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Tribuna
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¿Qué hacemos en Afganistán?

Se impone una reflexión para saber qué sentido pueda tener aún nuestra presencia en el país

El ministro de Defensa, Pedro Morenés, acaba de cumplir con la obligación de visitar al contingente militar destacado en la base de apoyo avanzado de Herat y en la base principal de Qala-i-Naw en Afganistán. Cuenta el enviado especial del diario EL PAÍS, Miguel González, que el ministro ha evitado con sumo cuidado las palabras guerra o combate, cuya omisión por parte del Gobierno de Zapatero tanto reprobaba el Partido Popular hasta ayer, cuando estaba en la oposición. Entonces los portavoces populares reclamaban que se llamara a las cosas por su nombre y que se huyera de eufemismos como los empleados por la ministra Carme Chacón para quien, como mucho, nuestros soldados se limitaban a actuar en un “escenario bélico”. Sucede que cuando se tienen responsabilidades se impone el máximo cuidado en el uso de determinadas palabras o expresiones porque las carga el diablo.

Así que el nuevo ministro en las alocuciones pronunciadas en cada una de las bases, después de ponderar la contribución de los militares al papel de España en el orden internacional y a su imagen en el mundo, que son dos abstracciones con escasa incidencia, se ha referido al servicio activo y directo que prestan a la seguridad de sus compatriotas. Es decir, que ha querido llevarles al terreno de los soldados implicados en la causa de los suyos, tan distinto del de los mercenarios, solo atentos al montante y puntualidad de la paga, única explicación de su presencia en lugares tan lejanos. Esta diferencia entre los soldados por la patria y por la paga, entre los nativos que luchan por los suyos y por lo suyo y los soldados de fortuna es básica para explicar el comportamiento y aparece ya con toda nitidez en la narración de La Anábasis, donde Jenofonte, que escribe el siglo IV antes de Cristo, da cuenta de la retirada de los diez mil.

Nuestro autor deja numerosas referencias de un deber castrense de obligado cumplimiento como es el de honrar a los muertos, y de ahí el cuidado en la recuperación y entierro de los cadáveres que ha dejado la batalla en las propias filas. En las arengas de Jenofonte hay una insistencia permanente en identificar valentía con victoria y salvación, mientras se asigna a los cobardes la perdición. Porque para arriesgar la vida en la batalla es preciso llenar la muerte de sentido. Por eso se tributan honores máximos a los muertos. Esos principios del patriotismo de proximidad, que Horacio sintetizaría después en el dulce et decorum est pro patria mori, dejan de ser activos en las aventuras expedicionarias que atraen a los mercenarios. Por eso, cuando la voluntad de los expedicionarios flaquea al arreciar las dificultades, es preciso ganárselos de nuevo con el incremento de la paga, y cuando esta se retrasa o no llega los mercenarios se dan al pillaje y a los abusos que les indisponen con la población. Recordemos las guerras de Flandes y el saco de Amberes. Por ahí llegaría Cicerón a concluir que el dinero es el nervio de la guerra.

Que tengamos el deber inexcusable de respaldar a quienes forman nuestro contingente en Afganistán y actúan allí cumpliendo las órdenes del Gobierno, en absoluto nos excusa de reconsiderar cuantas veces sea necesario el sentido de la misión que tienen encomendada. Por eso es preciso responder las preguntas de Afganistán, ¿para qué? (véase EL PAÍS del 2 de septiembre de 2008) y Afganistán, ¿hasta cuándo? (véase EL PAÍS del 11 de noviembre de 2008). Sabemos que la decisión de incrementar las fuerzas españolas allí se adoptó por el Gobierno socialista como compensación a la súbita retirada de Irak, emprendida en marzo de 2004, nada más acceder a La Moncloa el presidente José Luís Rodríguez Zapatero. En un momento dado, hubo que ofrecer a nuestro gran aliado de Washington pruebas de fiabilidad y como la guerra de Afganistán tenía las bendiciones de Naciones Unidas, allí fueron los nuestros aún en mayor número.

Pero el contingente de los Países Bajos se ha retirado sin erosionar las relaciones con Estados Unidos y aquí hemos ofrecido la base naval de Rota para esa fantasmagoría del escudo antimisiles. Así que se impone una reflexión política, económica y militar para evaluar qué sentido pueda tener todavía nuestra presencia y fijar la fecha de la retirada. Mientras, habrá que pedir el libro de reclamaciones al mando norteamericano a propósito del comportamiento inhumano de los marines que orinan sobre los talibanes muertos en combate. Una degradación repugnante, porque fotografías y vídeos ofrecen escenas en las que los soldados posan, como si luego esos testimonios fueran a hacerles acreedores al reconocimiento en sus unidades o al volver a casa.

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