Emboscada mortal en Latifiya
Viajaban sin escolta, blindaje ni armas largas pese a la degradación de la seguridad en Irak Siete agentes murieron en la mayor catástrofe del servicio secreto español
"¿A quién vendiste a Alberto?”. Se lo preguntaron cientos de veces durante los cinco días que pasó encerrado en un cuartucho húmedo y sin ventanas, durmiendo sobre el suelo desnudo, con las manos atadas a la espalda y una capucha cubriéndole la cabeza, salvo cuando le interrogaban. “¿A quién vendiste a Alberto?”. Quien más insistía era un hombre alto y con barba. “A nadie, Alberto era mi amigo, si hubiera sabido lo que le iba a pasar le habría avisado”. Otro hombre, grueso y de baja estatura, se limitaba a lanzarle insultos y amenazas. “Acabarás en Guantánamo”, le gritaba. Durante cuatro años, Flayeh al Mayali, iraquí de 58 años, profesor de castellano en la Universidad de Bagdad, fue traductor de Alberto Martínez, responsable del servicio español de inteligencia en Irak.
A las 14.30 del 29 de noviembre de 2003, dos vehículos todoterreno inician el viaje de regreso desde la capital iraquí a Diwaniya, base principal de la Brigada Plus Ultra, a 180 kilómetros al sur. Al volante del Nissan Patrol blanco va Alberto. A su lado José Merino. En el asiento de atrás, José Lucas e Ignacio Zanón. Todos son agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Al igual que los ocupantes del segundo vehículo, un Chevrolet Tahoe azul: Alfonso Vega, Carlos Baró, José Carlos Rodríguez y José Manuel Sánchez. Cuatro de ellos forman los dos Elementos Nacionales de Contrainteligencia y Seguridad (ENCIS) adscritos a las bases españolas de Diwaniya y Nayaf. Los otros cuatro son los agentes designados para sustituirlos. Están realizando una visita de aclimatación y reconocimiento previa al relevo, previsto para enero. No es habitual que tantos miembros del servicio secreto viajen juntos, pero desde la central del CNI se ha autorizado el desplazamiento. Se alega que, si surge algún imprevisto, será más fácil afrontarlo que si se trasladan por separado. Como medida de precaución, se ha cambiado la fecha del viaje y se ha adelantado la hora de regreso.
En Bagdad, han visitado la CPA (Autoridad Provisional de la Coalición), el Gobierno de ocupación instaurado tras la invasión del país, en marzo de 2003, del que forma parte el general español Luis Feliú, en la zona verde de Bagdad; y también Camp Victory, sede del CJTF, cuartel general de las tropas de la coalición junto al aeropuerto. Han almorzado en el antiguo domicilio de Alberto en la capital iraquí.
El viaje transcurre sin novedad. El convoy evita la autovía, escenario de frecuentes ataques, y circula por la carretera antigua, que atraviesa numerosas poblaciones. Especialmente lenta es la travesía de Mahmudiya, con su mercado atestado de gente hoy sábado. A la salida de la localidad está la base del 505 Regimiento de la 82 División Aerotransportada del Ejército de EE UU. A través del teléfono satélite Thuraya los dos vehículos se comunican entre sí. Todo tranquilo.
A las 15.20, unos 30 kilómetros al sur de Bagdad, un coche tipo sedán blanco (probablemente un Cadillac) se acerca a gran velocidad por la retaguardia y empieza a disparar. El Chevrolet acelera y adelanta al vehículo de sus compañeros, para avisarles del ataque. El sedán le sigue y, al rebasar al Nissan, abre fuego con dos Kaláshnikov que asoman por sus ventanillas. Los disparos matan a Alberto e hieren a Lucas.
El sedán se lanza a la caza del Chevrolet. La lluvia de balas alcanza a Vega, que pierde el control del vehículo, y a Rodríguez, sentado detrás. El coche se sale de la carretera y queda varado en un barrizal.
En el Nissan, Merino sustituye a Alberto al volante, y avanza lentamente con las ruedas reventadas hasta el terraplén por el que han caído sus compañeros. Al verlo acercarse, el sedán se da la fuga.
Son las 15.30 y por unos minutos parece que todo ha terminado. Hay dos muertos y dos heridos graves. Baró, que asume el mando, llama con su Thuraya a la base de Diwaniya para pedir helicópteros de evacuación, pero no logra comunicar. Habla por fin con el oficial de enlace del CNI en Madrid, pero la comunicación se corta antes de que pueda facilitar las coordenadas. Llama de nuevo y esta vez son los disparos de fusilería procedentes de unas casas cercanas los que interrumpen la conversación. Baró, Merino y Zanón se echan a tierra y responden con sus pistolas y sus pistolas ametralladoras Steyr, que nada pueden frente a los AK-47 y los lanzagranadas RPG de sus atacantes. Baró ordena a Sánchez que vaya a buscar ayuda. Al alejarse oye cómo Merino se queja de un balazo en un brazo.
