Sin perdón
Las exigencias de dimisión que profusamente se tiran unos políticos a otros quedan como palabras huecas
“Todos cometemos errores, y él [por Toni Cantó] ha pedido disculpas”, dijo Rosa Díez a raíz del dislate de los tuits del actor-cum-diputado que su partido había elegido como miembro de la Comisión de Igualdad del Congreso. Al no hacerle dimitir, UPyD perdió una magnífica oportunidad para reivindicarse como lo que pretende ser, un partido que no juega a las tretas habituales de los otros. Parece un poco estúpido, porque su dimisión no hubiera significado frustrar la carrera política del implicado. Dichos tuits mostraron a las claras que este diputado no estaba preparado para ocupar el cargo para el que le habían postulado, pero que bien podía reivindicarse para otros menesteres. Ocasión perdida.
Por su parte, Óscar López, secretario de Organización del PSOE, hace lo propio poco después de que saliera a la luz el caso Ponferrada. En este supuesto la cosa es aún peor, porque el esperpento de la votación en la ciudad leonesa iba en flagrante contraste con lo que hasta entonces había sido uno de los mayores activos del partido, su sensibilidad hacia todas las cuestiones de género. Contribuyó a desaprovechar, además, una oportunidad única para ofrecer la imagen de que la regeneración ética del PSOE iba en serio, y hubiera podido recomponer así, en parte, las consecuencias negativas de su rifirrafe con el PSC. Nada, otra ocasión perdida.
Como vemos, y como ya había practicado con relativo éxito el propio Monarca al desvelarse su cacería en Botsuana, asumir responsabilidades políticas en España se ha convertido en un mero acto del habla, pedir perdón. La responsabilidad no va asociada a la dimisión; eso parece que se lo dejamos a los sistemas políticos de cultura protestante. Aquí, en buen católico, lo importante es decir que se ha pecado y, como en esta religión, se presume que ya estamos exentos de la culpa. No hace falta más nada. La misericordia —de los ciudadanos, en este caso— se da por supuesta. Aunque, obsérvese, en el asunto de Óscar López quien lo absuelve es el propio partido, ya que él puso el cargo a su disposición. Curioso: se pide perdón a los ciudadanos pero quien se lo concede al final es el partido.
Lo más fascinante de esta nueva moda del perdón es, sin embargo, que encima se interpreta como un gran avance respecto a lo que venían siendo las prácticas habituales. La propia Rosa Díez dijo en su momento que eso de pedir disculpas “no es habitual hoy en día”. Y, en cierto modo, tiene razón. Véase el caso del PP con el asunto Bárcenas o el de la ministra Mato. Aquí, y en tantas otras ocasiones, se niega la mayor. No hay que asumir responsabilidades si se rechazan los actos objeto de la crítica, como si no fueran reales. El que se extienda la sospecha y, por tanto, se refuerce la desconfianza y la desafección de los ciudadanos ya es indiferente. In dubio pro partito. Con ello, y esto es lo más grave, todas las exigencias de dimisión que tan profusamente se arrojan unos a otros quedan como palabras huecas. ¿Por qué va uno a dimitir si los demás no lo hacen? Hasta ahora nadie ha conseguido romper esta cadena que convierte las sesiones de control del Congreso en un ritual vacío en el que unos siempre tienen la posibilidad de replicar al adversario recordándole sus propias vergüenzas. Y, como es lógico, al final, la estrategia del enroque partidista acaba beneficiando a los más desvergonzados.
Pero hay algo más en este asunto, que es lo que en verdad me preocupa. A saber: que los políticos no se han dado por enterados de la situación de excepcionalidad ética en la que vivimos. Los ciudadanos no son desafectos porque sí. Su desapego hacia la clase política tiene causas específicas, y entre éstas una de las principales es que no encuentran razones importantes para discriminar entre unos y otros. En todos ellos la razón partidista parece imponerse siempre por encima de lo que reclama el buen juicio. Desde luego, no todos los casos son iguales, ¡faltaría más!, pero ninguno de ellos ha conseguido disipar las dudas y la desconfianza que se arraiga en la sociedad. Los partidos se ven como maquinarias ciegas a la sensibilidad de la calle, autistas, afectados por tics defensivos que al final provocan un efecto contrario al pretendido. Es la estrategia del avestruz. Y, ahora que con lo de la elección del Papa se ha impuesto el lenguaje teológico, tengo para mí que sólo conseguirán redimirse aquellos que rompan la espiral diabólica de no asumir responsabilidades. Sólo entonces serán perdonados.
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