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La violencia étnica regresa a la región sudanesa de Darfur: “Disparaban al azar contra los negros en las calles”

Más de 420.000 personas han huido de Sudán a Chad por los violentos ataques de las milicias árabes y los paramilitares. En la relativa seguridad de Camp École, un gigantesco campo de refugiados cercano a la ciudad fronteriza de Adré, cuentan historias espeluznantes sobre violaciones y ejecuciones

Sara Isaac Adam, de 38 años, refugiada en Chad. "El viaje fue arduo, pasamos por más de 10 puestos de control antes de llegar a la frontera. Los yanyawid no dejaban de apuntarnos con sus armas, preguntándonos si éramos de la etnia masalit o no", cuenta.
Sara Isaac Adam, de 38 años, refugiada en Chad. "El viaje fue arduo, pasamos por más de 10 puestos de control antes de llegar a la frontera. Los yanyawid no dejaban de apuntarnos con sus armas, preguntándonos si éramos de la etnia masalit o no", cuenta.Joost Bastmeijer

En Camp École, un campo de refugiados en Chad, cercano a la frontera con Darfur, las últimas noticias causan revuelo en las tiendas de campaña provisionales. “¿Os habéis enterado? Han asesinado a otra mujer”. No resulta difícil encontrar a la hermana de la víctima, a pesar de que ya hay más de 130.000 refugiados en el campamento. Los residentes indican el camino que lleva hasta Ulna Tadamun, una señora mayor que está sentada en el trocito de sombra que le proporciona su pequeña morada, rodeada de sus seis hijos. Lágrimas blancas surcan su rostro bañado por el sol, a través de la sal y el polvo.

“Han matado a mi hermana”, se lamenta Tadamun, con la mirada fija en el horizonte. Según el relato que le llega, los militantes irrumpieron en su casa y le exigieron dinero. Su negativa fue respondida con un disparo mortal. Al marido le habían asesinado en junio; sus ocho hijos son ahora huérfanos. A la desconsolada Tadamun le espera una misión con la que se arriesga a perder la vida: “Tenemos que volver a Darfur a buscarlos”. Levanta la vista cuando se presenta un pequeño cortejo fúnebre, cinco mujeres llorosas que se detienen frente a su tienda. Tadamun deja escapar un grito, camina hasta ellas y se echa a sus brazos. Las mujeres se arrodillan y gimen, con las cabezas apoyadas unas en otras.

En este campamento construido a toda prisa cerca de la aldea de Adré, en el extremo oriental de Chad, todo el mundo tiene una historia como la de Tadamun, cada una más horripilante que la anterior. A pocos kilómetros, en la región sudanesa de Darfur, los asesinatos, las violaciones en grupo y las ejecuciones masivas son una realidad cotidiana. Una que se parece mucho a lo que ocurrió allí hace 20 años, en 2003.

Aquel año, el entonces presidente de Sudán, el dictador Omar al-Bashir, emprendió una limpieza étnica contra los africanos negros que se habían rebelado contra el Gobierno árabe dominado por los sudaneses. Para poner fin a la rebelión, desplegaron a los yanyawid (que significa “demonio a caballo”), nombre de las milicias árabes, que actuaron como una despiadada máquina de violencia: 300.000 personas fueron asesinadas y 2,7 millones quedaron desplazadas. Tras la masacre, en 2013, Bashir incorporó a los yanyawid como una unidad especial perteneciente al Ejército sudanés. Habían abandonado su nombre de guerra unos años antes, puesto que a él se asociaba mucha sangre derramada. Pasaron a llamarse Fuerzas Paramilitares de Apoyo Rápido (RSF, por sus siglas en inglés) y se les asignaron nuevas misiones, desde obligar a retroceder a los inmigrantes en la frontera hasta vigilar las minas de oro.

Las RSF se hicieron cada vez más poderosas y, en 2019, junto con el Ejército oficial, apoyaron un levantamiento popular contra el dictador. Bashir fue depuesto tras 30 años de dictadura. Pero no se produjo la transición a un Gobierno civil democrático. Esta primavera, una discusión por el reparto de poder desembocó en una guerra entre los dos Ejércitos, que sigue desgarrando el país hasta el día de hoy.

