El desdén y la humillación
Rajoy practica la política del desdén desde que, ya instalado en La Moncloa, renunció a sus promesas electorales
Rubalcaba pide a Rajoy que devuelva la tarjeta sanitaria a los inmigrantes irregulares y que pague las medicinas hospitalarias a los enfermos crónicos. Y el presidente le contesta que "vamos mejor" y que "nuestra política no ofrece resultados milagrosos pero hay resultados positivos". Ni una palabra sobre las dos peticiones concretas del líder de la oposición. Y, sin embargo, la ciudadanía tiene derecho a saber sobre medidas que afectan directamente a sus condiciones de vida. Es la política del desdén que ha practicado Rajoy desde que una vez instalado en la Moncloa, renunció a todas sus promesas electorales —es decir, se burló de los que le votaron— con el sórdido argumento de que "No hay alternativa". Prohibido pensar.
La política, en muy buena parte, es reconocimiento. Reconocer significa respetar y dar carta de naturaleza a las demandas de la ciudadanía, incorporar al debate político aquellas iniciativas que vienen acompañadas de amplio apoyo social. Rajoy nunca mira a la cara a los ciudadanos. Cuando estos se mueven les descalifica. Primero, minimiza la importancia de las movilizaciones; después, apela a la mayoría silenciosa (la amiga preferida de todos los políticos autoritarios); y finalmente les señala como antipolíticos, como si la política fuera coto privado de los partidos oficiales. Nunca asume los debates que la ciudadanía propone. Fue necesario que se recogieran un millón y medio de firmas y se formalizara una iniciativa legislativa popular, para que se debatiera una cuestión socialmente tan relevante como la de los hipotecas en el Parlamento, que el Gobierno zanjó, con su mayoría absoluta. Rajoy solo habla si se le obliga. Y siempre elude cualquier reflexión sobre el futuro del país, sobre adónde vamos y adónde queremos ir.
De este modo, se pasa de puntillas sobre los problemas básicos: la evolución hacia una sociedad de trabajo precario —por escaso y por mísero—, las condiciones de vida de los ciudadanos, la evidente crisis de un régimen gripado, los desajustes en la estructura del Estado cuando una parte de Catalunya quiere marcharse, el degradante espectáculo de la corrupción que para el presidente se reduce a "que hay cosas que no se pueden demostrar", el creciente malestar que se expresa a menudo con movilizaciones inesperadas como la de las Baleares sobre la política lingüística. Estamos en una encrucijada en que hay que afrontar cuestiones decisivas, que marcaran las próximas décadas. Y Rajoy y los suyos sólo repiten la consigna: hemos dejado la recesión atrás, la situación está mejorando. Como dice Joseph Stiglitz, "un país con 25% de paro sigue en recesión", si es que damos a las palabras el sentido político y moral que merecen.
Rajoy solo habla si se le obliga. Y siempre elude cualquier reflexión sobre el futuro del país
Los aduladores de Rajoy han hecho de esta política del desdén un mito. Dicen que el presidente es maestro en el uso de los tiempos y sabe que la mejor manera desactivar los problemas es minimizarlos. Primero, es falso. Muchos de los problemas actuales se arrastran desde hace tiempo, vienen precisamente de que nunca se encontró el momento oportuno para afrontarlos, y, en política, aquellas cosas que quedan pendientes se convierten en enfermedades crónicas o explotan cuando menos se espera. Es el caso de la cuestión catalana, pero también del descontrol de la economía que unos estimularon y otros fueron incapaces de frenar en la alocada carrera que empezó a fines de los 90. Los problemas pendientes están condenados a volver eternamente. Segundo, es antidemocrático. La democracia se basa en el reconocimiento al otro y en el diálogo. Negarse a hablar de los problemas va contra la cultura democrática. Cada vez que el presidente rechaza las preguntas de los periodistas, y es su costumbre, está faltando a la responsabilidad de su cargo: atender las demandas de la ciudadanía. La reducción de la cuestión catalana a un problema de legalidad es otro ejemplo. Rajoy no quiere siquiera reconocer el planteamiento soberanista. Ni tan solo estudiar una solución que arbitre un problema indivisible, que, tarde o temprano, deberá pasar por el voto. El resultado es que la cuestión catalana parece avanzar inexorablemente hacia la confrontación. Quizás el presidente piensa que ejercer de macho con Cataluña puede mejorar sus decaídas expectativas electorales.
El triunfalismo del Gobierno, cuando al país le esperan cinco años de estancamiento, de pérdida de poder adquisitivo de los salarios, de nula creación de empleo y de muchas turbulencias, es peor que el desdén. Es la humillación de la ciudadanía, a la que se da un trato de subalterna, a mayor gloria del PP. Avishai Margalit decía que una sociedad decente es aquella en la que las instituciones no humillan a los ciudadanos.
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