Jordi Cuixart: hablar hasta la afonía
El escritor charla en prisión con el líder independentista Jordi Cuixart, en prisión desde el 16 de octubre. Hablan del ‘procés’, de su familia y de cómo es la vida sin libertad
Una amiga argentina me lleva en coche hasta el Recinto Penitenciario V, en Soto del Real. Sonríe cuando se entera de que visito a Jordi Cuixart. Sus gemelas de ocho años están muy enganchadas a los Jordis. Han desarrollado una especie de radar para cualquier alusión a ellos en noticiarios y conversaciones. “Se van a poner muy contentas cuando se lo cuente. Se imaginan que siempre andan juntos, que lo hacen todo juntos, que son muy amigos”. La apreciación emocional tiene algo que decir en este conflicto. Cómo te ves y cómo te ven. Cómo se interpretan acciones, omisiones e intencionalidad por parte del otro. ¿Tienen sentido los matices ante los brochazos de la percepción mediática, la tipificación jurídica, la estrategia electoralista?
Visito a Cuixart cuando cumple cuatro meses en la cárcel. Su hijo tenía medio año cuando fue encarcelado. El bebé tiene encima más de 24.000 kilómetros de todos los viajes que su madre, la periodista Txell Bonet, lleva realizados desde Barcelona. Se telefonean diariamente a las seis de la tarde. Conversaciones atropelladas de cinco minutos en las que todo parece un inventario de temas a tratar después de decirse que se quieren y que se echan de menos. Nada excepcional. Es la vida de cualquier preso. Un preso a la espera de juicio. Matiz importante. Cuixart desea con ansia esa vista porque demostrará su inocencia. Y si el juicio tarda, le gustaría estar en libertad con los suyos. Y si eso tampoco puede ser, que al menos su privación de libertad no les penalice con 700 kilómetros de distancia. Tampoco eso es excepcional: es la justicia que pide cualquier preso.
Cuixart —chandal azul y sonrisa automática— no puede, por motivos de salud mental, creer que todo está ya determinado y las sentencias dictadas. Cree, por ejemplo, que la juez Lamela ha acordado su preventiva porque considera que es lo correcto. Pero se equivoca. En eso no vacila. “No hay delito alguno en ninguna de mis actuaciones. Cuando se me juzgue, se verá”. Le pregunto si no ha dudado nunca de eso. “No. La primera semana te sientes mal por los tuyos. Piensas que igual les has perjudicado con tu comportamiento pero luego te das cuenta que no. No hice nada para estar aquí”. Creo que Cuixart caería diez veces antes en la casilla de la ingenuidad que en la de la astucia. La astucia la alegaban y exhibían otros. Hay un problema con la verdad en toda esta narración de estos meses, años. Y la verdad es esencial incluso para ocultarla o falsearla porque has de recordar que en algún lugar anda escondida o muerta. El cuerpo independentista forjó un relato y quien se desdice ahora no es creíble. El Estado está emitiendo ahora el suyo. Habla de golpismo. Y para según quién tampoco es creíble.
En todo momento, dice, él hizo todo lo posible para no infringir la ley y que las movilizaciones no traspasaran ninguna línea roja. Estuvo afónico tres días después de la noche del 20 de septiembre, cuando la Guardia Civil entró en la Conselleria de Economía a órdenes del Juzgado de Instrucción nº13 de Barcelona, tratando, según él, de que las cosas no se salieran del cauce, de que no excedieran de la protesta. La juez, por su parte, le imputa un delito de sedición por, supuestamente, dirigir y alentar a las masas para impedir que la Guardia Civil actuara contra la organización del referéndum ilegal de autodeterminación del 1 de octubre. Hablando con él, uno tiene esa sensación de que se vio en un determinado momento asumiendo una responsabilidad casi ingobernable y que no tenía más intención que reunir piezas en un mosaico plural para mostrar un “somos esto y ahora, ¿qué hacemos?”. Fue alguien que se dejó la voz tratando de hacerse oír en medio de un griterío que lo ensordeció todo porque escuchar razones ajenas era sospechoso. Sigue siéndolo.
Cuixart no era político sino presidente de Òmnium, una asociación cultural de fomento de la cultura catalana. Pasó de ser tesorero a presidente por el fallecimiento de Muriel Casals —y fugaz presidencia de Quim Torra— y su lucha, afirma, fue “simplemente porque se pudiera votar, que se permitiera un referéndum pactado”.
