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El escándalo cerca a Camps

La sombra de la corrupción presiona cada vez con más fuerza sobre el expresidente valenciano

Miquel Alberola
Francisco Camps, en una de sus visitas a la Ciudad de la Justicia de Valencia.
Francisco Camps, en una de sus visitas a la Ciudad de la Justicia de Valencia.Mònica Torres

El juez José María Vázquez Honrubia ha admitido cierta desazón en su sentencia sobre la rama valenciana de Gürtel por no haber podido condenar a todos los que cree responsables. La pesadumbre del magistrado siluetea la figura del expresidente de la Generalitat Francisco Camps, a quien varios excolaboradores apuntan como la equis de esa trama. El juez recupera una frase de uno de los condenados, Álvaro Pérez, El Bigotes, para ilustrarlo: “Son todos los que están, pero no están todos los que son”. Es, quizá, la misma desazón que sintió el juez José Castro al considerar que Camps debió sentarse en el banquillo de Nóos por similitud con el condenado Jaume Matas.

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Siendo sin estar, la sombra de la corrupción presiona cada vez más sobre su pasado. Ha ido eludiendo condenas, pero la corrupción no consiente que se diluya en el olvido. No sirvió de mucho que cinco de los nueve miembros del jurado del TSJ que había presidido su “más que amigo” Juan Luis de la Rúa concluyeran en 2012 que no era culpable de que la trama le hubiese llenado los armarios de trajes de Forever Young. Ese tufo aún lo persigue.

Mientras trataba de ponerse de perfil, su ex secretario general, Ricardo Costa, lo señaló como la clave de la ecuación de Gürtel. Además, fue arrollado por el Gran Premio de Europa de Fórmula 1, un iceberg con punta de fantasía y base de pufo que también se estrelló contra la Generalitat con daños a terceros de más de 90 millones. Esa operación, que lo puso en la pole electoral de la mano del turbio Bernie Ecclestone, dejó un rastro de malversación y prevaricación que huele de cerca la Fiscalía Anticorrupción.

“No se olvidan de mí. No sé por qué”, se extrañaba el expresidente aferrándose a la existencia paralela en la que discurre. Camps, como las monedas del presupuesto público mordidas por los depredadores que lo escoltaron en su cabalgata, tiene dos caras, pero solo se reconoce en su anverso. Su reverso se desentraña en los tribunales.

Llegó a la Generalitat en 2003 con el cartel de moralizar la etapa de Eduardo Zaplana. Estaba ungido por Rita Barberá y Juan Cotino, y llevaba el marchamo de Alianza Popular y un reflejo apagado de los jesuitas. Entonces quería valencianizar la institución para alejarse de su antecesor, cuyo pastel olía, pero aún no se había desenterrado. Deslumbrado por el libro del medievalista californiano Robert Ignatius Burns sobre la figura de Jaime I, se puso el yelmo psíquico del conquistador y buscó paralelismos con una agenda que reseguía los pasos del fundador del Reino de Valencia.

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Ese fue su primer traje, a pesar de que pronto lo tuvo que cambiar por el de Don Pelayo para tratar de reconquistar España a los socialistas. Sin embargo, Camps siempre ha mantenido la certeza de que entre Jaime I y él existe un vínculo directo, irrompible.

Antes de acabar su primera legislatura (2003-2007), sufrió otra metamorfosis. Eran los días en los que el PP compensaba su ausencia de la Moncloa con “el eje de la prosperidad”, que transcurría de forma triunfal entre Madrid, Valencia Palma con unos Gobiernos que el partido controlaba y en la calidez de cuyas Administraciones empollaban los huevos de la serpiente.

Cuando Camps socorrió a Mariano Rajoy para llevarlo a la presidencia del PP en el congreso celebrado en Valencia en 2008 ya procedía como una efigie de la Crónica de Alfonso III. El presidente valenciano, que amplificó su influencia en Génova, ofreció al nuevo líder del PP un festival para celebrar su victoria organizado por Orange Market, por el que El Bigotes cobró 100.000 euros que acabarían saliendo de los sobrecostes facturados a la Generalitat. Rajoy nunca olvidó su ayuda, incluso no ahorró en empatía en sus momentos más complicados.

En esos días Camps pensaba y actuaba a lo grande y Rajoy decía que quería parecérsele. La túnica de Claudio César Augusto Germánico ya le apretaba. El ladrillo avanzaba en marcha triunfal, el dinero circulaba a raudales y una de cada dos personas que iban por la calle votaba al PP. Camps iba a velocidad de crucero en el pescante de un Ferrari descapotable y quería convertir la Comunidad Valenciana en un scalextric, en una naumaquia con salvas de Moët Chandon, en un cóctel de Hollywood y Disneylandia coronado por una apoteosis de plástico de Santiago Calatrava. Lo quería todo. “Mi bagaje es impresionante”, se relamía.

Pero por debajo del resplandor de las fantasías emblemáticas, los liderazgos ficticios y el glamur de los bolsos de Louis Vuitton fluían los lixiviados de Gürtel, Taula, Nóos, Brugal, Blasco, Valmor o Emarsa. La Florida que ensoñaba Camps se convirtió en la zona cero de la corrupción española. Por fin la Comunidad Valenciana se la había puesto en el mapa y se había convertido en un referente ineludible, como ambicionaba en su anverso.

El presidente dimitió con muchas resistencias el 20 de julio de 2011, poco después de revalidar la mayoría absoluta. La presión era insoportable, pero tuvo que empujarlo Rajoy por teléfono con el argumento de que su sacrificio abonaría la inminente victoria del PP en España. Estaba en su casa con su mujer, Isabel Bas, y Federico Trillo. Barberá y Cotino, también presentes, no estaban de acuerdo: “Aguanta, Paco”. “Déjalo ya, Paco”, zanjó su mujer. En el confesionario de la antigua parroquia de Sant Andreu, una de las primeras que se fundó en Valencia tras la conquista de Jaime I, encontró alivio.

“¿Por qué no se olvidan de mí?”, se pregunta con una sonrisa rencorosa, mientras los que fueron sus incondicionales lo señalan cebando la voracidad de la fiscalía. Sin embargo, Camps ya es un mártir abrasado en muchos purgatorios que solo conmueve a espadachines de causas urticantes que defienden su santidad. Quienes se ocultan detrás saben que ya forma parte de las tinieblas y absorberá todos los impactos sin admitir la culpa aunque lo taladren. Mientras lo aplasta la presión vive en un monólogo interior, como los de su libro preferido, Tiempo de silencio, donde aprendió que no hablar no consiste solo en callar, que sería otro modo de ser sin estar.

Una semana en los juzgados

  • Gürtel valenciana. La sentencia publicada el lunes considera probado que la campaña de Camps de 2007 se financió ilegalmente, da "notable" credibilidad a condenados que lo señalan y reprocha al expresidente su "radical negativa a admitir [todo] conocimiento". "Nada sabe, nada recuerda".
  • Fórmula 1. Costa confirmó el jueves ante la juez el pago de comisiones en la construcción del circuito de Valencia y dijo que habló con Camps de ello.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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