El joven PP es más arcaico que el viejo
Pablo Casado radicaliza la campaña electoral jugando en el terreno y con las reglas de Vox
La juventud no es la regeneración ni la efebocracia es la renovación. Pablo Casado lidera un partido adolescente y sonriente, pero la extinción de las viejas glorias no implica ni ha implicado un ejercicio de apertura mental. El PP joven es más antiguo que el PP viejo. Más arcaico. Más intolerante. Casado y el lugarteniente Egea representan la tentación fundamentalista. Un hooliganismo de chaqueta y corbata cuya beligerancia hace añorar a los burócratas laicos del marianismo.
Eran mejores aquellos hombres sin atributos —en el sentido de Robert Musil— que esta muchachada impertinente. Casado renuncia a la derechita cobarde en beneficio de la derechona faltona y desinhibida. Es una barbaridad atribuir a Sánchez un pacto de sangre con la progenie de ETA, pero la feroz ocurrencia tanto degrada, humilla, el tributo del PSOE en el martirio del terrorismo vasco como define la irresponsabilidad con que Casado entierra sus mocasines en el fango.
La savia nueva del PP se arraiga en el oscurantismo y la ideología, hasta el extremo de que el programa electoral se resiente de la obsesión de Vox. Lo demuestra el discurso confesional de la cultura de la vida, el folclorismo identitario. Lo prueba el cuestionamiento de las competencias autonómicas. Casado improvisa una desmedia pasión jacobina porque los adversarios de la extrema derecha reivindican la centralidad del Estado como alegoría de la autoridad, del orden, de los valores gravitatorios.
La ferocidad de los cachorros contrasta con la sabiduría de los patriarcas. Por ejemplo, Juan Vicente Herrera, cuya inminente jubilación —lleva 18 años en la presidencia de Castilla y León— le permite distanciarse del griterío y concebir la política desde el pudor institucional y desde las obligaciones deontológicas. Por edad, Herrera podría ser el padre de Casado, pero representa un PP más lúcido y moderno. Y más consciente del peligro que precipita la verborrea de Vox en el contexto de la convivencia. No solo por el retroceso de los derechos de las mujeres. También por la eurofobia o por la psicosis que acarrea la proliferación de mensajes xenófobos.
Casado ha caído en la trampa de Abascal. Se ha puesto a jugar en el terreno de Vox y con las reglas de Vox. Herrera recomendaba hace unos días en Valladolid eludir las distracciones, sustraerse a la provocación de la ultraderecha, inculcar en los votantes la memoria y el prosaísmo de la gestión, pero el líder popular ha emprendido la estrategia del mimetismo hormonal y de las emociones.
Ha preferido radicalizarse. Ha subordinado la ética a los requisitos de una campaña soez y miope. Tan miope que Pablo Casado no distingue la decencia de un partido homologado, el PSOE, de la aberración corrosiva que se aloja en el credo sin credo de Vox
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