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Que gobiernen ellos

Al desinterés de los independentistas por influir en Madrid le ha seguido la negativa a gobernar en Barcelona, para intentar hacerlo desde Waterloo, que equivale a no gobernar

Puigdemont ofrece un discurso en vídeo a los jóvenes seguidores de Nueva Alianza Flamenca.Foto: atlas
Lluís Bassets

Gobernar es muy duro y arriesgado. Sobre todo si al final hay que rendir cuentas y responder por la responsabilidad de las decisiones tomadas. Sí, nada más duro que tomar decisiones, optar, definirse, responsabilizarse y, al final, cumplir con la legalidad. Mejor buscar la forma de estar en el Gobierno pero sin gobernar.

Esto se había resuelto muy bien en los últimos seis años. Con el Gobierno y las consejerías convertidas en centros de agitación y propaganda, el Gobierno se dejó en manos de los técnicos o de Madrid, gracias a la crisis financiera y al FLA (fondo de liquidez autonómico). Nada más cómodo ni más agradable. Todas las ventajas del Gobierno, coches oficiales, dietas, secretarías, viajes; y ningún inconveniente.

Se critica la disolución del Parlament en 2012 por parte de Artur Mas, pero fue el final de un calvario. Antes el Gobierno gobernaba, recortaba, decidía, y lo hacía en mitad de una crisis de caballo. Sufría y se desgastaba. Lo extraño es que Artur Mas esperara tanto para dar el golpe de timón: debió dejar de gobernar inmediatamente después de la investidura en vez de pasarse dos años asumiendo responsabilidades.

Ahora pretenden que se gobierne otra vez en Cataluña. El independentismo auténtico lo tiene claro. La autonomía ya no interesa. Interesan los sueldos, los contratos, los nombramientos de asesores, las productoras que suministran a TV3 y por supuesto la tele y la radio públicas, pero no hace falta gobernar para mantenerlos.

El programa actual es bien claro: que sigan gobernando desde Madrid, que desde aquí seguirá la gresca, y a cargo del presupuesto. Después de ocho años, ocho, sin rendir ni una sola explicación a los ciudadanos, solo a Òmnium y a la ANC, no será cuestión ahora de dar un paso atrás. Y más si se tienen en cuenta las tres elecciones en las que Artur Mas primero y Puigdemont después han conseguido tan buenos resultados y el aval de los ciudadanos a pesar de que ni han gobernado ni han cumplido con ninguna de sus promesas independentistas.

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Si hasta ahora había hojas de ruta, plazos perentorios, líneas rojas y fechas decisivas, que sirvieron para no rendir cuentas y recibir el aval de los bondadosos y crédulos ciudadanos independentistas en tres ocasiones, ahora hay un castillo de palabras en construcción, hecho de declaraciones inútiles, tergiversaciones, relatos ficticios y mentiras para seguir obteniendo la aquiescencia de la fervorosa parroquia estelada.

Primero fue la renuncia a participar e influir en la política española, es decir, a gobernar en Madrid. Ahora hemos vivido la renuncia a gobernar en Barcelona a la que sigue la promesa de gobernar desde Waterloo, que es lo mismo que no hacer nada que no sea agitación contra el sistema constitucional español, es decir, renunciar definitivamente a la molesta actividad de gobernar.

El único objetivo que moviliza al movimiento independentista en esta fase de hegemonía de la CUP y de teledirección belga es producir cuanto más daño mejor a la democracia española, que es también una forma de dañar a los catalanes y a Cataluña. Esta actitud, propiamente nihilista —ya que no puedo tener la independencia como mínimo perjudico a quien me lo ha impedido— es el anuncio de una larga travesía del desierto. Cataluña tardará muchos años en recuperarse de este estropicio.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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