. El mantra general se resume en esta frase: “La democracia está por encima del Estado de derecho, cumplíamos el mandato de las personas reflejado en las urnas”. Pero las mismas personas que asumen sin problemas esos actos ilegales, niegan de forma tajante que usaran los fondos de la Generalitat para ejecutar sus planes. Los procesados dicen desconocer cómo se pagaron las urnas, cómo llegaron a los colegios electorales, quién abonó el coste de la impresión y la distribución de papeletas y cómo se financiaron las campañas de publicidad emitidas por TV3… Cualquier malpensado podría encontrar una explicación: el delito de desobediencia solo lleva acarreadas penas de inhabilitación, mientras el de malversación está castigado con penas de cárcel.
Turno del vicepresidente que se salvó de ser investigado
Después de varias sesiones escuchando casi en exclusiva a agentes de la Guardia Civil y del Cuerpo Nacional de Policía que participaron en el dispositivo del 1-O, llega de nuevo el turno de los políticos en el juicio del procés. La vista en el Tribunal Supremo se reinicia el martes —en una fecha tan señalada como Sant Jordi— con la declaración, entre otros, del actual vicepresidente de la Generalitat, Pere Aragonès (ERC).
Aragonès comparece como testigo a petición de Vox, que ejerce la acusación popular contra los 12 líderes independentistas. Su declaración, a cinco días de las elecciones, es de un alto voltaje político. Pero también puede incidir en lo jurídico: desde la segunda línea del Govern —era secretario del Departamento de Economía dirigido por Oriol Junqueras—, Aragonès participó también en la organización de la consulta ilegal.
El actual vicepresidente del Govern a punto estuvo de ser investigado por el procés. El juzgado de instrucción número 13 de Barcelona —que indagó los preparativos del referéndum— pidió al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que, dada su condición de aforado, le llamase a declarar por desobediencia. El tribunal rechazó la petición al considerar que el juez no detalló indicios de delito.
Además de Aragonès, el martes está prevista la declaración de otros cargos del Govern de Carles Puigdemont que abandonaron el barco antes del 1-O, como el exconsejero de Interior Jordi Jané o el exdirector de la policía Albert Batlle. También está prevista la declaración de la intendente de los Mossos d’Esquadra Teresa Laplana, que tuvo un papel clave en la gestión de la protesta del 20-S frente al Departamento de Economía.
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