Escapada sobre ruedas
Garfia, el preso más peligroso de España, se evadió de un furgón en marcha. En libertad condicional desde 2010, su última huida es la más difícil, la de sí mismo. Hoy es Juanjo
Agotado por el odio, harto de vivir “como un perro”, cansado de buscar rendijas por las que escabullirse, decidió planear su última fuga a conciencia. La última gran escapada de Garfia, el preso más peligroso de España, fue la de sí mismo: “Ya no soy Garfia, soy Juanjo”.
A Juan José Garfia Rodríguez (Valladolid, 1966) le costó tres asesinatos, cinco atracos, 26 años en prisión, el secuestro de un teniente coronel, una huelga de hambre, más de diez motines, y dos fugas convertir su apellido en una marca carcelaria, la mejor, la más respetada, la más temida, la más detestada y la más venerada (según se mire de un lado u otro de la ley). Tanto que todavía hoy, cuando ya ha renunciado a su patente, le siguen preguntando por ella por la calle. Media vida empleada a fondo en crear un mito entre barrotes para disolverlo después, para borrarlo para siempre, para empezar de cero por voluntad propia y no porque le trasladaran de prisión o porque nombraran a un nuevo alcaide en la suya. La gran huida de Garfia, la verdadera, empezó el día en que quiso ser Juanjo, a secas.
Se escapó de un furgón de la Guardia Civil levantando las chapas del suelo. Salió por el maletero en una rotonda
Aquellos meses en la celda de aislamiento del Dueso (Cantabria) fueron definitivos. La vieja prisión, una especie de Alcatraz a la española, había reabierto el módulo FIES (Fichero de Internos de Especial Seguimiento) solo para ellos. Y también se cerró cuando les sacaron de allí, tras la denuncia de una organización humanitaria por el trato que recibían los reclusos.
Su penúltima fuga, de un furgón de la Guardia Civil que le trasladaba junto a otros 40 reclusos a la cárcel de Burgos, le había salido muy cara. Una vez más, había liderado la escapada, levantando las chapas del suelo del furgón y saltando en marcha desde el portaequipajes en una rotonda de una zona de urbanizaciones cercana a Valladolid. “Nada más sentarme en la jaula (una de las celdas del vehículo de seguridad) me percaté de que en el suelo había una raya de luz que desapareció cuando cerraron el maletero”. Él mismo relataría la huida pormenorizadamente después, en su primer libro Adiós prisión, de la editorial Txalaparta y un poco más tarde se rodaría en cine también, con Alberto San Juan como protagonista en Horas de luz, la película sobre su vida carcelaria dirigida por Manolo Matji. Actor y director han sido, junto a un reducido puñado de amigos, cómplices en su última y personal fuga: “Me han ayudado a pagar el alquiler o algún recibo cuando no llegábamos a fin de mes”. Con aquella penúltima evasión Garfia logró estar 71 días libre, huyendo. Hasta que los geos (el Grupo Especial de Operaciones del Cuerpo Nacional de Policía) lo acorralaron de madrugada en una casa del Albaicín, en Granada, y volvió a caer.
El salto de aquel furgón, a 50 kilómetros por hora, fue el 25 de febrero de 1991 y el 7 de mayo de ese mismo año ya estaba otra vez a la sombra, y meses más tarde en aquella inhóspita celda del Dueso. En ese breve tiempo de libertad extrema, pasó unos días en Valladolid, de donde logró salir con la ayuda de amigos. Luego tomó rumbo sur y recaló en Salobreña, un pueblecito de la costa granadina, donde le pegó un tiro a un brigada de la Guardia Civil cuando este le pidió la documentación. Le dejó malherido y siguió su particular y salvaje huida hacia delante pensando en atracar un banco —atracó varios—, para lo que se buscó un socio, robaron un coche en Málaga y secuestraron, amordazaron y abandonaron en un cerro a su conductor, un teniente coronel del cuerpo de seguridad. “Siempre acababa encontrándome con ellos”, diría después. “Huir, huir, huir, en esos momentos solo piensas en eso”.
