El grado cero de la política
Los partidos parecen más interesados en controlar a los ciudadanos que en defenderlos
Si algo ha confirmado el año 2012 es la crisis profunda de las instituciones españolas: desde la Corona hasta el último rincón del Estado autonómico, pasando por los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Tres hechos mayores dejan constancia de ello: la impropia aventura africana del Rey —icono del desbarajuste existente en la cúpula del Estado—, el caso Bankia —símbolo de los efectos letales de la promiscuidad entre política y dinero— y la eclosión del independentismo en Cataluña —expresión del impasse del modelo de Estado. En el trasfondo de todo ello está el enorme distanciamiento de las élites respecto de la ciudadanía. El instrumento que debería soldar la sociedad, que debería vitalizar las instituciones y asegurar que la voz de la mayoría llegue a donde se toman las decisiones —la política— está profundamente averiado.
Mariano Rajoy está aferrado a su idea de que la mejor manera de resolver los problemas es dejar pasar el tiempo. Una estrategia peligrosa, porque el paso de los días puede neutralizar los problemas pero también puede pudrirlos. Y cuando esto ocurre aparecen, a veces, infecciones muy difíciles de sanar, con efectos demoledores socialmente. El horizonte obsesivo de Mariano Rajoy es el déficit público, cuadrar las cuentas del Estado. Puede que sea necesario, pero nunca será un proyecto político. El proyecto político está en los objetivos del ajuste y los procedimientos para conseguirlos. En ambos casos Rajoy se acoge al fatalismo: no hay alternativa. Esto determina una actitud política extremadamente defensiva, contraindicada con cualquier idea de liderazgo. Tanto es así que Rajoy pide en el Financial Times que los países más fuertes económicamente lideren la vuelta al crecimiento, situándose de este modo en un papel secundario que le deja sin voz ni voto: que inventen los demás. El presidente se declara incapacitado para tomar una sola iniciativa que no signifique estrictamente ajustes y recortes.
En los dos principales problemas del país, la fractura social y la fractura del Estado, Mariano Rajoy aplica el principio de dejar que el tiempo lo cure. Donde la política debería estar trabajando a fondo, Mariano Rajoy pide calma. La fractura social combinada con el deterioro institucional es explosiva. Pero Mariano Rajoy aplica escrupulosamente el lema de la respuesta alemana a la crisis, que Ulrich Beck expresa así: “Socialismo de Estado para los ricos y los bancos, neoliberalismo para las clases medias y los pobres”. Los ciudadanos ven perplejos la transferencia permanente de rentas del trabajo a los bancos, y el movimiento continuo de personas y de favores entre la política y el dinero. Y constatan cómo la política, lejos de defenderles, les deja a la intemperie y les somete a las leyes implacables del dinero. Los partidos políticos parecen más interesados en encuadrar y controlar a la ciudadanía que en representarla y defenderla de los abusos de poder del dinero. En la respuesta al proyecto soberanista catalán, Rajoy espera que Artur Mas se queme en su propio fuego. El presidente del Gobierno no ha tenido una sola iniciativa política que pudiera dar pie a un debate político: solo la apelación a la ley como límite insuperable. Es decir, la sustitución de la política por una actitud rupestre: ¿Por qué no se callan?
La reforma de las instituciones debería ser una prioridad. La única reforma digna de este nombre es la que redistribuye el poder con eficacia. La democracia es un mecanismo pensado para evitar el abuso de poder. La primera regla es impedir que se concentre en unos pocos. Reformar quiere decir, por tanto, hacer las instituciones mucho más transparentes, agilizar los mecanismos de cambio y toma de decisiones, y desmontar los corporativismos que controlan el Estado desde dentro y desde fuera. La izquierda, seducida por los fulgores del capitalismo financiero en los años anteriores a la crisis, renunció a cualquier veleidad redistributiva del poder, como demuestran los expedientes de Tony Blair o de Rodríguez Zapatero. La derecha reforma, pero por la vía de la concentración de poder y del desmantelamiento del Estado de bienestar: con la consagración legal de los privilegios de los que tienen más, la protección de la voluntad del sistema financiero —como se ha visto en la ridícula e insultante respuesta del PP a la cuestión de los desahucios— y la construcción de islas de excepción legal, como está ocurriendo con el proyecto Eurovegas, donde el Gobierno y la Comunidad de Madrid tallan una legalidad a medida de los caprichos y de los dineros del inefable Adelson. El dinero manda, a los ciudadanos se les receta comprensión y resignación. Es el grado cero de la política.
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