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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando Fraga daba miedo

Rosa Montero
Manuel Fraga (i), y el entonces secretario general del PCE, Santiago Carrillo (d), conversan durante el acto que se celebró en el Congreso de los Diputados con motivo del 30 aniversario del intento de golpe de estado del 23-F.
Manuel Fraga (i), y el entonces secretario general del PCE, Santiago Carrillo (d), conversan durante el acto que se celebró en el Congreso de los Diputados con motivo del 30 aniversario del intento de golpe de estado del 23-F.EFE

Eran los tiempos en los que Fraga daba miedo. Hablo de los primeros años de la Transición, cuando don Manuel tenía un cuerpo de barrilete como de boxeador ajado, una cabeza pétrea semejante a un mojón de carretera secundaria y un temperamento mercurial y vesubiano, de erupción incontrolada pero inminente. Todavía cincuentón, su energía era tan legendaria como la peculiaridad de sus actitudes, y las anécdotas le perseguían como las moscas al buey. Cuando le entrevisté por primera vez, en junio de 1978, todavía se comentaban sus célebres frases (como lo de “la calle es mía”) y sus arrebatos: por ejemplo, que en un mitin en Lugo, pocos meses antes, se había lanzado en persecución de 400 reventadores al grito de “¡a por ellos!”. O que, siendo ministro, había arrancado un teléfono de la pared porque no dejaba de sonar. O lo peor para mí entonces: que, pocos días antes de nuestra cita, había echado a empellones a un periodista porque no le gustaron sus preguntas. Como es natural, todos estos datos me hicieron acudir a la entrevista bastante amedrentada.

Por eso, por el puro miedo, me preparé muy bien el comienzo de la charla, intentando encontrar algún truco que me permitiera desmontar esa bomba de relojería que el político gallego parecía llevar dentro de su amplísima frente. Y así, empecé diciendo que me habían contado dos cosas contradictorias sobre él (“todo hombre es contradictorio”, tronó Fraga cargado de razón). La primera, que tenía un gran sentido del humor, una observación que le encantó: “Lo cultivo todo lo que puedo. Creo que uno de los grandes defectos nacionales es no tener sentido del humor”. Pero también me habían dicho, añadí, que era un hombre violento que me podía echar a la segunda pregunta. Y ahí, claro, don Manuel tuvo que decir que no, que eso solo había ocurrido una vez y con un amigo suyo, que él no hacía esas cosas… A partir de ese momento me sentí más protegida: al alardear de su buen humor, Fraga se veía obligado a demostrar que lo tenía; y tras negar sus brotes de violencia, presumí que le sería más difícil ceder a la tentación de estrujarme el cuello. Y así discurrió la entrevista, que fue difícil, tirante, agresiva por su parte y por la mía, pero también graciosa, chispeante e inolvidable.

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Porque era cierto que Manuel Fraga Iribarne poseía un gran sentido del humor, una vasta cultura y una brillante inteligencia, y, al mismo tiempo, también era verdad que de repente parecía cubrirle un velo rojo, que perdía los nervios y farfullaba, que se convertía en un motor pasado de revoluciones y en una fuerza ciega e irracional. Ha sido nuestra más perfecta versión de Doctor Jeckyll y Mister Hide. Un personaje intenso.

Dos años después de aquella entrevista, en 1980, coincidimos como ponentes en un impresionante simposium que organizó la Universidad de Vanderbilt en Nashville, Tennessee (EEUU), sobre los cinco primeros años de democracia en España. El cuarto día, terminadas ya las conferencias, el evento cerró con un coctel-cena en casa del rector. En un momento ya avanzado de la noche me acerqué a la mesa de las bebidas a servirme una copa, pero los cubitos de hielo que llenaban un enorme bol se habían pegado los unos a los otros, formando un iceberg inexpugnable que ataqué inútilmente con las pinzas de hielo durante un buen rato. De pronto, Fraga Iribarne se materializó a mi lado con toda la solidez de su corpachón. "Permítame, señorita", ordenó, haciéndome a un lado. Se quitó la chaqueta, se remangó la camisa por encima del codo de su brazo derecho y, a continuación, comenzó a aporrear la gran masa congelada a puñetazo limpio hasta hacerla trizas. Luego agarró un buen montón de esquirlas de hielo con su manaza y me llenó el vaso. Y, sonriendo, dijo: "¿Ve usted, señorita? De cuando en cuando es necesario el uso de la fuerza bruta". De algún modo fue su punto final a uno de los debates que mantuvimos durante la entrevista. Nunca olvidaba nada.

Los años, la salud y el peso de la edad le fueron calmando, pero siempre mantuvo su originalidad radical y algo alienígena. De hecho, hasta su físico, al envejecer, le fue haciendo cada vez más parecido a un personaje de La Guerra de las galaxias. Hoy lamento la pérdida de este hombre irrepetible: el mundo será más convencional sin su presencia. Además, creo que hay que reconocer su esfuerzo por apaciguar en su momento a la derecha más cerril. Esto es: le agradezco que se comiera a los caníbales.

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