Ahora, Juanjo, lleva dos años y medio en libertad condicional, viviendo entre las rejas y las vallas que él mismo ha puesto en las ventanas y en el patio de un primer piso alquilado del barrio de Carabanchel, en Madrid. Es sábado, un viento sahariano se cuela por cada rendija de ese hogar rehabilitado, enfoscado, pintado y decorado con mucho esmero con sus propias manos y sus propios cuadros. A la mesa, junto a él, se sientan su madre, Eugenia Rodríguez, de 64 años, y conocida familiarmente como Geni. Su suegra, que llevaba más de seis años sin ver a su hija y que solo habla rumano e italiano, desde que hace tiempo vive y trabaja para los propietarios de una mansión siciliana (“non mi piace la Sicilia”). Su segunda mujer desde hace una semana, Helena, 34 años, arquitecta nacida en Rumanía. Y el hijo de los dos, de cuatro, Roberto. Normalmente, son solo los tres a comer, pero la reciente celebración del matrimonio provocó la visita de “las madres”.
Geni, viuda desde hace años, vive de mudanza, de una ciudad a otra, en función de las cárceles en las que encierran a sus hijos. Hasta que Juanjo salió, tenía a cuatro de los cinco que parió en prisión. Se ha sacado un máster en administración de visitas y permisos de prisiones a golpe de sustos. Prueba de ello, lo señala ella misma, es el marcapasos que desde hace años ayuda a que su corazón siga latiendo. Aún le quedan tres hijos entre rejas.
“Yo no he vuelto a caer, pero mi hermano Carlos no sabe vivir sin la seguridad de la bandeja, se agobia, no ha sabido estar fuera”. Los gemelos, los pequeños, están en la de Valladolid, pero la verdad es que tengo poca relación con ellos. Me han imitado toda la vida, han vivido como “los hermanos de Garfia”, a ver si me copian ahora también y salen… Dice Juanjo sin disimular cierta chulería por su fuerte determinación.
“¿Un poco de salmorejo? Lo he hecho yo”, interrumpe amablemente Helena. Se conocieron en el penal de Estremera (Madrid), donde ella pagó dos años. Me dejé liar por un hijo de puta, si no llega a ser por Juanjo me muero de depresión allí dentro. Él me cogió para el taller de pintura... “¿Qué tal el salmorejo? Le he puesto cuatro tomates, un solo diente de ajo, tres dedos de aceite, sal y pan, y luego lo he batido muy bien y le he picado encima huevo duro y jamón. Es muy fácil”, agrega comentando su receta, que poco tiene que envidiarle a la cordobesa y que completa una mesa sobre la que humea una gran fuente de carne asada y otra de patatas fritas.
“Papá, ¿no me pones carne?”, pregunta Roberto, que con cuatro años habla un correctísimo castellano y que fue encargado sobre la mesa del aula del taller de pintura de la prisión.
“En prisión yo era una bomba, solo pensaba
en fugarme, nunca renuncié a vivir,
aunque fuera, en
mi cabeza, era libre”
“Lo fabricamos con la cortesía y la complicidad de algunos funcionarios”, bromea Juanjo y asegura que, nueve meses más tarde, le oyó nacer desde un móvil en modo altavoz, también por cortesía de la casa.
Juanjo ha trabajado por la mañana. Anda haciendo enfoscados, colgándose de edificios con arnés poniendo y quitando carteles, haciendo trabajos de albañilería y toda clase de saneamientos. Se ha dado de alta como autónomo mientras consigue ahorrar lo suficiente para poner en marcha su propia empresa de reformas, Terboros.
La madre de Garfia
se traslada de ciudad
en función de las
cárceles en las que están encerrados tres hijos
No oculta su pasado, “la mayoría de la gente que me conoce sabe quién soy y quién he sido”, aunque lo da por zanjado: “Lo que hice, lo hice, y lo he pagado”, dice refiriéndose a los tres hombres (un policía municipal, un guardia civil y un paisano que pasaba por el lugar del tiroteo) a los que mató, uno tras otro, a bocajarro en 1987, cuando acababa de robar un coche para atracar un banco y le pararon por casualidad en una carretera cercana a Valladolid. “Es lo que pasa cuando llevas encima instrumentos que no tienes cabeza para tener, los usas y la cagas a lo grande”. Garfia ya había empezado a forjar su leyenda.
A los 18 había caído por primera vez, después de que le pillaran con tres kilos de explosivos robados en la mina de León en la que trabajaba. Pagó tres de los seis años a los que le condenaron y salió “envenenado”. “Las cárceles están hechas para destruir a la gente. La mayor parte de los que entraron conmigo con penas gordas no pueden contarlo”, asegura. “Ya no es como en los ochenta, que nos organizábamos, estábamos unidos, íbamos todos a una. Ahora hay gente más sumisa, bandas chungas de otros países, manadas urbanas, la cárcel es un reflejo de la sociedad, y algunos están dispuestos a tragar con lo que nadie tragaba antes y, por eso, la lucha dentro se hace aún más difícil”, analiza. “Yo ya no puedo cambiar lo que hice, pero a veces pienso en que si yo fuera alguno de los familiares de mis víctimas a lo mejor vendría a por mí”, confiesa acto seguido.
