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Tribuna
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De la revolución al pacto

Precoz en todo, el primer recuerdo de su vida es la figura del padre tras los barrotes de la prisión

Al presentarse en diciembre de 1976, por primera vez y todavía clandestinamente en Madrid, ante varias decenas de periodistas, Santiago Carrillo recordó que había empezado a militar en el movimiento obrero cuando era un niño. No mentía. Hijo de Wenceslao Carrillo, destacado dirigente de la UGT y del PSOE, a Santiago le salieron los dientes en medio de la huelga general convocada por los socialistas en 1917. Precoz en todo, el primer recuerdo de su vida es la figura del padre tras los barrotes de la prisión.

Su opción por la revolución le viene, pues, de la cuna, como dijo a Max Gallo y Régis Debray; y la confirmó en sus años mozos, cuando alentó la bolchevización de las Juventudes Socialistas, de las que era secretario. En la preparación de las milicias, en su adhesión a Largo Caballero, Santiago nunca dudó: de él o de su círculo surgió la ocurrencia de bautizar al viejo líder sindical como el Lenin español. Y si Largo era Lenin, el PSOE sería el partido de la revolución, las Juventudes su vanguardia y octubre de 1934 su prueba de fuego.

El fracaso de la revolución le valió año y pico de cárcel. Leyó entonces algo de Marx y diseñó la "segunda etapa" de la revolución, exigiendo la bolchevización completa del PSOE, o sea, la expulsión de los reformistas, la depuración de los centristas, y la unificación de socialistas y comunistas en un solo partido, un detalle que no pasó inadvertido a los delegados de la Internacional. Amnistiado por el gobierno de Frente Popular, viajó con una delegación de jóvenes socialistas a Moscú para acelerar el proceso de fusión de las juventudes socialistas con las comunistas.

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En Moscú se produjo la iluminación que guiará su vida: ante la visión de destacamentos obreros desfilando fusil al hombro, Santiago exclamó: "¡Esto es lo que yo quiero!". Y como no era joven dado a cavilaciones, ingresó en el PCE a poco de iniciarse la guerra, en noviembre de 1936, para gran decepción de Largo Caballero y de su padre que, tras alentar el proceso de unificación, tacharon de traición su resultado final. Santiago, por su parte, no sufrió ningún desgarro: secretario general de las Juventudes Socialistas Unificadas, o sea, comunistas, será consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid y, en tal calidad, responsable de las cárceles. Precisamente, cuando se presentó en Madrid en 1976, El Alcázar salió a la calle con una gran cruz negra en primera página y los nombres de los fusilados en Paracuellos, la mayor atrocidad cometida en territorio de la República, de la que Carrillo nunca ha ofrecido un relato convincente.

La guerra civil culminó para él en la amargura de ver a su padre como miembro de la Junta de Defensa formada por el coronel Casado contra el gobierno de Negrín. De ahí, la célebre carta acusándolo de traidor a la clase obrera y recordándole que entre un comunista y un traidor no cabían relaciones de ningún tipo. "No, Wenceslao Carrillo", escribía Santiago, "entre tú y yo no puede haber relaciones porque ya no tenemos nada en común". Era mayo de 1939, y el que fuera revolucionario desde niño, bolchevique desde joven, se convertía al entrar en su primera madurez en un ferviente estalinista.

Pronto incorporado al Buró político de su partido, Santiago ascendió a responsable para el interior de la política del PCE elaborada desde Moscú, donde Pasionaria ocupó la secretaria general a la muerte de José Díaz. Años oscuros del comunismo mundial, con las purgas estalinianas, de las que fue un reflejo el proceso a Jesús Monzón, que había dirigido la invasión guerrillera por el valle de Arán, y el asesinato, nunca aclarado, de Gabriel León Trilla. "La dureza de la lucha no dejaba márgenes", ha escrito Carrillo como toda explicación de este "periodo siniestro" y de la parte que en él haya podido corresponderle.