En la carretera se ha congregado una multitud que jalea a los atacantes. Están en Latifiya, en el llamado triángulo de la muerte, feudo de la insurgencia. Sánchez intenta detener un vehículo para huir, pero su arma se encasquilla, y la muchedumbre le rodea. Alguien le saca el cinturón e intenta atarle las manos. Otro le empuja para introducirlo en un maletero. En medio de la pesadilla se produce una escena aún más irreal: un hombre con aspecto de religioso se acerca a él y le besa en la mejilla. La agresividad de quienes le rodean desaparece. Sánchez toma un taxi y se dirige a la comisaría de policía. Cuando regresa con los agentes, los dos vehículos están en llamas y todos sus compañeros muertos. Un equipo de Sky News que pasa por la zona rueda imágenes espeluznantes de la turba ensañándose con los cadáveres de los españoles. Defensa ruega a las cadenas de televisión que no las emitan. El tiroteo ha durado media hora. Los agentes han ido cayendo de uno en uno, agotados sus cargadores.
La masacre de Latifiya —la mayor catástrofe de la historia del servicio secreto español— dejó en evidencia una cadena de errores y fallos en el planeamiento de la misión. Si los ocho agentes hubiesen viajado en vehículos blindados, con cristales antibala, los primeros disparos no hubieran alcanzado a cuatro de ellos. El CNI no consideró necesario dotar de blindados a sus equipos en Irak (el Ejército sí disponía de Nissan Patrol blindados para sus tres generales) y cuando corrigió esta decisión (a principios de octubre) ya no estaba a tiempo de evitar lo peor: los dos vehículos llegaron a Irak semanas después del ataque. Los todoterreno tampoco tenían inhibidores para neutralizar artefactos explosivos ni baliza que identificase su localización. Los agentes carecían de escolta (como los equipos del CNI que han operado posteriormente en Afganistán), sus equipos de comunicación eran deficientes (fallaron cuando más los necesitaban) y su armamento insuficiente para enfrentarse a unos simples Kaláshnikov. La preparación de los agentes tampoco era la adecuada: cuando, en junio de 2003, el Gobierno de José María Aznar decidió contribuir con 1.300 militares a la ocupación de Irak, el CNI tuvo que improvisar dos equipos para apoyar el despliegue de las tropas en base España (Diwaniya) y Base Al Andalus (Nayaf). La necesidad de atender de manera perentoria las demandas del Estado Mayor de la Defensa hizo que se obviaran los procedimientos habituales en la selección y preparación del personal.
Pero el error fatal, según reconocería el propio centro en el juicio crítico que se hizo tras la tragedia, fue recurrir a Alberto Martínez, el jefe de la terminal del CNI en Bagdad antes de la guerra, primando su conocimiento del terreno sobre la seguridad. En la etapa de Sadam, el servicio de inteligencia español mantenía relaciones cordiales con su homólogo iraquí. Incluso en otoño de 2002, cuando Aznar ya se había alineado con la agresiva política de la Administración de Bush, una delegación de la inteligencia iraquí visitó Madrid. Puede parecer sorprendente, pero los servicios secretos mantienen relaciones subterráneas con países considerados hostiles o con los que no hay relaciones diplomáticas. Son el último canal de comunicación que se rompe. El problema es que los espías iraquíes se pasaron en bloque a la insurgencia cuando las tropas de la coalición ocuparon Irak.
La pertenencia de Martínez y Bernal al CNI no era un secreto. Ambos estaban acreditados oficialmente ante sus homólogos iraquíes, con quienes mantenían contactos periódicos. La Mujabarat sabía donde vivían, controlaba sus movimientos y tenía identificadas sus fuentes. Tras la invasión, los españoles mantuvieron las mismas casas. Y las mismas fuentes.
El CNI no valoró la rápida degradación de las condiciones de seguridad en Irak. Y las consecuencias que ello tenía para sus agentes. La desactivación de la célula de crisis que funcionó durante la guerra agrava la falta de coordinación. Pese a que no faltaron las señales de alarma.
