Las dos consultas
Sin la complicidad de la mayoría del Congreso no puede avanzar ninguna iniciativa de calado
La autodeterminación para la secesión es una de las iniciativas políticas “que suscita mayor división interna en una sociedad, por lo que aceptar sin más que sea un derecho plantea problemas morales”, escribió en 2003 Stéphane Dion, el académico y político canadiense que impulsó la famosa ley de la claridad: una norma que concreta los criterios (nivel de participación y mayoría exigibles, etc.) para la aplicación de la doctrina del Tribunal Supremo de ese país respecto a referendos de autodeterminación.
La votación de la resolución soberanista aprobada hace dos días por el Parlamento de Cataluña demuestra que ese derecho (o principio) no solo divide a la sociedad, sino a los partidos que lo defienden, incluso si lo hacen mediante la fórmula más suave de derecho a decidir. Al margen del voto decidido por cada grupo, es evidente que varios de ellos están internamente divididos sobre lo que se dilucidaba: CiU, por supuesto, con Unió más que reticente hacia el plan del que forma parte la declaración soberanista. El PSC, cinco de cuyos 20 diputados rompieron la disciplina absteniéndose. Cabe recordar sin embargo que de haber seguido la línea vigente hasta hace unas semanas (no interferir en el camino hacia la consulta) se habrían abstenido los 20. También hay división sobre el fondo en ICV, que ha anunciado un referéndum interno para decidir si en el de autodeterminación votará por o contra la independencia.
La semana pasada Artur Mas se declaraba abierto a la posibilidad de que la consulta no tuviera efectos jurídicos, es decir, que no fuera vinculante. Esa oferta pensada seguramente para atraer a los socialistas hizo aflorar la confusión entre dos conceptos de referéndum de naturaleza diferente: el consultivo, destinado a comprobar la magnitud real de las demandas independentistas, para obrar en consecuencia; y el resolutivo, destinado a decidir sobre la independencia.
La sugerencia de Mas parece apuntar a una consulta del primer tipo, pero la planteada en la resolución aprobada en el Parlament lo es del segundo: un referéndum de autodeterminación. Sin embargo, podría no ser un lapsus. Una votación no vinculante atraería el voto de personas poco o nada partidarias de la independencia tomada en serio (con todas sus consecuencias), pero favorables a votar a favor de ella para “castigar a Madrid” o, más pragmáticamente, para ejercer una presión sobre el Estado con la amenaza escisionista a fin de obtener concesiones en terrenos como el de la financiación, por ejemplo. Lo que distorsionaría el resultado incluso si solo se trata de verificar la continuidad en el tiempo de la fiebre independentista.
Esta confusión ha podido influir en la interna del PSC. Un referéndum consultivo, no vinculante, que fuera el punto de partida para negociar las condiciones del resolutivo podría haber sido visto como una forma de salvar el compromiso programático a favor del derecho a decidir sin avalar la convocatoria del otro.
Pero si se pretende, como sobre todo plantea ERC, situar ese referéndum decisorio como punto de partida, la eventual negociación con el Estado y otras instancias a que alude la declaración carece de sentido pues la decisión ya estaría tomada. Lo que agravaría el carácter unilateral de la propuesta soberanista, que es uno de sus puntos débiles. Los 85 votos a favor del referéndum alcanzados en la votación se aproximan a los dos tercios de la Cámara, lo que supone una mayoría muy amplia. No siempre, sin embargo, la mayoría parlamentaria asegura una mayoría social de la misma magnitud, como se vio en la votación sobre el nuevo Estatut: 90% de apoyo en el Parlament y una participación del 49% en el referéndum.
Pero sobre todo, ocurre que los partidos opuestos a la declaración soberanista suman una mayoría aún mayor en el Congreso de los Diputados. Y la experiencia indica que sin su apoyo o complicidad será imposible hacer avanzar cualquier iniciativa que para ser legal requiera reformas institucionales de calado. Así lo recuerda Pujol padre en el último tomo de sus memorias (Años decisivos. Destino. 2012), cuando reprocha al Tripartito que “ni preparaba el terreno [para la reforma del Estatut] ni se buscaban aliados fuera de Cataluña que garantizaran el éxito de la operación”.
Por grande que sea el acuerdo interno, una decisión que afecta a todos los españoles debería contar con su consentimiento; no necesariamente mediante un referéndum en toda España, hipótesis poco realista; pero sí que lo sometido a votación del censo catalán sea el resultado de un acuerdo entre las instituciones catalanas y las del Estado. Acuerdo que no tendría por qué versar sobre la secesión, dando esta por inevitable, sino sobre una reformulación del pacto estatutario; pero para ello sería necesario que Artur Mas volviera al punto de partida: al momento anterior al de desafiar a Rajoy con que si no se le daba lo que pedía, declararía la independencia de Cataluña.
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