Conductor de la historia
Fue un estadista y un político providencial en uno de los momentos más difíciles de la España del siglo XX
Hay dirigentes políticos que, con sus grises y sus defectos, conviven con algún periodo de la historia y se mimetizan, pero hay otros, como Adolfo Suárez, que se atreven a cabalgar sobre la historia, a domarla y a conducirla hacia donde quieren. A los pertenecen a esta categoría, que ven más allá del presente inmediato, los llamamos estadistas y suelen escribir las mejores páginas de la vida de sus países.
Suárez fue un estadista y un político providencial en uno de los momentos más difíciles de la España del siglo XX. Su hoja de méritos no tiene comparación: proveniente de las filas del franquismo, supo entender que el régimen no tenía ningún futuro y que la sociedad española quería dejar de ser una anomalía histórica y política. Junto con el Rey, sabía que el único escenario de convivencia pasaba por desmantelar con precisión las viejas estructuras y crear otras nuevas sobre una base de legitimidad democrática sin hacer ningún destrozo en el camino. Parecía imposible, pero lo consiguió. Algunas de sus acciones fueron osadas: la legalización del Partido Comunista la Semana Santa de 1977; la convocatoria de elecciones libres apenas dos años después de la muerte del dictador; el proceso de redacción de la Constitución, la creación del concepto de consenso. Todo ello, y muchas cosas más, fue obra del coraje personal de Adolfo Suárez, de su capacidad de conciliar intereses diversos y de su perspicacia para entender que, más allá de seguir un camino, lo que necesitaba era crearlo.
Lo tuvo que hacer en medio del huracán, con los poderes fácticos amenazando con golpes de estado y con bandas terroristas asesinando sin control. La situación económica no era mejor y si bien Suárez será recordado por pilotar la transición, también debemos recordar que consiguió la firma de los Pactos de la Moncloa y sentó las bases de un sistema tributario moderno.
Visto desde Catalunya, Suárez tiene luces y también algunas sombras. Los catalanes debemos reconocer la visión y el acierto de restaurar la Generalitat, admitiendo así la legitimidad histórica de la institución y del presidente Tarradellas. Si se hubiera aferrado a las "Leyes Fundamentales" y a la legislación entonces vigente, Tarradellas no habría podido regresar y el problema de Cataluña hubiese sido irresoluble. Pero al mismo tiempo, a pesar de hacer posible una Constitución que, según se leyera, podía dar respuesta a las aspiraciones de autogobierno y de reconocimiento nacional de Cataluña y de otros territorios del Estado, la posterior política del café para todos las aguó de forma considerable. Sin embargo, los grandes problemas no han provenido directamente de la Constitución del 78, sino de las lecturas cada vez más centralizadoras que se ha hecho en décadas posteriores y que ahora nos vuelven a situar en un escenario complicado.
Ya disponemos de suficiente perspectiva para elogiar, sin ambigüedades, la figura y la obra política de Adolfo Suárez. No ha habido en toda la historia democrática de los gobiernos españoles nadie con la misma capacidad de llegar a acuerdos y de impulsar reformas aceptadas por prácticamente todo el mundo. Después de Suárez y de aquellos años de ilusión colectiva que representaron la transición, España ha perdido mucho cuando ha pasado de las políticas de "consenso" a las de "confrontación". Conviene recuperar el espíritu de sagacidad y de inteligencia práctica que le caracterizó al frente del gobierno del Estado. Por eso, ahora que se ha ido, nos damos cuenta de la necesidad de personas como Adolfo Suárez que sabían valorar la importancia del diálogo, del acuerdo y de la democracia.
José. A Duran i Lleida, presidente del comité de gobierno de Unió Democrática de Catalunya.
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