Un tributo latinoamericano a Leopoldo Rodés
El empresario y mecenas, cuyo funeral se celebra hoy en Barcelona, fue un puente entre América Latina, Cataluña y España
La inesperada muerte de Leopoldo Rodés deja un vacío hondo en ambos lados del Atlántico. Quisiera explicar brevemente por qué para los latinoamericanos que tuvimos el privilegio de conocerlo su fallecimiento es tan desolador.
Lo conocí en las reuniones del Foro Iberoamérica, del que fue siempre un animador principal. Principal pero siempre discreto, interviniendo sólo cuando era necesario. No competía por el protagonismo, ni político ni retórico. Uno descubría muy rápido su finura de mente, sus intereses múltiples, casi renacentistas, su cabeza global, y sobre todo sus formas de gran señor.
Leopoldo representaba para nosotros antes que nada a Cataluña. De pronto es difícil hoy, en medio de las fiebres nacionalistas, restaurar la imagen histórica que los latinoamericanos tenemos de Cataluña: no sólo la parte mediterránea de España sino su facción moderna, con un tejido empresarial y cultural entrelazado íntimamente con Europa. Veíamos en Leopoldo a una encarnación de ese gran mundo catalán.
Todo el mundo conoce, o debería conocer, la tarea esencial que Leopoldo desempeñó para que Barcelona fuera la sede de las Olimpiadas en 1992, un evento de consecuencias de tan larga duración para Cataluña como la construcción del Ensanche en el siglo XIX o la temprana revolución industrial de los textiles.
Se nos aparecía como un hombre bisagra con el que siempre podíamos contar. Lo era en muchas áreas. Una bisagra sutil entre el mundo de la empresa y el de la comunicación, lo que quiere decir casi siempre entre la empresa y la política. Pero también una bisagra entre el mundo de la empresa y el de la cultura. Era de verdad impresionante su ojo para el arte y su inmersión en tantas iniciativas culturales.
Pero Leopoldo era además una bisagra entre el mundo de la Península y el mundo americano. Podría, o debería agregarse Francia a la ecuación, dada su acreditada presencia en el mundo hexagonal a través de su participación en Havas.
La muerte de Leopoldo es la pérdida de ese enlace. Un enlace siempre problemático, complejo, con constantes malentendidos en ambos lados, pero indispensable. A fin de cuentas España sin América carece de grandeza y América sin España es un continente de huérfanos.
Pero Leopoldo tenía, sobre todo, entre todos sus dones, uno único. Tenía el don de la amistad. Sabía hacerla nacer, cultivarla, defenderla. Uno sabía instantáneamente que siempre podías contar con él, sobre todo en las malas. Como si su divisa más secreta fuera aquello que alguna vez dijo Jorge Guillén: amigos nada más, el resto es selva.
Todos los amigos, de todas partes, que nos reuniremos hoy en Barcelona para el funeral en su memoria estaremos sobre todo por ese don precioso, que hace tan dolorosa la partida, hace una semana, de Leopoldo Rodés.
Alfredo Barnechea es periodista y político peruano.
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