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Cooperación y desarrollo
Tribuna
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Vida, muerte y resurrección de las ONG

La sociedad civil internacional ha visto su poder debilitado por la transformación de nuestras sociedades, el acoso externo y los errores propios. Su papel, sin embargo, es más necesario que nunca

ONG
Gonzalo Fanjul

Entre 1998 y 2007 fui uno de los responsables de la campaña Comercio con Justicia, el esfuerzo de la red de ONG Oxfam para corregir los peores excesos del sistema mundial de comercio. Presentes en cumbres multilaterales, activos en las principales capitales negociadoras y respaldados por una poderosa maquinaria de incidencia política y social, sé que fuimos capaces de marcar la diferencia. Como demostraron diversas evaluaciones, nuestro equipo tuvo una influencia tangible en asuntos como el acceso de millones a antirretrovirales contra el VIH, la protección de los pequeños productores de algodón en África occidental o la democratización de la Organización Mundial del Comercio.

Aquella campaña formó parte de los años dorados de las grandes ONG, cuando organizaciones como Médicos Sin Fronteras, Greenpeace, Amnistía Internacional y Oxfam éramos capaces de poner a gobiernos y compañías contra las cuerdas. La presencia en los países afectados, la independencia económica y la creatividad política permitieron construir propuestas que los medios escuchaban con atención y alimentar movimientos sociales transformadores. Junto con otras organizaciones más pequeñas, especializadas o militantes, formábamos parte de un ecosistema de intermediarios con muchas imperfecciones, pero reconocible y respetado, que estructuraba en parte la organización política de nuestras sociedades.

Hoy ese tiempo parece una alucinación. En poco menos de dos décadas, las grandes organizaciones internacionales han visto transformado y jibarizado su papel en el debate público global. Esta transformación responde, por un lado, a la misma crisis de intermediación que han sufrido los medios convencionales, los partidos políticos o los sindicatos. Para una parte importante de la ciudadanía, la solidaridad o la militancia pueden ser ejercidas de forma directa, más eficaz y mejor adaptada a las preferencias propias. La transformación que elige el camino individual frente al colectivo. A este proceso ha contribuido de forma definitiva la tecnología, pero también la crisis de credibilidad de las ONG, no siempre a causa de sus propios errores.

Porque el debilitamiento de la sociedad civil también ha sido consecuencia de una contundente ofensiva de acoso y derribo por parte de determinados intereses políticos, económicos y mediáticos. Los escándalos inaceptables, pero puntuales de abuso laboral y sexual en algunas ONG como Oxfam, Amnistía Internacional y Save the Children desencadenaron en países como el Reino Unido reacciones verdaderamente salvajes contra el conjunto de las actividades y el mandato mismo de estas organizaciones. Levantada la veda en este y otros países, tabloides, plutócratas y populistas desplegaron campañas de acoso legal y financiero que han llevado a las organizaciones a pensárselo varias veces antes de promover denuncias y plantear preguntas legítimas para el interés público. En el Sur Global fue aún peor con la proliferación de legislaciones contra las ONG que derivaron en cierres y expulsiones, la criminalización del activismo o el simple acoso violento.

Esta ofensiva forma parte de un proceso de regresión política global que cuestiona el sistema de reglas y los valores sobre los que han operado los representantes de la sociedad civil durante décadas. Los abusos y los dobles raseros siempre han existido, pero en los últimos años hemos visto un deterioro alarmante del valor social de la verdad, los derechos establecidos y la responsabilidad frente al otro.

