Elementos franquistas de la crisis
En España sigue actuando el reflejo de que los males que sufrimos nos los infligen otros
Mientras el monumento faraónico que creó la fusión del autoritarismo más reaccionario con el nacionalcatolicismo mantenga el uso que el dictador le dio, no cabe apelar a un “franquismo sobrevenido” para arremeter contra los que seguimos rastreando las muchas huellas del pasado franquista para entender lo que ocurre. Tal es su peso, que en buena parte explican, tanto la gravedad, como la especificidad, que la crisis ha adquirido en España.
Importa recordar que la fracción reformista del franquismo, capitaneada por la Corona, llevó a cabo la transición “de la legalidad a la legalidad”. A la “ley para la reforma política”, la última Ley Fundamental del franquismo y, si se quiere, la primera del nuevo régimen, debemos entre otras instituciones “la Monarquía parlamentaria” y dos cámaras, el Congreso y el Senado, elegidas por sufragio universal.
Cierto que a estas alturas no tiene sentido inventarse una historia de lo que hubiera podido ser —siempre existen alternativas— pero que habría tenido también sus costos y riesgos. Al fin y al cabo, las primeras elecciones del 15 de junio de 1977 abrieron un proceso constitucional de consenso, aunque tutelado por un Ejército que aconsejaba no salirse del marco de la última Ley Fundamental.
Preconstitucional franquista fue también la primera ley electoral, basada en listas cerradas y bloqueadas, que en marzo de 1977 el presidente Suárez se sacó de la manga, y que con pequeñas modificaciones sigue vigente. Favorece descaradamente a los dos primeros partidos nacionales y a los que concentren su voto en una provincia. El objetivo del Gobierno era asegurarse la mayoría absoluta, contando con que el segundo partido fuese el comunista, lo que en las condiciones de la guerra fría lo condenaba a ser oposición para siempre.
En la última campaña los partidos beneficiados han ignorado el tema por completo, pese a que con la crisis ha aumentado exponencialmente el rechazo de la ley electoral. A este respecto no cabe la menor duda sobre el origen franquista de la baja calidad de nuestra democracia, tanto por influencia directa de la ley, como por la escasa participación en la vida política y social que los 40 años dejaron como lastre.
Claramente franquistas son algunos aspectos específicos de la crisis, como la burbuja inmobiliaria y el fraude fiscal. En la penuria de la España de la posguerra —que se prolongó hasta mediados de los cincuenta, fecha en que la renta nacional alcanzó el nivel de 1936, 20 años dolorosamente perdidos— no hubo más remedio que congelar los alquileres para mantener una mínima estabilidad social. Al desaparecer la oferta de vivienda de alquiler, la única posibilidad de conseguir un piso era comprándolo. El negocio resultó suculento para los dueños del suelo que lo vendían cada vez más caro, para los constructores que al poco tiempo recuperaban la inversión con sólidas ganancias, para los bancos que las hipotecas les aseguraban intereses altos a largo plazo, en fin, para los Ayuntamientos que con actuaciones legales conseguían grandes entradas, a la vez que quedaba un amplio margen para la corrupción instalada desde siempre.
En 1965 participé en un estudio de la Universidad de Colonia sobre “la moralidad fiscal” en algunos países europeos. Se quería “medir” la disposición que tuviere la población a pagar los impuestos desde el convencimiento personal de que se hacía por el bien de todos. Se eligió a España como país de contraste y el embajador de la República Federal de Alemania consiguió del ministro Fraga la autorización para hacer encuestas en nuestro país. Los resultados fueron escalofriantes: la recaudación fiscal provenía en su mayor parte de los impuestos directos, sin que apenas contribuyesen las rentas de la tierra ni las de capital. Los españoles no mostraron la menor disposición a pagar impuestos, en la intención la carga tributaria se trasladaba siempre a los otros. Parecía que España viviera todavía en el “antiguo régimen”, en que la mayor parte no pagaba impuestos en razón de sus privilegios o de su pobreza.
Después de que el golpe militar fallido hubiera derrocado el último reducto de poder franquista, cabía esperar que el arrollador triunfo socialista de 1982 depurase la mayor parte de los residuos franquistas —en esto consistía el cambio que se prometía— robusteciendo la democracia, al menos con una nueva ley electoral que permitiese una mayor participación social y política, a la vez que propiciando en lo económico una política socialdemócrata encaminada a construir el Estado de bienestar, evitando a todo trance un choque frontal con el sindicato de la misma familia.
Para entender que nada de esto ocurrió, o solo de manera insuficiente, es menester subrayar que al llegar al poder los socialistas se encontraron en un mundo en que el experimento de Mitterrand estaba hecho añicos y los socialdemócratas alemanes habían pasado a la oposición. En un escenario en el que dominaba el neoliberalismo de Reagan y Thatcher, el canciller conservador, Helmut Kohl, se convirtió en el tutor de Felipe González, dirigiendo sus pasos hacia la Comunidad Europea. Un objetivo que implicaba, no solo comportarse como exige el neoliberalismo —hasta hoy, y a pesar de la crisis, sigue marcando a la Unión—, sino en primer lugar librarse de la losa que supuso haber ganado las elecciones, prometiendo la salida de la OTAN, cuando igual se hubieran ganado sin decir nada.
A menudo, los políticos, al tratar de escapar de un error garrafal, caen en una trama más intrincada y peligrosa. Para cambiar la salida por la permanencia en la OTAN se recurrió al referéndum que Franco y sus sucesores habían aplicado sistemáticamente para legitimar sus decisiones. Si a esto se suman las medidas impopulares que exigía la adhesión a Europa, se comprende que pareciese prudente, y desde luego lo más fácil, mantener el proceso dentro de los cauces heredados, abandonando cualquier iniciativa que fortaleciese las instituciones democráticas. En la crisis lo estamos pagando con creces. El que en educación tampoco se llevase a cabo la ruptura necesaria se revela hoy el mayor lastre que ensombrece nuestro futuro.
La pertenencia a Europa nos ha traído el IVA —pero seguro que alguna vez le han preguntado, la factura ¿con IVA o sin IVA?— y tenemos el impuesto sobre la renta y el de sociedades, aunque con el resultado que las mayores fortunas logran ser las que menos pagan. En fraude fiscal estamos más cerca de Grecia que de Alemania y creo que no es un desatino atribuirlo a nuestro pasado franquista.
A este respecto en las últimas semanas he comprobado un franquismo redivivo. De pronto la antes admirada Alemania, al no estar dispuesta a sacarnos las castañas del fuego, se ha convertido en el espíritu del mal. Los alemanes están convencidos de que las medidas necesarias son tan drásticas, que cualquier Gobierno soltaría amarras, si la solidaridad de los otros permitiese un respiro. Primero cumplir con las obligaciones y luego vendrá la acción solidaria.
En España sigue actuando el viejo reflejo franquista de que los males que sufrimos nos los infligen los otros, y si esta vez no ha sido la conspiración masónico-comunista, es la señora Merkel la que nos hunde con su terco egoísmo. En los círculos en los que he percibido la mayor indignación contra la canciller alemana no he oído, sin embargo, una sola voz que se alzase furiosa contra el fraude y el sistema fiscal que, justamente, nos reprochan los alemanes.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.
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