Está todo inventado
A Goebbels se le deben algunos principios, llamados así aunque no sean valores
Goebbels sonreía cuando requisaba lujosas alfombras en París. Las robaba como quienes les roban los dientes a los muertos. De resto trabajaba en la propaganda. Sin una sonrisa, con grito y dientes. A él se deben algunos principios, llamados así aunque no sean valores.
Por ejemplo, sobre el adversario: es preciso individualizarlo como si fuera un único enemigo. A los adversarios conviene concentrarlos en uno solo; si son muchos, que parezcan un individuo. Así la diana no se distrae. Contra el adversario vale todo, incluso nuestros propios defectos o errores. Y si se mueve el adversario, leña infinita, hasta que hable inglés. Y si al adversario se le ocurre transmitir malas noticias sobre ti, invéntale tú otras peores. Así se distraerán las verdaderas.
Cualquier pequeñez bien alimentada se convierte en un bicho gigantesco que ha de engullir al adversario. La masa olvida, invéntale algo simple, que digiera; una vez digerido ese bolo (ese bulo) ya todo el camino se hace más llevadero. Y no hay que liarse: cuantas menos ideas se metan en ese bolo, mejor; agitadas como se debe tienen un efecto demoledor, porque la masa precisa de eslóganes que se repitan como convicciones celestiales. No dejes lugar a dudas; si mientes has de hacerlo con la certeza de los hombres impávidos de Marienbad. Y repite, repite lo que haga falta. “Te lo tengo dicho”, hay que decir a los que difunden el bolo: “Una mentira suficientemente repetida se convierte en verdad”.
Según ese ideario simplificado de este maestro de la luz de gas, hay que distraer a la masa hasta hacerla sucumbir en el panal de rica miel. Por ejemplo, ofrécele el paraíso. Terminará creyendo que existe. Y si existe el paraíso, ¿por qué tenemos que vivir en el infierno? Para llegar a la perfección de este círculo vicioso pero estupendo es necesario construir prontuarios fáciles de difundir y útiles para confundir al pueblo. Los medios de comunicación afines son la vaselina para cualquier trágala, pues la masa está contenta, y además quiere estar más contenta teniendo algo sobre lo que montar su fascinación. La mentira ya es su verdad.
Según ese circuito de propaganda que fabricó el ladrón de alfombras más famoso del siglo XX, la propaganda, que era su elixir, debe basarse en ideas fuerza, como la patria, el nacionalismo y el odio al otro, montado sobre prejuicios de cualquier tipo. Raciales, por ejemplo. Él robaba a los judíos, por ejemplo, porque le gustaban sus alfombras, pero nada más.
Por último, la unanimidad. La gente debe pensar que, disponiendo de esas ideas, piensa como todo el mundo. Alfombrados en esa feliz unanimidad se vuelven locos y salen a la calle por cualquier cosa.
Hace años guardé la nota en que escribí esos principios bajo una alfombra. Ahora me ha parecido interesante sacarlos de nuevo para observar que en este mundo cruel ya casi todo lo malo está más que inventado.
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