De niña refugiada a defensora de los derechos de las mujeres en Laos: “Dar a luz no debería ser una sentencia de muerte”
Sally Sakulku abandonó su país cuando tenía 13 años y, tras finalizar sus estudios de enfermería en Reino Unido, decidió regresar para construir una escuela. Un proyecto que nunca llevó a cabo, pero que le marcó el camino de vuelta a su tierra, donde trabaja para la ONU con el propósito de acabar con la mortalidad materna
Sally Sakulku nació en 1965 en un Laos muy convulso. Ella no menciona ni de pasada la guerra civil de entonces, ni los conflictos bélicos internacionales en los que se vio envuelto el país del que perdió la nacionalidad el día que sus padres decidieron abandonarlo junto con sus siete hijos cuando ella tenía 13 años. “No estoy muy segura”, responde sobre los motivos de la familia para dejar todo atrás. “Creo que la razón principal es, después de haber visto tantos cambios, que mi padre sentía que no prosperaríamos si nos quedábamos. Lo que más les preocupaba era la educación de sus hijos”, explica despacio y en voz baja en el tren que une la capital laosiana con la región norteña de Oudomxay. Ambos momentos de huida y regreso a Vientane están separados por 45 años en los que Sakulku ha pasado de ser refugiada, primero en Tailandia y después en Reino Unido, a una trabajadora de la ONU que acompaña a un grupo de periodistas para explicar sus esfuerzos por mejorar la salud sexual de las mujeres en la que considera su tierra. Aunque su documentación diga que es ciudadana británica.
En un susurro, relata que vivió la salida de Laos como “una gran aventura”. Su primer destino fue un campo de refugiados de Tailandia que, según su recuerdo, era agradable. “No teníamos una mala vida porque el refugio fue construido por Acnur. Entonces no lo sabía. Y teníamos una bonita habitación para nuestra familia. Nos daban raciones de comida, había colegios y escuelas de formación profesional para la gente que quería aprender. Así que tomé clases de cocina, estudié corte y confección, y empecé a aprender inglés. Estaba siempre ocupada”, rememora. “Nada traumático, podría haber sido peor; hay historias de familias que perdieron la vida en el río y de chicas que fueron violadas. Ya sabes, la policía tailandesa no siempre era amable. Pero nosotros estábamos juntos y nos permitían salir a la ciudad de vez en cuando con un pase para ver películas”, sigue hurgando en su memoria.
Los hombres se creen los reyes de la familia, ellas son las primeras ministras: dirigen el hogar y toman las decisiones importantes
Lo que sus mayores le dijeron que eran unas “vacaciones” se convirtió en un año en Tailandia para viajar después a Reino Unido, donde una tía les facilitó instalarse. “A esa edad, no piensas que irte a otro país es un gran problema. Pero supongo que para mis padres debió serlo. Nunca hablaron de ello, sobre cómo se sentían realmente dejando todo lo que poseíamos en Laos. Fue un sacrificio que hicieron por nosotros”, continúa, mientras al otro lado de la ventanilla del tren, se ve una tierra que es considerada la más bombardeada de la historia.
Estudió enfermería. “Siempre quise trabajar en la sanidad”. Después trabajó. “Quería tener independencia económica”. Se marchó a Suiza un año y medio. “Para practicar mi francés”. Regresó a Londres, donde se licenció en Ciencias de la Vida. “Para aplicar la biología a la enfermería”. Y fue entonces, en 1998, cuando decidió que quería volver a Laos. “Deseaba ponerme en marcha otra vez”. A su padre no le gustó la idea. “Sintió que, si volvía, iba a trabajar bajo el régimen con el que no estaba contento. Pero yo tenía un objetivo, no motivaciones políticas. No planeaba trabajar con las autoridades, sino con la gente”.
