Un político de raza
Sabía escuchar y en el trabajo se comportaba de manera paciente y reflexiva Tenía un trato cordial y cortés con cuantos se relacionaban con él
Conocí por primera vez a Adolfo Suárez en los meses de invierno del trascendental año 1977 en el que se iba a consumar uno de los grandes momentos de la Transición.
Desde el primer instante se produjo una corriente de simpatía mutua que no se agotaría ya nunca a pesar de que mantuviéramos a lo largo de nuestra andadura política frecuentes momentos de controversia y disparidad de opiniones pero, al final, era imposible disgustarse con él.
Adolfo era una persona eminentemente buena. Tenía un trato cordial y cortés con cuantos se relacionaban con él. Sabía escuchar y en el trabajo se comportaba de manera paciente y reflexiva. Tenía, por lo demás, una capacidad de aguante increíble lo que le facultaba para no perder los nervios nunca y trasmitir siempre sensación de tranquilidad y dominio de las situaciones más adversas. El asalto por parte de fuerzas de la Guardia Civil al Congreso de los Diputados en la tarde del 23 de febrero supuso una buena muestra de lo que Suárez era capaz de afrontar con una serenidad encomiable y un dominio total de la situación.
La tarea hercúlea de la Transición coincidió, además, con la etapa más cruel y virulenta de ETA donde una semana sí y otra también la banda criminal nos retaba con asesinatos y secuestros por doquier, sin que todo ello fuera capaz de quebrar la férrea voluntad de Suárez por culminar el reto que se había impuesto.
Adolfo amaba la política hasta límites insospechados. En mi ya dilatada vida y habiendo tenido la oportunidad de conocer variadas y muy diversas personalidades políticas, tengo que manifestar que ninguna me impresionó tanto como la del Presidente Suárez porque en aquellos años vivió y se desvivió de tal manera en su cometido político que se podría decir que no tenía otra vida más que la vida política.
Nuestro personaje era, por lo demás, muy valiente y no se amilanaba por nada. Aceptaba cualquier reto y desafío con serenidad y pasmosa tranquilidad y siempre con un cierto aire desafiante.
Era todo menos un teórico de la política. Conocía perfectamente sus carencias pero las compensaba con una intuición arrolladora y un arte de seducción implacable. En el mano a mano era irresistible pero cuando tenía que comparecer ante los españoles en la televisión sabía revestirse de un tono de gravedad y sentido del Estado que le garantizaba siempre un altísimo porcentaje de aceptación. Se encontraba, ciertamente, más incómodo en los debates parlamentarios porque conviene recordar que desde la derecha y la izquierda se le presionaba a veces con manifiesta desconsideración en clave de oportunismo político descarado. Fraga quería imponer a toda costa su teoría de la Mayoría Natural mientras Felipe González mostraba con juvenil impaciencia su deseo de ocupar el poder a cualquier precio. El pluralismo divergente, innato en la UCD, tampoco ayudaba a que Suárez se encontrara debidamente respaldado ante los embates de una interesada oposición. En aquellos meses que preludiaban su posterior retirada, Adolfo Suárez sufrió intensamente una agobiante soledad. En esos momentos llegó incluso a faltarle el debido sostén de quien le había encumbrado en otros tiempos.
Soy testigo de especial excepción que Suárez se afanó desde un principio en hacer una Constitución por consenso y que para ello estuvo dispuesto a ceder lo que hiciera falta –probablemente más allá de lo necesario- para conseguir que la Constitución fuese aprobada por la inmensa mayoría de las fuerzas políticas del país y, finalmente, por la rotunda mayoría del pueblo español. Siempre le escuché, una y mil veces, que no deberíamos repetir la historia pasada pues las Constituciones de entonces habían sido la expresión únicamente del bando que en cada momento ostentaba el poder. Le obsesionaba la idea de hacer una Constitución que durara a poder ser, al menos, un siglo. Para lograr este objetivo tuvo que aprobar una Ley para la Reforma Política que fue una de las claves de la Transición. Se jugó su prestigio al legalizar al Partido Comunista y tuvo, además, que articular en tiempo record un partido político, la UCD que resultó vencedor en las elecciones de 1977. Concluyó, además, los Pactos de la Moncloa y tomó un rosario de decisiones de indudable calada tanto a nivel nacional como internacional.
Tiempo habrá para profundizar en su legado político.
Adolfo Suárez está ya y estará siempre en la Historia de España. Hoy, desde las páginas del PAIS quiero hacer público a su familia y, muy en especial, a su hijo Adolfo el testimonio de mi leal amistad y el honor que tuve al formar parte de uno de sus gobiernos.
España pierde un gran hombre de Estado a quien personalmente guardaré siempre un inmenso cariño.
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