Tiros al otro lado de la frontera

La guerra nunca está lejos en el Camp École chadiano. Desde el interior del campamento se divisan a lo lejos las colinas de Darfur Occidental, controlado en su mayoría por las RSF; a veces, los refugiados pueden oír los tiroteos al otro lado de la frontera. El paso fronterizo se encuentra a pocos kilómetros de distancia. Los todoterrenos de los paramilitares de las RSF y sus milicias afiliadas asoman amenazadores en la distancia. El Geneina, una ciudad de gran tamaño de la que proceden la mayoría de los refugiados, está oculta tras una colina; la carretera que lleva de la ciudad a la frontera solo tiene 25 kilómetros de largo.

El Geneina es un símbolo importante de la presencia africana negra en Darfur
Mohamed Mahmoud, refugiado

Mohamed Mahmoud, un hombre de tez oscura con un pequeño bigote y gafas de sol, es uno de los refugiados procedentes de El Geneina. Huyó de la ciudad el pasado mes de julio con su familia de ocho miembros, poco después de que llegaran las RSF y las milicias árabes. Según Mahmoud, han vuelto “para terminar el trabajo de 2003″, que es, dice, establecer “un Estado árabe” en Darfur. Grupos étnicos como los masalit, al que pertenece Mahmoud, no tendrían cabida. Según él, la toma de El Geneina es trascendental para las fuerzas árabes: “La ciudad es un símbolo importante de la presencia africana negra en Darfur”.

La batalla de El Geneina comenzó a finales de mayo con el cerco de la ciudad. Se desencadenaron intensos combates entre las milicias árabes y los soldados de las RSF paramilitares por un lado, y las milicias defensoras y los civiles por el otro. Cuando estos últimos se quedaron sin munición, las milicias atacantes entraron en la ciudad, matando a diestro y siniestro y saqueando todo a su paso, de acuerdo con el relato de algunos supervivientes ahora refugiados en Chad. “Los ataques eran indiscriminados, disparaban al azar contra los negros en las calles”, recuerda Mahmoud. Tras el asesinato de un gobernador local por criticar a la RSF, los ciudadanos tuvieron claro que la región se había vuelto demasiado peligrosa para permanecer en ella.

Pero los masalit que intentaron huir de la ciudad se encontraron con emboscadas. Una procesión de hombres, mujeres y niños que intentaba llegar a una base del Ejército sudanés en la parte oriental de la ciudad fue tiroteada cuando trataba de huir. “Los yanyawid estaban drogados y borrachos, y disparaban contra todo y contra todos”, cuenta un auxiliar médico de El Geneina que desea permanecer en el anonimato. “Ni siquiera se ponían a cubierto, como si fueran inmortales”. Mientras las RSF y las milicias árabes atacaban la ciudad, él y sus compañeros trataban de recuperar los cadáveres. Al principio se trataba principalmente de soldados, pero más tarde eran también de civiles. Aprovechando la oscuridad de la noche, pudieron recogerlos y enterrarlos en fosas comunes. “Era inhumano”, recuerda el cooperante. “Los cuerpos hinchados de mujeres y niños yacían en las calles. Reconocimos a muchas personas. Eran familiares, amigos o compañeros”.

Debido a que hay tantas crisis en el mundo, simplemente no hay suficiente atención ni dinero para abordar la situación en Darfur
Ana Scattone Ferreira, ACNUR

Desde que estalló la guerra de Sudán en abril, más de 234.000 sudaneses han llegado a Camp École huyendo de la terrible violencia. Alrededor de 100.000 han sido reubicados en dos campamentos más pequeños que el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur, por sus siglas en inglés) ha establecido en el Este de Chad, más alejados de la frontera. “Estamos desbordados por la gran afluencia de refugiados”, declaraba Ana Scattone Ferreira, de Acnur. “Debido a que hay tantas crisis en el mundo, simplemente no hay suficiente atención ni dinero para abordar la situación en Darfur”. Según la ONU, solo se ha recibido el 30% de los fondos necesarios para acoger a los refugiados sudaneses. “Eso significa que ni siquiera podemos proporcionar la ayuda humanitaria básica y primaria que necesitan”, se queja suspirando Scattone.