Es la segunda ocasión que le veo de cerca y la primera que hablo con él. Fuera el día es espléndido. Sol y frío, un montón de pájaros cantando y un helicóptero recortado cerca de una torre de vigilancia en plan Call of Duty. La calefacción dentro es tropical. Cuixart tarda mucho en aparecer. Pone en la mano en el cristal y yo la mía. Tengo un amigo que se parece mucho a Cuixart. Físicamente, en su manera de vestir, de dónde viene y cómo piensa. Hay mucha gente parecida en Cataluña. Tanto mi amigo como Cuixart son de extracción trabajadora, hijos de matrimonios de catalán y murciana, provienen de la izquierda no violenta, cercanos a Comuns e independentistas. Lo sucedido en los últimos tiempos ha tensado nuestra relación pero seguimos siendo amigos. Es fácil imaginarlo dándote la razón, dejándose convencer o convenciéndote, aceptando la diferencia, diluyéndola para seguir conviviendo en condiciones. Por eso, si alguien me dijera que mi amigo está en la cárcel lo sentiría como un error, algo desproporcionado y esa desproporción lo iría, día a día, haciendo injusto. La apreciación, el descodificador emocional, las gemelas. Todo eso. La medida se ampara en la reiteración delictiva. En la posibilidad de que si Cuixart saliera de prisión a espera de juicio podría seguir realizando acciones sediciosas. Más problemas con la verdad.
La primera vez que vi a Cuixart fue en un andén de la estación de Sants. Él venía de declarar en la Audiencia Nacional. Le seguía su compañera, el bebé, algunos compañeros, abogados. Hablaba por teléfono. Parecía enfadado. Para muchos fue un alivio que pudieran declarar y volver a casa ya que era necesario creer en el amparo de las normas, en su aplicación independiente. Recuerdo que en esa ocasión yo también estaba enfadado con aquel tipo —al que no conocía— que iba dos pasos delante de mí. Enfadado por la tensión, por el dolor, por el desgarro. Por las maneras, por el salto al vacío, por el desprecio a las minorías. Por la verdad que nadie nos decía.
Cuixart me pregunta cosas de fuera de la prisión. Recibe muchas visitas y le encanta que le cuenten del exterior. En la prisión todas las paredes parecen haber renunciado a tener más de dos colores. A Cuixart le gusta que le recuerden que hay más colores. Es un hombre de izquierdas, que trató de sumar diferencias y no imponer un único color. Recibe un montón de cartas. Le emociona el impacto de lo escrito en un papel, el ritual que nosotros —en libertad, acelerados, hiperestimulados— ya no sentimos: abrir un sobre, leer lo que han escrito única y exclusivamente para uno. Gente, a veces, a la que no conoce, a la que nunca verá. Le trasmiten esperanza, cariño, el no olvido. Le envían poemas: “Tengo una carpeta con ellos. Más de 200. Son propios o de autores consagrados. He descubierto una antología de Mercè Rodoreda fantástica”. Y ahora, ¿qué está leyendo? A John Carlin. La sonrisa de Mandela.
Cuixart no quiere ser parte de un santoral pero “quizás Jordi Sànchez y yo seamos piezas importantes para avisar de un cierto comportamiento autoritario del Gobierno español, de cuál es la salud de nuestra separación de poderes”. Comparte celda con Liam, un irlandés con quien hace prácticas de inglés. Le pregunto cuál ha sido el sentimiento que ha ocupado más tiempo su ánimo. ¿Rabia, tristeza, injusticia? “El de estar vivo. Pienso en presente. Y en el pasado. Me vienen imágenes, caras de gente que había olvidado. ¿Sabes de qué me acordé el otro día? Que en Segundo de EGB me gustaba mucho bailar. Me encantaba y un buen día, de mayor, me empezó a dar vergüenza y dejé de bailar. No lo recordaba y…”. Le pregunto qué siente cuando desde prensa escrita, televisión y radio, piden penas tan severas. “Cuando me llega lo que escriben o dicen de mí, trato de intentar pensar que se equivocan. Nada de germinar la semilla del odio. De eso no sale nunca nada bueno. Trato de ser equilibrado y positivo. No me dejo llevar ni por la euforia ni por el abatimiento. En un día viajas por muchos estados de ánimo. Contrastes entre tristeza, melancolía, alegría, autoestima… Tienes tiempo de escucharte a ti mismo. Nunca me he sentido tan vivo como desde la desgracia y la pena de estar sin libertad, lejos de mi gente”.
Tiene pendiente una carta a Pablo Iglesias, con quien le une afecto pero que también ha tenido sus encontronazos, sobre todo a raíz de un calentón de Iglesias en campaña electoral sobre ese sacar el orgullo de nuestros padres o abuelos o emigrantes. Siempre he hablado de compartir, de las luchas compartidas por gente que piensa distinto. Cuando se disparó la polémica por el pregón de la Mercè de Javier Pérez Andújar yo me escandalicé y me partí la cara por él (la designación del pregonero llevó a una protesta feroz por una parte del independentismo). Hacer un país en el que alguien como Pérez Andújar estuviera en el otro bando, no me interesa. Yo no quiero ese país. Un país de verdades absolutas. Todos pensamos que tenemos la razón pero solo una parte de ella. Inés Arrimadas, Pablo Iglesias, tú y yo. Una parte, no toda”.
Al salir, mi amiga me pregunta si puede decir a las niñas que los Jordis están en la misma celda.
—Sí, y que a uno de ellos le gustaba bailar de niño. Hemos quedado en las próximas Fiestas de Gràcia para echarnos un baile.
—¿Es eso verdad?
—No, pero díselo igual.
Carlos Zanón es escritor.
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