‘Schadenfreude’
No habrá más Europa si no caminamos decididamente hacia la construcción de un ‘demos’ europeo
Ahora que toda Europa habla en alemán, apréndanse este vocablo, schadenfreude, que tiene su origen también en esa lengua. Significa “regodearse en el mal ajeno”, y no posee traducción en casi ninguno de los otros idiomas, hasta el punto de que casi todos lo han adoptado ya del original. Y si lo han hecho es porque este sentimiento, como es obvio, no es exclusivo de los alemanes. De hecho, es el que predomina en esta triste Europa de nuestros días. Como se ve por las recientes declaraciones de Monti y de Sarkozy, las desdichas de un país brindan importantes alegrías a otros, que creen exorcizar así sus propias miserias. Nosotros tampoco nos libramos. Recordemos el alivio que sentimos cuando la prima de riesgo italiana superó a la española, o cuando creíamos que las desventuras de Grecia nos apartaban del abismo. Más que fijarnos en nuestras interdependencias, en lo que los une, nos estamos dejando llevar por un impulso de diferenciación narcisista y por las emociones más que por la cabeza.
Estamos cargando a Europa de sentimientos negativos que nos separan de lo que habría de ser la reacción lógica ante una situación como esta, cooperar lo más eficazmente posible para buscar una solución conjunta. En esto, la reacción de Rajoy —¡y de Felipe González!— a las declaraciones de los líderes ya mencionados ha sido la acertada. Lo importante es el euro, y mucha prudencia con las manifestaciones públicas. Que cada cual haga sus deberes y encontremos soluciones para todos. Y, cabría añadir, que siempre se puede discrepar en lo relativo a cuáles sean las medidas correctas o cómo habremos de aplicarlas, pero lo que no nos podemos permitir es dar rienda suelta a las pasiones.
Si hay algo que da pánico en política es su subordinación a las emociones, a las más oscuras, además, como ésta de la schadenfreude o la irresponsable designación de culpables de los males de todos. Al parecer, seguimos necesitando chivos expiatorios que justifiquen nuestros infortunios, algo que surge de forma casi natural cuando nos entregamos al ensimismamiento nacionalista, tan propenso al victimismo. Es una constante de nuestra historia europea, que siempre ha cojeado del mismo pie. En otros momentos fue la fuente de casi todas las guerras habidas en el continente, y ahora amenaza con hacer naufragar un proyecto ilusionante. Quizá porque tiende a alimentar, como bien saben los líderes populistas, las reacciones más primarias y radicales. No pinta nada bien que Marine Le Pen sea, según las encuestas, la opción que atraiga a un mayor número de jóvenes franceses, o que se apele a la grandeur de La France por parte de las primeras opciones políticas como la principal referencia de las próximas elecciones presidenciales.
En cierto modo, es lógico que surjan resistencias emocionales, aunque solo sea como compensación a la frialdad de los mercados, con su insensibilidad hacia las heridas sociales que provocan, y como reacción a la impotencia frente a la unilateralidad de las soluciones aparentes. Bajo las actuales circunstancias, un sentimiento como la indignación está más que justificado. Siempre será mejor que el miedo, la pasión dominante. Lo que no parece aceptable es que estas pasiones nos nublen la facultad de elegir la acción correcta. A la frialdad de los mercados hemos de oponer una no menos fría capacidad de reacción política. Generalmente, nos acaba yendo mejor cuando los intereses bien entendidos consiguen atemperar las pasiones. Y nadie duda de cuáles sean nuestros intereses en esta difícil encrucijada. Más Europa y menos solipsismo estatalista. Justo lo contrario de lo que estamos percibiendo que predomina entre las opiniones públicas europeas, azuzadas por políticos irresponsables y por un sector de los medios de comunicación de muchos países, que creen haber encontrado un filón en esta permanente estimulación de los supuestos agravios nacionales. O en el catastrofismo de algunos líderes de opinión. Un botón de muestra: hace un par de días, W. Münchau afirmaba en Der Spiegel que España se encuentra ahora como Grecia hace dos años. Con ello ponía las bases para desatar una profecía que se autocumple.
Bajo estas condiciones, se ciega toda salida sensata a la crisis. No habrá más Europa si no caminamos decididamente hacia la construcción de un demos europeo, algo en lo que hemos retrocedido varias millas. Puede que nos deje fríos, que no consigamos sentir a Europa de la misma manera en la que nos reconforta el calorcito de nuestros vínculos nacionales. Pero nunca hasta ahora ha estado más clara la necesidad de moderar nuestras emociones bajo el imperativo de los intereses. Pasiones e intereses, ¡la vida misma!
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