Las consecuencias de la escasez se vuelven dolorosamente evidentes en un hospital para niños desnutridos que la organización humanitaria Médicos Sin Fronteras ha instalado en las afueras de la ciudad. En la unidad de cuidados intensivos, niños demacrados reciben alimentos líquidos a través de una sonda y agua por goteo intravenoso. Sus cuerpos delgados también muestran otros síntomas, como manchas de pigmentación y el pelo prácticamente gris.

La desnutrición es difícil de atajar, explica Mirjam Molenaar, la doctora holandesa que dirige el hospital. Muchos niños están enfermos y deshidratados, lo que complica aún más el tratamiento. “Aunque a veces trasladan a los refugiados, no siempre hay comida suficiente y los pequeños vuelven una y otra vez”. Molenaar, experta en ayuda humanitaria en zonas de crisis, asegura que nunca había vivido nada igual en su trayectoria profesional. Cuando señala que el 38% de la gente del campamento está desnutrida, se le humedecen los ojos. “Es un porcentaje muy, muy alto”.

Para romper el ciclo de la desnutrición, el Programa Mundial de Alimentos distribuye comida. Decenas de miles de refugiados, principalmente mujeres y niños, se disputan cada día los guisantes, las judías y el aceite de palma que distribuye la organización de la ONU. Esperan su turno bajo un sol abrasador; los soldados chadianos, equipados con látigos, están listos para intervenir en caso de disturbios.

Las colas de mujeres y niños revelan la composición del campamento; para muchos hombres masalit el viaje a Adré era demasiado peligroso, pues corren el riesgo de ser capturados o asesinados en los puntos de control en el camino hacia la frontera. También Sara Isaac Adam, de 38 años, una mujer alta vestida con una túnica azul, tuvo que dejar atrás a su marido. “Ellos corren más riesgo”, explica. “Los hombres que no pudieron esconderse o huir a Chad fueron asesinados“.

Tenemos un pie en la tumba. Aquí hay muy poco de todo. La comunidad internacional dice todo tipo de cosas, pero no hace nada. Se han olvidado de nosotros
Mohamed Mahmoud, refugiado sudanés en Chad

Mientras tanto, la ciudad está siendo saqueada por las RSF y las milicias de apoyo, cuenta la mujer, que salió de El Geneina hace solo unos días. “Se llevan hasta las puertas y ventanas de las casas y las venden”. Otras mujeres se unen a la conversación. “Voy a volver a El Geneina a recoger un tejado de chapa ondulada”, afirma Thuraya Ousma con una mirada combativa. “Aquí en el campamento no hay nada. No tenemos dinero, ni comida ni agua suficientes”. Ya han oído las historias de asesinatos y violaciones, pero su respuesta es firme: “Nuestra vida aquí es demasiado dura, no tenemos elección”.

Nadie en el campamento espera que el conflicto en Darfur termine pronto. Al igual que en gran parte del resto del país, en la zona se siguen librando combates encarnizados. Las conversaciones de paz no han conseguido nada. Hace poco, ambos ejércitos afirmaron incluso que querían instalar su propio Gobierno, un paso que podría dividir el país en dos. “Tenemos un pie en la tumba”, remacha Mohamed Mahmoud. Entiende por qué la gente quiere volver a El Geneina. “Aquí hay muy poco de todo. La comunidad internacional dice cosas, pero no hace nada. Se han olvidado de nosotros”.

Al cabo de unos días, Tadamun regresa al asentamiento de refugiados. Pudo ir a El Geneina y volver, pero pagando a las milicias de la frontera. Al final, tuvo que dejar a los hijos de su hermana fallecida en la ciudad. “Están demasiado traumatizados”, señala con pena. Los niños fueron testigos en casa del asesinato de su madre. Desde entonces, uno de los críos se niega a comer o beber. “Siguen tan asustados que no quieren salir de casa”.

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