El 19 de agosto voló por los aires la sede de la ONU en Bagdad. Entre las víctimas del atentado estaba el capitán de navío español Manuel Martín Oar. Peor aún, el 9 de octubre era asesinado en su domicilio el número dos de la terminal del CNI en la capital iraquí, José Antonio Bernal. A las ocho de la mañana, cuando ya se había marchado el vigilante nocturno, que había pedido permiso para ausentarse una hora antes de lo habitual, y aún no se había incorporado el que guardaba la casa durante el día, tres hombres llamaron a la puerta. Bernal dejó pasar a uno de ellos, vestido de clérigo, a quien debía conocer. No se sabe lo que sucedió en el interior, pero Bernal empujó al clérigo y escapó corriendo de la vivienda, seguido por los otros dos. A unos 50 metros tropezó y cayó al suelo. Uno de sus perseguidores le disparó en la cabeza. Tras interrogar a los vigilantes, la policía iraquí atribuyó el asesinato a un grupo de delincuentes liderados por un clérigo de Sadr City, un barrio chií donde los agentes no se atrevían a entrar. En diciembre de 2003, con el señuelo de secuestrar a un banquero, la banda salió de su escondite y fue capturada. Pero las armas incautadas no coincidían con los casquillos recogidos en el lugar del crimen.
La masacre de Latifiya dejó en evidencia una cadena de errores y fallos en la misión del centro de inteligencia
La comisión de investigación del CNI descartó que la muerte de Bernal tuviera motivaciones personales —se investigó su afición por las antigüedades— y la atribuyó, como hipótesis más probable, a una venganza de exagentes del servicio secreto iraquí. En sus conclusiones, presentadas a principios de noviembre, determinó que existía una amenaza concreta y directa contra los espías españoles en Irak. Se decidió que Alberto Martínez fuese relevado lo antes posible. Es decir, en diciembre. Demasiado tarde.
El teniente coronel Pete Johson, responsable de la base estadounidense de Mahmudiya, sostuvo desde el principio que los agentes del CNI fueron un “blanco de oportunidad”. Que sus asesinos no sabían que eran espías y ni siquiera españoles, y solo los identificaron como occidentales, debido a sus vehículos. Los numerosos ataques que se han producido en la misma carretera contra empresarios, militares o periodistas avalan esta convicción.
En cambio, el CNI siempre creyó que los insurgentes conocían la identidad de sus víctimas, su itinerario y su horario, que la emboscada fue fruto de una delación. Y se dedicó a buscar al delator.
El 22 de marzo de 2004, Flayeh al Mayali acudió a la base de Diwaniya. Tras la muerte de Alberto Martínez, el traductor mantenía sus vínculos con las tropas españolas. Pertenecía a una de las más influyentes familias shiíes de la zona y actuaba como intermediario en la contratación de obras y suministros con empresas locales. Esta actividad le reportó pingües beneficios: hasta 70.000 dólares, según su propio testimonio. Pero aquella visita acabó de manera inesperada. Al Mayali fue detenido como “cooperador necesario” en el asesinato de los siete agentes.
¿En qué se basaba la acusación? En que Al Mayali conocía a Bernal y Martínez de la etapa en que ambos estaban destinados en Bagdad y sería, además, la única persona al corriente del desplazamiento de los agentes a la capital iraquí, pues el propio Alberto se lo habría contado. El traductor lo niega de plano. Asegura que la mañana del crimen había quedado con este en la base de Nayaf y que, al no encontrarlo, lo llamó varias veces por teléfono, sin conseguir conectar con él. Hasta el día siguiente, asegura, no se enteró de lo sucedido.
Varios informantes locales señalaron a Flayeh como la persona que había avisado a la insurgencia e incluso alguna cifró en 50.000 dólares la cantidad que cobró por el chivatazo. Pero todos eran testimonios anónimos y nadie quiso prestar declaración alegando el temor a represalias. El traductor asegura que se trata de maledicencias fruto de la envidia.
Mantener en el Irak ocupado a Alberto Martínez, bien conocido de los servicios secretos iraquíes, resultó fatal
Durante tres días, cuatro agentes del CNI lo interrogaron. Al Mayali asegura que recibió fuertes bofetones y golpes en la cabeza, así como empujones y amenazas. El servicio secreto sostiene que no sufrió maltrato, que fue reconocido por un médico y solo se le ataban las manos y tapaban los ojos cuando entraban en la celda los encargados de traerle comida.
Al Mayali se sometió al polígrafo, una máquina de la verdad sin validez científica que acabó de convencer a sus interrogadores de que mentía cuando negaba sus acusaciones. “No sé lo qué decía la máquina, sé que estaba muy nervioso”, recuerda.
