La España de la rabia y el desencanto
Cientos de personas culpan directamente al sistema frente al Tribunal Supremo: banqueros, políticos y jueces son señalados como las razones últimas de una crisis que no ha terminado
La España de la rabia y el desencanto, un país convencido de que el origen de su último gran trauma —la crisis económica— es de los bancos, volvió a salir bajo el frío y la lluvia a las calles. La espita fue un episodio judicial que transparentó súbitamente el delicado engranaje del establishment: una sentencia del Tribunal Supremo que cargaba los impuestos de las hipotecas a los bancos en lugar de al cliente; una noticia extraordinaria que tardó dos semanas en convertirse en un monumental escándalo, cuando desde el Supremo se votó volver a la situación anterior. En Madrid, y frente al Supremo, cientos de personas cargaron directamente contra el sistema: banqueros, políticos y jueces fueron señalados como las razones últimas de una crisis que, según el 84,4% de los ciudadanos encuestados por 40dB. para EL PAÍS, no ha terminado.
A las 17.30 de la tarde, media hora antes de inicio de las concentraciones, el megáfono ya estaba a pleno rendimiento en la plaza de la Villa de París: “Un hipotecado es un esclavizado”, “tenemos la solución, los banqueros a prisión”, “el oro del banquero, la sangre del obrero”, “hay gritos en la calle y no le importa a nadie”. Había entonces 200 o 300 personas en pie bajo la llovizna frente a la fachada del Supremo blindada por agentes de la Policía Nacional. Llegó entonces Ángel Vázquez, Ángelo el titiritero, una institución en todas las movilizaciones a favor de las causas sociales en España desde hace más de veinte años. “De lo que se trata es de renovar eso de ahí dentro”, dice señalando el alto tribunal. Esgrime sus razones, entre ellas la supuesta pertenencia de muchos jueces al Opus Dei. Levanta sus carteles, en los que hay un dibujo de El Roto presente en muchas de las pancartas: “La justicia es igual para todos, las sentencias no”.
A las seis de la tarde ya ondean debajo banderas republicanas frente a la bandera constitucional que preside el Supremo. Gonzalo Ávila, jubilado, cree que el hastío español es un estado de ánimo larvado en el capitalismo. “¿Hay democracia? La hay como caricatura. Lo importante no se toca nunca. Ni es compatible democracia con capitalismo ni lo es con monarquía hereditaria, pero hay que reconocerles que el mecanismo es perfecto”. “Los bancos dirigen el país”, interrumpe Antonio Fernández Villanueva. Ángeles Montes utiliza una palabra recurrente en más manifestantes: paciencia. “La de los españoles parece infinita, pero no lo es. Se pasan una y otra vez, y a veces de un modo que no queda otra que salir a la calle”. Entre gritos de “detrás de los agentes, están los delincuentes” y “en este tribunal, todo huele mal”, Hilario Montero pide la palabra: “No hemos descubierto nada, pero lo hemos visto de forma muy cruda: la sumisión del poder político al poder económico, que alcanza a la justicia”. Esther Ruiz Barrera pregunta a este periodista cuántas hipotecas les han pagado los bancos a los magistrados. “¿De eso está usted segura?”. “Si no es así, se le parece mucho”, zanja Elisa González, una mujer de mediana edad que cree que España está a punto de decir otra vez, como en 2011, basta ya.
El informe que publica hoy EL PAÍS desentierra la fragilidad de la confianza de los ciudadanos respecto sus élites, la distancia de una sociedad alejada de sus gobernantes en el diagnóstico sobre la crisis y las consecuencias de esta, que han dejado por abrumadora mayoría a los ciudadanos mirando con sospecha a sus instituciones y cargando sobre ellas la responsabilidad de que no haya, diez años después, optimismo en encontrar la salida. En la manifestación de ayer en Madrid había muchos más viejos que jóvenes, pensionistas que en los últimos años han sido los que han mantenido la calle alerta y movilizada. Gente como Bernardo Domínguez, salmantino afincado desde hace cuarenta años en Madrid, que dice que las cosas no van a cambiar, pero de lo que se trata es de pelear para fingir que se puede hacer. Sonríe y habla del “desencanto”, contraponiéndolo a la rabia necesaria para evitar un país deprimido. Esa España rabiosa y desencantada que vio este sábado cómo se hacía de noche sobre el edificio del Tribunal Supremo y bajaban de golpe las temperaturas, recordó por un momento, apenas dos horas, a aquella del 15-M que empezó a quebrar el bipartidismo y conformó en el imaginario popular la idea de que si los escándalos y la impunidad no podían evitarse, lo que al menos se podía hacer era señalarlos.
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