La liberación de las españolas
La lucha por la igualdad se redobló tras la muerte de Franco: 1975 marcó un punto de inflexión
La historia vuelve la página en un año clave para las españolas. En 1975, todavía en vida del dictador, estrenan el derecho a abrir una cuenta corriente sin permiso del marido. “Banco de Bilbao, el banco de la mujer”, se anunció el abuelo de lo que es ahora el B+BVA en busca de clientas. El spot, en aquellas teles en blanco y negro, no tiene desperdicio: una joven con falda-pantalón camina hasta el mostrador de una lujosa oficina, donde la atiende un empleado con bigotillo franquista. “Ese andar decidido es el símbolo de la mujer de nuestros días, de la mujer responsable que trabaja y vive su época. Y a ella, por primera vez, un banco le dirige este mensaje de amistad, este tributo de admiración”, dice la voz en off.
—Sí. El Banco de Bilbao cree en los derechos de la mujer. No se trata de crear diferencias, sino de ofrecer igualdades.
“Las madres no teníamos la patria potestad sobre los hijos. Las casadas estábamos obligadas a obedecer al marido”, recuerda Ana María Pérez del Campo
La osadía del anuncio se respalda con el cartel final: “Año Internacional de la Mujer. Naciones Unidas”. La declaración, el primer gran paso de la ONU para avanzar en la igualdad, sirve de acicate tanto al régimen como a los grupos de mujeres que luchan desde el feminismo, clandestino como cualquier oposición a la dictadura —y a menudo maquillado de otra cosa—. También hace reflexionar a muchas españolas sobre su propia situación. Lo del “año de la mujer” se convierte en una muletilla cotidiana, en un argumento para ensanchar las férreas costuras en un 1975 pródigo en acontecimientos.
Ana María Pérez del Campo, feminista ya en aquella época y ahora octogenaria, ha rebuscado en sus viejos códigos civiles para bosquejar la discriminación legal que padecían las españolas durante el franquismo. “Las madres no teníamos la patria potestad sobre los hijos. Las casadas estábamos obligadas a obedecer al marido. Además, en cuanto a la capacidad de obrar y prestar consentimiento en contratos, el artículo 1.263 equiparaba a las casadas con los menores, los dementes y los sordomudos”, dice con su voz ronca.
La suavización legal de mayo de 1975 es, en gran medida, el resultado de largos años de esfuerzo de la jurista María Telo. Impulsó la reforma que, en sus palabras, “hizo de la mujer casada un ser libre al convertirla en mayor de edad”. La ley de mayo de 1975 “sobre la situación jurídica de la mujer casada y los derechos y deberes de los cónyuges”, impulsada por Telo contra viento y marea, introduce cambios de calado en el Código Civil y en el Código de Comercio. Elimina buena parte de las limitaciones en la capacidad de obrar que sufren las desposadas —lo son casi todas las adultas: la soltería sigue siendo una rareza criticable, y la viudedad, una desgracia—.
“El matrimonio no restringe la capacidad de obrar de ninguno de los cónyuges”, establece el flamante artículo 62 del Código Civil. La reforma elimina la licencia marital. La casada deja de precisar del permiso para comparecer en juicio, enajenar bienes —hasta entonces sólo podía decidir sobre compras “destinadas al consumo ordinario de la familia”—, aceptar una herencia —y disponer de ella—, si bien la administración de los gananciales seguirá correspondiendo al cónyuge. Tampoco necesita ya licencia para contratar, ni para ejercer la actividad mercantil. Acaba la obligación de seguir al marido si decide establecerse en otro lugar. El domicilio familiar se elige de común acuerdo —si hay hijos, prevalece la opinión del padre, que dispone en exclusiva de la patria potestad—. El artículo 57, que obligaba al marido a “proteger a la mujer” y a esta a “obedecer al marido”, da un giro: “El marido y la mujer se deben respeto y protección recíprocos, y actuarán siempre en interés de la familia”.
Estos cambios son un intento de lavado de cara del régimen ante la conmemoración en 1975 del Año Internacional de la Mujer, cuya organización se encomienda a la Sección Femenina e incluirá exposiciones de floricultura y filatelia. La camisa azul falangista lleva tiempo apolillada. Toca aggiornamento. Pero es tarde. Las nuevas organizaciones de mujeres asoman la cabeza pese a la clandestinidad y caminan por su propio pie.
Pocos días después de morir Franco, del 6 al 8 de diciembre de 1975, se celebran las I Jornadas por la Liberación de la Mujer en Madrid. El escenario, un colegio de monjas franciscanas, el Montpellier, en el barrio de La Concepción. Más de medio millar de mujeres debaten y expresan sus reivindicaciones en todos los órdenes, desde la educación a la sexualidad o la equiparación legal hasta el divorcio y el aborto. Fue una cita clave, una puesta de largo para el movimiento feminista.
Muerto Franco, los vientos de libertad que se habían ido colando por las rendijas abren brechas y se hacen imparables. Ana María Pérez del Campo, feminista autodidacta a fuerza de rebelarse contra su situación personal —primero— y contra la situación general de las españolas, redobla el activismo desde la Asociación Española de Mujeres Separadas. Va a comenzar 1976 y el futuro se escribe cada día. El edificio del franquismo va a derrumbarse.
La reforma del Código Civil elimina la licencia marital. La casada deja de precisar del permiso para comparecer en juicio o enajenar bienes
Las madrileñas estrenan su primera gran manifestación feminista a mediados de enero, donde los grises se emplearán a fondo contra las que caminan bajo el lema “Mujer: lucha por tu liberación. ¡Únete!”. Son unas 2.000, bajan por la calle de Goya rumbo a la sede presidencial del paseo de la Castellana, 3. Pocas logran llegar porque la policía armada, vestida de gris y porra en mano, carga contra las ciudadanas que piden libertades democráticas y denuncian la desigualdad. (…) “En esa época manifestarse podía llegar a costar la vida. Hubo muertos por disparos de la ultraderecha o de la policía, que aseguraba que había disparado al aire. Por eso decíamos que los manifestantes volaban”, relata la activista.
“En la Asociación Española de Mujeres Separadas habíamos planteado que la materia matrimonial debía ser competencia civil, y no religiosa, porque si no era dar pábulo a un sistema como el de la Inquisición: la Iglesia condenaba —separaba en este caso—, pero ejecutaba el fuero civil. El tribunal eclesiástico concedía la separación —o la nulidad del matrimonio, que era algo excepcional y suponía disolver el vínculo, como un divorcio—, pero señalaba un culpable. Como no nos hacían ni caso, empezamos a pedir el matrimonio civil sin trabas. En la práctica no existía, porque había que apostatar para poderse casar ante un juez. Pedir eso entrañaba, de paso, el derecho al divorcio. Con una salvedad fundamental: el divorcio que queríamos afectaría también a los ya casados por la Iglesia”, relata Ana María Pérez del Campo Noriega.
“Para caldear, nos movíamos mucho con la prensa, radio y televisión. Nuestra presencia en los medios de comunicación, los grandes aliados de la época, amplificaba el mensaje”. Pero también servía para colocarse en la diana de una ultraderecha que se tomaba la justicia por su mano. “Esos grupos me amenazaron durante un tiempo. Llamaban por teléfono de noche y decían: ‘Ya te queda menos’ o ‘Mira debajo de las ruedas de tu coche”.
Extracto de La mujer que dijo basta (Editorial Libros.com), de Charo Nogueira, que llega a las librerías esta semana.
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