¿Cuál era su propósito? “Mi hermana y yo tuvimos la idea de fundar una escuela”, recuerda. En una visita breve en 1992, ambas comprobaron que “había mucho por hacer en términos de desarrollo”. Y reflexionaron que la mejor forma de contribuir era proporcionar educación de calidad. “Mi hermana es cinco años más joven que yo y está formada como ingeniera civil. Así que, cuando volvimos en el 98, empezamos a investigar lo que íbamos a necesitar para nuestro proyecto”. Era demasiado. “Comprar un terreno, construir el edificio, formar a profesores…”, enumera. Así que decidieron buscar empleo para después retomar su iniciativa. Nunca lo hicieron. Sakulku comenzó a trabajar en una ONG francesa. “Y eso fue todo, nunca miramos atrás”. Por delante, esta mujer menuda, de pelo cano y sonrisa fácil, tenía una carrera en la que acabaría trabajando por el desarrollo, pero no cómo había planificado.
Durante 17 años, trabajó en distintas ONG, siempre en el área de salud. Creía que desde estas organizaciones transformaba de verdad la vida de la gente. “Me resistía a entrar en la ONU, me parecía que no hacían tanto por la gente porque siempre les veía de reuniones, no en terreno, que era lo que a mí me gustaba. Estar con las mujeres, los sanitarios…”. Hasta que se dio cuenta de que, con los proyectos de las entidades, se conseguían logros en las comunidades, pero no en el país. “Participé en un programa de nutrición. Lo que hicimos fue muy bueno y pensamos que podíamos ampliarlo a otros lugares. Nos reunimos con el Programa Mundial de Alimentos para colaborar con ellos, pero mi opinión era que no debíamos hacerlo como ellos. No deberíamos simplemente alimentar a la gente, sino ayudarles a cultivar su comida y enseñarles cómo sacarle partido”, reflexiona. Su rumbo estaba a punto de cambiar. “Supuse que quizá no estaría mal intentar impulsar este enfoque desde la ONU”.
He aprendido a desenvolverme y ganarme la confianza suficiente para que no me vean como una amenaza, sino como alguien que puede apoyarles y ayudarles a construir un buen sistema
Se unió al organismo que hasta entonces había rechazado, concretamente, al Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, por sus siglas en inglés), la agencia que trabaja para garantizar los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Sobre la situación de la población femenina laosiana considera que no es tan mala como en otros países. “Por supuesto, hay zonas en las que no tienen educación y los hombres se aprovechan”, matiza. “Pero, si los hombres se creen los reyes de la familia, ellas son las primeras ministras. Dirigen el hogar, son las que toman las decisiones importantes”, detalla. “También las hay que alcanzan puestos altos y pueden mantenerse”.
Los datos confirman que Laos, un estado de 7,4 millones de habitantes, avanza hacia la eliminación de lacras como la mortalidad materna, que descendió un 78% entre 1990 y 2015. “Pero la cifra sigue siendo elevada: 185 muertes maternas por cada 100.000 nacidos vivos”, advierte la ONU. La mayoría de ellas por complicaciones durante y después del embarazo y el parto. El sueño de Sakulku, hoy coordinadora del programa de salud sexual y reproductiva del UNFPA en el país, es reducir drásticamente estos fallecimientos. “Dar a luz no debería ser una sentencia de muerte para las mujeres”. En ello se afana. Ahora sí, con recursos para formar a matronas, abrir unidades especializadas en sexualidad adolescente por toda la nación, garantizando anticonceptivos a las que desean tener menos hijos.
El tren se acerca a Vientane. Vuelta a casa. Con su marido laosiano, sus amigos laosianos. Sakulku apura los minutos para remontarse a los días de 1998. “Cuando volví por primera vez, la gente sospechaba mucho. Me llamaron del Ministerio de Asuntos Exteriores y me interrogaron durante horas. Querían saber mi razón para volver a trabajar en Laos. Creo que se sentían un poco amenazados por la gente que se había marchado y regresaba”. Ahora, se fían de ella, asegura. Aunque sea todavía una extranjera y no conste en el libro de familia de su esposo desde hace 22 años. “He aprendido a desenvolverme y ganarme la confianza suficiente para que no me vean como una amenaza, sino como alguien que puede apoyarles y ayudarles a construir un buen sistema”.
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