Si alguien esperaba arrancarle una confesión, se equivocó. El traductor negó una y otra vez cualquier participación en el crimen. Solo admitió —y eso lo interpretó el CNI como un aval a su tesis— que había colaborado con la inteligencia iraquí antes de la invasión. ¿En qué consistió esa colaboración? Flayeh sostiene que, a finales de 2002, fue interrogado por agentes de Sadam, quienes le preguntaron por sus relaciones con Alberto. “Les contesté que me limitaba a traducirle del árabe artículos de la prensa diaria”, sostiene. No es extraño que el espionaje iraquí quisiera sonsacarle información sobre las actividades de un agente secreto en Bagdad.
El 25 de marzo, Al Mayali pasó bajo custodia de la policía militar. El juez Fernando Andreu, de la Audiencia Nacional, investigaba la matanza de los agentes. Un mes antes, el 13 de febrero, había archivado las diligencias por falta de autor conocido, pero con la advertencia de que podría reabrirlas “de existir nuevos datos”. Defensa ni siquiera informó al juez de la detención de Al Mayali. En vez de hacerlo, lo entregó al Ejército estadounidense. El 27 de marzo, fue trasladado a Bagdad y encerrado en la tristemente famosa prisión de Abu Ghraib. Casi un año después, el 17 de febrero de 2005, salió en libertad sin cargos. Para el CNI sigue siendo el principal sospechoso. La paradoja es que, en vez de impulsar su captura, Interior le prohibió entrar en España, y en los demás países del área Schengen, durante 10 años. Demasiado tiempo para saber, si alguien lo hizo, quién vendió a los agentes del CNI.
La última fotografía de los ocho de Irak antes de la tragedia
La última fotografía de los ocho agentes del CNI atacados en Irak —que la revista Tiempo publicó en su número de la semana pasada— los muestra en noviembre de 2003 posando ante el Chevrolet Tahoe azul que aparece en la página anterior calcinado y convertido en chatarra mientras lo golpea con una barra un iraquí.
El comandante de caballería Alberto Martínez González (izquierda) nacido en Pravia (Asturias) en 1958, ingresó en el servicio secreto en 1992. Fue jefe de la terminal del CNI en Irak de julio de 2000 a julio de 2003, con el breve paréntesis que supuso la retirada del personal de la Embajada en Bagdad durante los meses de guerra (febrero a mayo de 2003). Debía incorporarse a un nuevo destino, pero sus jefes le pidieron a los pocos días de volver a España que regresara a Irak para dirigir el equipo del CNI en la base de Nayaf.
El brigada de Infantería Alfonso Vega Calvo (tercero por la izquierda) nació en Stuttgart (Alemania) en 1962 e ingresó en el CNI en 1990. Junto a Zanón formaba parte de los equipos desplegados con las tropas españolas desde agosto y su relevo estaba previsto para enero.
El comandante de Infantería Carlos Baró Ollero (cuarto por la izquierda), nacido en Madrid en 1967, ingresó en el CNI en 1998. Dirigía el equipo de contrainteligencia de la base de Diwaniya y tomó el mando de los agentes que no resultaron muertos o heridos en el ataque del sedán en la carretera de Latifiya. Murió peleando con unos agresores más numerosos y mejor armados.
El sargento primero del Cuerpo de Telegrafistas del Ejército del Aire Luis Ignacio Zanón (derecha) nació en Quart de Poblet (Valencia) en 1967 e ingresó en el CNI en 1994.
Los otros cuatro son los miembros de los dos nuevos equipos que debían sustituir a los anteriores. Estaban realizando una visita de reconocimiento y aclimatación, como parte de su periodo de preparación, y tenían previsto regresar a España el 1 de diciembre. Se trata de José Ramón Merino Olivera (cuarto por la derecha) comandante de Infantería, nacido en Madrid en 1954 y en el CNI desde 1990; José Carlos Rodríguez Pérez (segundo por la izquierda), comandante de Infantería nacido en Zamora en 1962 y desde 1997 en el CNI; José Lucas Egea (segundo por la derecha), brigada de Caballería nacido Madrid en 1959 y desde 1990 en el CNI; y José Manuel Sánchez Riera (tercero por la derecha), suboficial y único superviviente, que fue a buscar ayuda.
Los siete primeros fueron ascendidos a título póstumo y recibieron la cruz del mérito militar con distintivo rojo, al igual que el sargento primero del Ejército del Aire José Antonio Bernal Gómez, nacido en Madrid en 1969 y asesinado en Bagdad el 9 de octubre de 2003, que lógicamente no aparece en la foto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.