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El deporte olímpico clama por la paz en una emocionante inauguración de los Juegos

La flecha que lanzó el atleta Antonio Rebollo cayó en el centro del pebetero. La llama prendió y el estadio entero lanzó un grito de emoción y sorpresa. Los Juegos de la XXV Olimpiada estaban abiertos. El Rey de España se había dirigido poco antes a todo el mundo. "Benvinguts tots a Barcelona", dijo en catalán el monarca. La presencia de los Reyes estuvo acompañada por los aplausos, el respeto e incluso el entusiasmo desatado, cuando apareció el abanderado del equipo español, su hijo el Príncipe de Asturias, garboso, con sombrero ladeado y una sonrisa de oreja a oreja. Don Juan Carlos había hecho al mediodía, ante numerosos jefes de Estado y de Gobierno que se hallaban ayer en Barcelona, un llamamiento a la paz y a la tolerancia. El alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, en idéntica línea, pronunció en su discurso de apertura de los Juegos unas frases cargadas de énfasis a favor de la paz en la antigua Yugoslavia.

Pasqual Maragall inició sus palabras recordando la frustrada Olimpiada Popular, que debía celebrarse en 1936 y que truncó la guerra civil. Debía presidir aquellos Juegos el entonces presidente de la Generalitat republicana, Lluís Companys, fusilado al término de la guerra civil, que fue objeto de un sentido homenaje por parte del alcalde de Barcelona. Este fue uno más de los numerosos momentos de tensa emoción que hicieron vibrar a los 70.000 espectadores y a los miles de millones de televidentes que siguieron la retransmisión en directo.Maragall aseguró también, en su discurso, pronunciado en las cuatro lenguas oficiales de los Juegos Olímpicos de Barcelona -catalán, castellano, inglés y francés-, que la ciudad "representa a Cataluña, a las 16 ciudades subsede, a toda España, al amplio mundo iberoamericano que se encuentra aquí y muy especialmente a Europa, nuestra nueva patria".

La ceremonia de apertura fue un acto elegante, participativo, de colores puros y aroma popular, pariente de los mejores pasacalles, a larga distancia de las grandiosas maniobras mecánicas de masas de perfume más o menos totalitario. La mejor pintura española y catalana, las imágenes de Gaudí y de Dalí, de Miró y de Goya, podían leerse al trasluz o en atrevida traducción escenográfica, en numerosos cuadros de la ceremonia.

La imaginería barcelonesa condujo a una síntesis inusualmente local, en el que se podían distinguir los mosaicos de la Sagrada Familia, los gigantes y cabezudos, y universal, de resonancias claramente mitológicas, con un gigantesco Hércules de hierro próximo a Terminator.

Entre los muchos instantes emotivos de la ceremonia inaugural destacó el desfile de los equipos de las nuevas repúblicas surgidas del hundimiento de la Unión Soviética y de Yugoslavia, el equipo de Suráfrica y el de todas las medallas y triunfos deportivos, el de Estados Unidos, que fueron los más aplaudidos.

Pero ningún momento superó a la apoteosis que produjo el equipo español, aclamado en pie por todo el estadio y acogido con sollozos de emoción por la princesa Elena y por un entusiasmo desbordado por parte de los Reyes de España y toda la tribuna de autoridades, incluido el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol. Apenas nadie tuvo ocasión de buscar responsabilidades por los escasísimos silbidos que quisieron interrumpir, infructuosamente, las palabras del Rey.

Precisamente ayer mismo, don Juan Carlos había comunicado a los jefes de Estado y de Gobierno que acudieron a Barcelona su deseo de que con los Juegos Olímpicos se dé "una nueva oportunidad a la paz y la concordia entre los hombres y las mujeres del mundo entero". Los Juegos, añadió el Rey, son el "triunfo de la tolerancia y, en base a ella, de la amistad".

"En nombre de Barcelona, Cataluña y España", el monarca dio la bienvenida a la familia olímpica y a los mandatarios de distintos países que habían acudido a Barcelona, "cuya presencia es un testimonio más de la fuerza aglutinante de los Juegos Olímpicos y de su capacidad para promover el diálogo y la solidaridad entre las naciones".

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