Los abusos y los dobles raseros siempre han existido, pero en los últimos años hemos visto un deterioro alarmante del valor social de la verdad, los derechos establecidos y la responsabilidad frente al otro

En pocos sectores esta crisis ha sido más dramática y trascendente que en el de la acción humanitaria. Mientras las necesidades derivadas de conflictos, desastres extremos o epidemias no han hecho más que crecer en los últimos años, las organizaciones mejor preparadas para hacerles frente han ido perdiendo capacidad de actuación e influencia. En un período de solo cinco años (2019-2024), la brecha financiera entre las necesidades declaradas por el sector y las cubiertas por los donantes pasó de 9.200 a 29.500 millones de dólares. En el pasado reciente, y en medio de la peor crisis humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial, se han ido sucediendo los anuncios de recortes de personal y actividades en organizaciones tan imprescindibles como Save the Children, el Comité Internacional de Rescate o el Comité Internacional de la Cruz Roja. Las resoluciones de los tribunales internacionales y los llamamientos conjuntos de las ONG para poner fin a la impunidad de los crímenes de guerra cometidos por Estados supuestamente democráticos como Israel son ignorados o respondidos con desprecio por parte de gobiernos que hasta hace solo unos años hubiesen tenido que hacer piruetas retóricas para justificar su complicidad.

La hecatombe provocada por la cancelación de la ayuda estadounidense y los recortes de otros donantes pueden ser el último clavo en el ataúd de un modelo de sociedad civil que, sencillamente, no tiene todavía un reemplazo reconocible.

Sería peligroso, sin embargo, ignorar la responsabilidad de la sociedad civil internacional en su propia evaporación. A la atomización identitaria de las causas se ha unido el impacto de un proceso decolonial que cuestiona, con razón, un poder mal repartido. La credibilidad de los principales movimientos se ha visto gravemente mermada por la incapacidad para reconsiderar un modelo concebido hace sesenta años en el Norte Global y adaptado a una particular visión de las relaciones internacionales y la organización política y social de las naciones. El traslado de las sedes a países del Sur y la contratación de perfiles racializados en cargos directivos difícilmente podían resolver lo que constituye el principal desafío: quién está al mando en una conversación global que ha cambiado profundamente. Una cosa es el discurso decolonial y otra muy diferente quién controla los recursos, quién define las propuestas y quién las defiende. Lo que es aún peor, la retirada a medias de muchas organizaciones del Norte Global ha dejado un hueco en el debate público que nadie parece estar ocupando. Precisamente porque la raíz de nuestros principales desafíos comunes es transnacional, este vacío es más peligroso que nunca.

La hecatombe provocada por la cancelación de la ayuda estadounidense y los recortes de otros donantes pueden ser el último clavo en el ataúd de un modelo de sociedad civil que, sencillamente, no tiene todavía un reemplazo reconocible

El panorama es muy poco alentador, pero no hay espacio para el conformismo. Una sociedad civil vibrante e independiente es hoy tanto o más importante de lo que ha sido nunca. Cuando nos acercamos al final del primer cuarto de este siglo, todo lo que dábamos por sentado parece estar yéndose al traste. La transformación de las estructuras globales de poder, la influencia de una tecnología puesta al servicio de la desinformación, la descapitalización del sistema internacional de reglas, la impudicia de ciertos líderes y la involución temerosa de sus votantes nos colocan ante una encrucijada histórica. Este tiempo precisa a organizaciones e individuos que actúen de testigos, exijan la rendición de cuentas, completen las acciones de los Estados donde estos no llegan y promuevan las nuevas ideas que resolverán los desafíos futuros. Todo eso hace una sociedad civil fuerte.

La buena noticia es que la transformación de este sector está dando lugar a una miríada de nuevos actores que persiguen esos viejos objetivos con nuevas herramientas, estrategias y coaliciones. Algunas organizaciones utilizan las técnicas más sofisticadas del sector publicitario para entender mejor a las audiencias y construir narrativas eficaces contra el odio. Otras trabajan con el sector privado y gobiernos locales para testar y llevar a escala experiencias exitosas en territorios del interés público tan complejos como la vivienda, las migraciones o la salud mental. En el campo del activismo informativo se está viviendo una revolución basada en la suma de esfuerzos y la localización de las investigaciones, en la que intervienen nuevas plataformas no gubernamentales de generación de evidencia. Y el esfuerzo por renovar los protagonismos está permitiendo que las mujeres, los migrantes o quienes viven con capacidades diversas intervengan en sus debates con voz propia y no por vía interpuesta.

Todos estos son cambios relevantes, a la altura del desafío al que hacemos frente. Hay esperanza.

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