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El hombre que quería ser Pujol

Sus abundantes bandazos eran atribuibles en su momento al pragmatismo; ahora a no se sabe qué

Sciammarella
Sciammarella

El pujolismo ha llegado a su primera colisión fiscal, tras una gestación irredentista y una extensa trayectoria de ambivalencia populista y abusos de poder dinástico que hoy asombran incluso a los más cínicos. Los largos años del pujolismo hegemónico hicieron creer a unas generaciones que nada existió antes ni existiría después. Eso conforma memoria y también futuro, de modo que por falta de alternancias las ideas del líder acaban por acuñar incluso gestos expresivos y modos de eludir la realidad. Engañosamente, la Cataluña real iba asemejándose a la Cataluña virtual de Pujol. En un simulacro ideológico, fue mimetizando camaleónicamente una escala cromática que nunca le importó tanto como la idea de nación según Herder, espíritu del pueblo que rebasa la autonomía del individuo y representa un valor cualitativamente superior al concepto de ciudadanía.

Al morir Franco, Jordi Pujol propuso incluso el modelo socialdemócrata sueco. Josep Pla —mucho más tarradellista que pujolista— escribió entonces que en Cataluña no había suecos, algo que Pujol nunca le ha perdonado. Pujol decía que el líder forja los tiempos de un pueblo, pero su acomodación constante al entorno en fluctuación social no fue algo que quedase informulado, porque en el pujolismo no hubo otro intelectual orgánico que su fundador. Concibió Convergència como el pal de paller (el marco de referencia) de Cataluña, algo que implícitamente le aceptaron los socialistas y atrajo al voto centrista, tanto como todo un sistema mediático y cultural. Fueron los años del Pujol que influía en Madrid y era reconocible en los pasillos de Bruselas. Así tuvo mayorías absolutas, mientras su cuenta impune tictaqueaba en Andorra. Rechazó siempre las invitaciones a que CiU estuviera en el Gobierno de España. Jugó, en definitiva, al desencaje con una mano y con la otra se quejaba de la falta de encaje de Cataluña en España. A su modo, ha sido un virtuoso del particularismo.

A su modo, ha sido un virtuoso del particularismo

En sus años formativos, en sus años de cárcel y confinación por antifranquismo, Pujol lee al poeta francés Charles Péguy, muerto en la Gran Guerra. Piensa en que hay que reconstruir la patria inocente, la Cataluña desmoronada por la Guerra Civil. Una de sus influencias de juventud es la del activista Raimon Galí, defensor de una concepción heroica de la existencia, de una Cataluña épica y fundamentalista, protagonizada por las órdenes de caballería de la nación que resurge. Pujol luego se adhiere al nacionalismo personalista, más discreto, y alumbra una fórmula: “Ser en tanto que pueblo para que puedan ser los hombres de nuestro pueblo”. Fue haciéndose constatable hasta qué punto el apogeo pujolista representaba la anulación del catalanismo crítico y abierto. Solía decir que su Cataluña era de razón europea por su vínculo carolingio, mientras que el conjunto de España se contentaba con la monarquía visigoda en Toledo. Lo hacía coincidir con sus abundantes bandazos, atribuibles en su momento al pragmatismo y ahora a no se sabe qué.

Así, como proyecto de una nación futura y como reconstrucción de una Cataluña destrozada por la Guerra Civil, Pujol introdujo la semántica del fer país. Esa sería, durante la transición y postransición, la idea de un autonomismo tan victimista y ambiguo como capaz de pactos y de táctica parlamentaria en la carrera de San Jerónimo. Ahora bien, del voluntarismo de fer país fue derivando un líder que se convertía en el agrimensor con la exclusiva de marcar límites o ponderar adhesiones. Cierto: en algún momento pueden darse incompatibilidades entre fer país y la frágil constitución de una sociedad abierta. Referido al perfil de España, fue un autonomismo siempre asimétrico. Se decía a la vez parte de España y sujeto de particularismo. Accidentalmente por lo que se ve, también propugnó la España concebida por el poeta Espriu y el historiador Vicens Vives, de la que después se ha distanciado de modo abrupto. El proceso que se iniciaba y que se ratifica era el de un nacionalismo que no solo aspiraba —como toda política— al monopolio del poder, sino al monopolio de Cataluña. Esa propensión patrimonialista desemboca en el retrato financiero de la dinastía Pujol que están formateando los agentes del fisco. Algo de todo eso quedó prenunciado por el caso Banca Catalana.

La traslación de Convergència hacia el secesionismo populista coincide fatídicamente con el fraude del expresidente

Anulado el efecto óptico y sobre todo el decorado mitológico, aparece crudamente la colonización termitera del pujolismo que en este 2014 ha saltado por los aires. El viejo tótem de grandes párpados caídos como una estatua de la isla de Pascua emitía un comunicado expiatorio de redacción escolar, tal vez pergeñado febrilmente en la mesa de la cocina de casa. La traslación de Convergència hacia el secesionismo populista ha coincidido fatídicamente con la eclosión del fraude de Pujol. Su maestro Péguy decía que todo comienza en mística y acaba en política. Ahora sabemos que para Pujol existía un tercer estadio y que era Andorra.

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