Se cansó. Un día ya no quiso ser más el rey del patio. “Es agotador, era una bomba de odio, solo pensaba en cómo fugarme, pero quería vivir, nunca renuncié a vivir, aunque fuera dentro, en mi cabeza yo era libre”. La gestión de la libertad, ese ha sido el gran caballo de batalla de Garfia y, ahora, de Juanjo. Dentro y fuera. Cuando le pareció bien ser un “delincuente de los ochenta”, lo fue: quería un coche, cogía un coche; necesitaba dinero, robaba un banco; quería huir, planeaba una fuga; si las condiciones eran malas en el talego, lideraba un motín… “No consiguieron doblegarme”, dice con orgullo.
Lo que no lograron las medidas represivas lo logró el amor, por tópico que suene. El cambio de chip de esa cabeza violenta, el giro en la mente de ese perro acorralado que mordía por si acaso, vino provocado por la relación amorosa que surgió con una funcionaria de prisiones, una enfermera hija de un guardia civil con la que estuvo 12 años y con la que se casó en prisión. “Empecé a aferrarme a todo lo que venía de fuera, aprendí a querer y a perdonar”, cuenta. Además, estudió Historia del Arte y Filología Hispánica, hizo y organizó toda clase de talleres (carpintería, pintura, teatro, manualidades, patinaje…), leyó todo lo que cayó sobre sus manos y escribió un cuento y un libro. “Me obsesionaba mantener la mente activa”, comenta en la sobremesa después de haber dado buena cuenta de la comida de Helena.
El fugitivo ha recorrido 37 prisiones. En unas tenía hasta impresora; en otras no tenía ni un colchón hasta la noche
Así comenzó su última fuga, la más larga y estudiada, la más paciente, la del perro viejo, para la que incluso creó una dinámica, un funcionamiento sistemático, un método contra la adversidad, unas reglas fijas que le permitieran seguir yendo hacia Juanjo y no volver a Garfia: “Cada vez que me trasladaban de prisión tenía que empezar de cero. Así que, nada más llegar, pedía el permiso para el taller de turno y procuraba que el director pudiera sacar ventaja de mi actitud reinsertiva, buscaba a la prensa y trataba de provocar la foto que nos venía bien a todos: a ellos les interesaba que se hablara bien de su gestión y a mí blindarme para poder estar tranquilo dentro, todos ganábamos”, explica resumiendo su estrategia mientras se lía un cigarrillo.
El despiadado y afamado delincuente de los últimos años ochenta, Garfia, el nombre que todos los reclusos gritaban desde sus celdas cada vez que ingresaba en prisión, decidió emplear su “libertad” en crear otra marca carcelaria, casi publicitaria, la del preso más malo reinsertado, la del interno ejemplar. Lo hizo con el mismo tesón que había creado la primera. Y así fue como perpetró su doble y última fuga: primero de sí mismo y después, y en consecuencia, de la cárcel. Los pasos de esa concienzuda escapada pueden seguirse por los enormes murales que pintó sobre los muros de todas las prisiones que recorrió hasta salir libre y cuyas fotos guarda en una pesada carpeta de su ordenador.
En la huida de Garfia hacia Juanjo, recorrió 37 prisiones en total. En unas tenía hasta impresora y en otras no tenía ni colchón hasta que llegaba la noche. “Después de ese entrenamiento mental y físico, creo que hay pocas cosas que me puedan hacer perder los estribos”, asegura. Sigue estando delgado y fibroso, pero lleva subrayadas en la cara las huellas de miles de días con sus noches entre rejas, las sombras que pronuncian sus ángulos faciales.
Ahora Juanjo sale de casa cada mañana con su petate camino del trabajo. Hace poco, llegando al metro le paró un policía local que andaba por la zona y le pidió la documentación. “Me pasa a menudo”, dice. La entregó sin problemas y, cuando le preguntó si tenía antecedentes, le dijo con una risa socarrona que llamara a la central. Entonces, cuenta, el policía fijó la mirada en su rostro y preguntó: “¿Eres el Garfia?”. Juanjo dejó escapar media sonrisa. Y el policía añadió: “¿Me firmas un autógrafo?”. Un trozo de papel, un nombre escrito de su puño y letra, dos marcas registradas entre rejas: Juanjo-Garfia. La fuga continúa.
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