El año en que fuimos mundiales
En 1992, con la Expo de Sevilla y los Juegos de Barcelona, España se creyó el centro del mundo. La corrupción, la globalización y la crisis nos han puesto en nuestro sitio
Si en 1992 hubiera habido móviles y redes sociales, la memoria de aquel año sería un aluvión de selfis de gente poniendo morritos delante de la isla de la Cartuja en Sevilla y del Estadio Olímpico en Barcelona, y de memes de Curro y Cobi. En vez de eso, las fotos de esos fastos, vistas con nuestros pobres ojos curados de espanto, tienen el glamour de la tinta de los periódicos, el satinado de las revistas y los colorines de las recién estrenadas teles privadas. Ahí está la familia real de entonces: el rey Juan Carlos, la reina Sofía, el príncipe Felipe —imponente abanderado en el desfile de atletas— y las infantas Elena y Cristina. Exultantes de juventud y majestad como si no hubiera un mañana. Pero lo hubo, claro. Y a esas fotos y a esa familia les ha pasado, como a todos, un cuarto de siglo por encima. Veinticinco años con sus bodas, divorcios, funerales, glorias y miserias. Si en 1992 en España nos creímos el centro del mundo, el mundo, el tiempo y las crisis nos han puesto en nuestro sitio.
El 20 de abril del 92 amaneció espléndido en Sevilla. En la radio, el número 1 de los 40, 20 de abril del 90, de Celtas Cortos, una historia de sueños rotos, no iba con el ambiente. Se inauguraba la Exposición Universal, el primer cohete de una traca que siguió el 25 de julio con los Juegos de Barcelona, la capitalidad cultural de Madrid y el Museo Thyssen, entre otros petardazos. España volvía a asombrar al globo. El muro de Berlín había caído en 1989 y, mientras Occidente bregaba con la crisis del Golfo, el viejo país ibérico, capaz de pasar de la dictadura a la monarquía parlamentaria, un gobierno socialista y 17 comunidades autónomas, dedicaba un ingente chorro de fondos públicos a epatar a propios y extraños. El AVE Madrid-Sevilla. La autovía A-92. Puentes por un tubo. El Estadio Olímpico. El Palau Sant Jordi. La fachada marítima de Barcelona. Y todo, cuesta creerlo, sin Internet que valiera. A cambio, pasión colectiva. Ilusión de país. Legítimo orgullo de pueblo. El arquero Rebollo inflamando el pebetero olímpico con su flecha en llamas. La Fura del Baus incendiando corazones sin más efecto especial que la imaginación y el ensueño. La belleza de los pabellones y el complejo microclima de la Expo, reducido en la caricatura popular a una nube de rocío que se evaporaba antes de rozar las testas y, cuya adaptación masiva arruina hoy los peinados del personal en terrazas de todo pelaje.
La oferta enamoraba. En 1992, no se era nadie si no se iba a la Expo y/o los Juegos. Así, vino Fidel Castro, Gorbachov, Mitterrand, los sosazos de Carlos y Diana de Inglaterra y la totémica Carolina de Mónaco, por no hablar de los héroes olímpicos, de Fermín Cacho a Carl Lewis, que hicieron correr toneladas de papel sin más fallo que algún duende de imprenta, según Joan Tarrida, director de publicaciones del COOB 92 y hoy editor de Galaxia Gutenberg.
Fuera, la fiesta iba por barrios, claro. Sofía Mazagatos, miss España 92, bautizaba la era del candelabro. Había trabajo a espuertas en los sitios de los fastos. Los sueldos —y los alquileres y los menús y las camas— triplicaban a los de ahora. Victorio y Lucchino no daban abasto a vender trajes de volantes. Rocío Jurado e Imperio Argentina agotaban el papel de Azabache, elevando la copla a los altares intelectuales. Los toros eran cita obligada de afición y postureo. En Barcelona, Toni Miró vestía a los modernos con cuellos Mao y chaquetas desestructuradas, y Julio Iglesias llenaba el Palau Sant Jordi con el me va, me va, me va, porque a la gente le iba. Atábamos los Cobis —el perrito de Barcelona— con butifarra y los Curros —el pájaro de la Expo— con chacina fina. Fuimos, o creímos ser, en fin, Amigos para siempre que cantaban Los Manolos.
El año después, 1993, empezó la cuesta abajo con una crisis que iba a quedarse en depresión poscoito con todo lo que nos quedaba por ver con estos ojos. Las infantas se casaron. Elena en Sevilla, con un hidalgo que acabaría siendo el primer divorcio de su casa. Cristina, en Barcelona, con un medallista olímpico que iba a romper para siempre el cuento de hadas. Al ir bajando la marea del despilfarro, empezó a emerger la ponzoña de la corrupción y la indecencia. Poco a poco, perdimos la inocencia, los nervios y los papeles. Con la convulsión del 11-M. Con la grieta de la depresión de 2007, de la que aún andamos agua al cuello. Con la inmolación de Zapatero aceptando los recortes de la UE. Con la eclosión del 15-M y los indignados. Con la abdicación del rey Juan Carlos tras “la equivocación” de Botsuana. Con la deriva separatista de muchos de quienes aclamaron al príncipe Felipe, hoy rey de España.
De la estampa feliz de 1992 queda el recuerdo. También el AVE, los puentes, las autopistas. La marca de Barcelona y Sevilla en el mapa global que las tiene hoy tomadas por hordas de turistas que ocupan sus camas legales o ilegales, “al 50%”, según la indignada comidilla del grupo de WhatsApp de Manuel Otero, director del hotel Inglaterra de Sevilla y vocal de la patronal de hoteleros españoles. Quedan los hijos de aquellos jóvenes, cobrando la mitad que sus padres, si cobran. Quedan muchos padres, varados en tierra de nadie a los 50. Quedan abuelos echando mano de la pensión para paliar tanta caída. Y queda Felipe VI, un rey que tiene que ganarse el puesto al día y a quien va a ver a palacio en vaqueros un tal Pablo Iglesias junior. Ya nadie se acuerda del senior, cuyos nietos andan, por cierto, a leñazos.
Este 20 de abril del 2017, suena el número 1 de los 40, Súbeme la radio, de Enrique Iglesias hijo. Los toros agonizan. ETA depone armas mientras lobos islamistas arrollan a la multitud en cualquier plaza de Europa. El arquitecto sevillano Santiago Cirugeda, que casi perdió el curso de tanta juerga, recuerda la Expo como un fiestón del que aún andamos recogiendo la basura. Él mismo todavía coloca rampas de edificios de la Cartuja en otros de Sant Boi, en un poético bucle del destino. Ahí fuera, millenials y ancianos se acribillan a selfis en los marcos incomparables de los fastos para subirlos a Facebook o Snaptchat. El mundo es el mismo, pero es otro. Más grande, más pequeño. Poco sentido tendría hoy una Expo Universal cuando se tiene el globo en la palma de la mano, y Barcelona tiene el World Mobile cada año. El sociólogo José Juan Toharia destaca nuestra capacidad de aguante. Hemos resistido, resistimos y resistiremos, vaticina. Y nosotros que lo veamos.
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