Pablo Casado, por ejemplo
El candidato del PP es de esa clase de hombres cuya sonrisa es capaz de sobrevivir a un apocalipsis causado por él mismo
Uno de los bienes de la campaña electoral es la sonrisa. Un bien inmueble, algo carísimo de mantener en el centro de Madrid, pero que fuera resulta más cómodo y barato. Pablo Casado, por ejemplo. Es el que más y mejor sonríe: le pones una capa y te canta las campanadas. Cuando sale de Madrid a subirse a tractores y barcos, fingiendo que los dirige o peor aún, dirigiéndolos, su sonrisa es franca y propicia a una España mejor; una España en la que él, como Zelig, se acerque a cada uno de nosotros y se vista igual para hacer las mismas cosas: una España de Casados como hubo una película de muchos John Malkovich.
Pero en Madrid o en Barcelona, sin embargo, es diferente. Son ciudades en las que por sonreír te cobran. Pablo Casado, por ejemplo. Dice muchísimas sandeces con una sonrisa, no vaya a pensar nadie que es un candidato normal. Utiliza la sonrisa como cortafuegos, pero de sí mismo. Suelta la barbaridad e inmediatamente sonríe quitándole gravedad: el efecto conseguido es parecido al del Joker diciendo no sé qué de un metro lleno de gente. Pero en Barcelona Casado dijo que el presidente del Gobierno prefiere las manos manchadas de sangre a las manos pintadas de blanco, y no sólo no sonrió, sino que se esforzó muchísimo en no hacerlo: dedicó más tiempo a hacer ver que no sonreía (llegó a fruncir el ceño) que en decir la barbaridad. Hay una semiología en todo esto.
“Españoles de Cataluña. Catalanes de España. ¡Qué bonito grito de guerra!”, le dijo al público al llegar. Las frases (las primeras, la última es una aportación propia que él sabrá en qué estaba pensando: igual recordó que si metió una pata con Companys aún tenía otra libre) son de la candidata de Barcelona, Cayetana Álvarez de Toledo, aunque yo ya se las leí en 2013 a Juan Carlos Girauta; en cualquier caso la expresión debe de ser más antigua que la propia España. Esto es algo que suele ocurrir en campaña. Se opina sobre hechos que aún no ocurrieron y se atribuyen intenciones que ni siquiera dio tiempo a pensar. Por eso los partidos creen que es importantísimo que sus candidatos sonrían para ganar: el que mejor lo entendió, dejando que los demás sonriesen mientras él se cabreaba, fue José María Aznar. El español quiere que le riñan porque siempre piensa que le están riñendo a otro.
Pablo Casado, por ejemplo. Nunca reñirá a un español. Le sonreirá. Es esa clase de hombres cuya sonrisa es capaz de sobrevivir a un apocalipsis causado por él mismo.
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