Controlado el partido en el interior, Carrillo reforzó su papel con la visita de una delegación española al Generalísimo José Stalin en 1948. Forma parte de la leyenda comunista que en aquella ocasión la clarividencia del líder supremo trazó las líneas por las que habría de discurrir la política del PCE en los años siguientes: liquidación de la guerrilla, entrismo en los sindicatos oficiales. Con un partido férreamente en mano, Carrillo fue el dirigente ideal para guiar desde París ese trabajo de penetración por los resquicios del régimen. Y así, cuando tras la denuncia de Stalin por Kruschov en el XX Congreso del PCUS, los "jóvenes" de París se enfrentan a los "viejos" de Moscú, Carrillo logra hacerse, frente a Vicente Uribe, con la dirección efectiva del PCE en el interior.

Se movió con astucia, a la sombra de Dolores Ibarruri, primero; y luego, desplazando a Pasionaria, aislada en Moscú, a la presidencia para ocupar él mismo la secretaria general. Era 1960, y en España, cuatro años antes, una revuelta de estudiantes había provocado una crisis de gobierno que los comunistas entendieron como pórtico de una crisis de régimen, error perdurable. Carrillo se percató de los nuevos aires que movían las estancadas aguas de la política española y decidió tomar la iniciativa con una Declaración por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español: el Comité Central del PCE daba por finalizada la guerra civil y por caducada la divisoria entre vencedores y vencidos y tendía la mano a católicos y disidentes del régimen.

Giro espectacular que unirá su nombre para siempre a la política de "reconciliación nacional" que, a pesar de los sucesivos fracasos de la Jornada de Reconciliación, en mayo de 1958, y de la Huelga Nacional Pacífica, en junio de 1959, recibió el espaldarazo de Ibarruri. En adelante, Pasionaria siempre apoyará las decisiones del nuevo secretario general, como Fernando Claudín y Jorge Semprún tuvieron la oportunidad de comprobar cuando fueron expulsados del partido en abril de 1965, acusados de desviacionistas, derechistas, revisionistas y de trabajo fraccional por defender, como dirá Carrillo, un programa de una "asombrosa vulgaridad reformista".

Vulgar o no, el programa "reformista" acabó por imponerse en los años siguientes, bajo la fórmula de eurocomunismo, que sirvió al ya veterano líder para sacar las últimas consecuencias de la política de reconciliación en lo que tenía de nacional y de independencia de Moscú. A partir de la primavera de Praga, a los comunistas europeos les iba la vida en alejarse lo más posible de la gerontocracia soviética. Y fue Carrillo quien más firmes pasos dio en esa dirección, porque era él quien más tenía que perder si aparecía ante los españoles como lacayo de Moscú.

Un partido comunista nacional y una política de mano tendida a la oposición democrática fueron dos apuestas que acabaron dando fruto en la Junta Democrática, a cuyo frente se presentó en 1974. Era el organismo ideado para llevar a cabo la ruptura democrática, otro marbete de su invención, que con el tiempo acabará por cristalizar como ruptura pactada. Fue ésta su última contribución a la cultura política de los españoles: que la transición a la democracia se efectuaría por medio de pactos, una especie de pulsión en la que encontró un socio a su medida: Adolfo Suárez, no por casualidad secretario general del Movimiento.

Así fue como Santiago Carrillo se volvió con los años y las arrugas el más correoso defensor de la política de pactos con los herederos del régimen. ¿Un demócrata, entonces? No dirían eso sus camaradas de partido, los que habían caído a lo largo del camino y los que siguieron cayendo a medida que los pactos no daban los resultados apetecidos y el descontento crecía entre intelectuales y profesionales. Contra las cuerdas tras el doble tropiezo de 1977 y 1979, su objetivo final, hacer del PCE una réplica del PCI, acabó en fracaso ante el fulgurante ascenso de un joven competidor, Felipe González, que lo hundió en la miseria política en octubre de 1982. Su hora había pasado.

Pero una cosa es clara: la transición no habría sido lo que fue sin aquellas invenciones de Carrillo que se llamaron reconciliación nacional y ruptura pactada. Los tortuosos y laberínticos caminos por los que tantos españoles acabamos incorporando valores democráticos a una cultura política macerada en décadas de dictadura deben no se sabe cuánto a este político profesional que fue revolucionario desde su infancia, bolchevique en su juventud, estalinista en su madurez y gran muñidor de pactos en el umbral de su tercera edad.

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