Roukaya, Chad. La niña refugiada que olvidó qué era la comida
Chad acoge a 1,1 millones de refugiados; muchos de ellos, como es el caso de Roukaya, una nigeriana de 11 años, llegaron huyendo de la violencia del grupo terrorista Boko Haram. Lleva ya cuatro años en el campo de Dar es Salam y apenas recuerda a qué sabe su comida favorita: los macarrones.
Sentada sobre una estera a la sombra de un toldo de ramas, Roukaya, de 11 años, frunce el ceño porque no entiende la pregunta. “¿Que qué como? Pues comida normal”, responde, perpleja. A lo que esta niña se refiere es que desayuna, almuerza y cena gachas de mijo. Ha pasado tanto tiempo desde su vida anterior que ya se le ha olvidado que sobre la mesa puede haber algo más.
Cuatro años antes, Roukaya vivía en un pueblo del Estado nigeriano de Borno, fronterizo con Chad, Camerún y Níger. Hoy, su familia y ella ocupan una de las miles de tiendas fabricadas con palos y lonas blancas de plástico en el campo de refugiados de Dar es Salam, situado en el distrito chadiano de Baga Sola, en la misma región donde se ubica el lago que toma el nombre de este país.
Estos cuatro países comparten un trasiego interminable de personas. Chad acoge a 1,1 millones, indican los datos más recientes de la agencia de la ONU para los refugiados (Acnur). Los desplazados suponen la mitad de los 700.000 habitantes que viven en Baga Sola, de los que 18.620 están registrados en Dar es Salam, según Mahamat Ali Tchari, representante gubernamental en el campo.
Una de las razones que ha motivado a tantos a dejar su hogar es escapar de la violencia del grupo terrorista Boko Haram. Nació y se hizo fuerte en Borno, lugar de origen de Roukaya, y desde 2009 se expande por el Sahel, incendiando pueblos y asesinando a quienes no se unen a su causa: establecer la ley islámica en los territorios que controlan.
Chad también es uno de los países más vulnerables al cambio climático y sufre una rápida desertificación que ha reducido su imponente lago al 10% de lo que era hace 40 años. La degradación es tal que ocupa el último lugar de 182 países en el Índice de Adaptación Global de Notre Dame. Las sequías primero y las inundaciones después han esquilmado los cultivos, hasta el punto de que 2,1 millones de personas necesitan ayuda humanitaria urgente. El 10,9% de los menores de cinco años, que son alrededor de 1,3 millones de criaturas, padecen desnutrición aguda y el 2% presentan su forma más severa: cuando el peso cae al menos un 30% por debajo de lo que debería y el riesgo de muerte se multiplica.
La historia de Roukaya retrata las consecuencias de los conflictos armados en la salud de los niños que los sufren. La violencia lleva al desplazamiento forzado, y este, a una vida de privaciones. “La malnutrición está vinculada a la alimentación, pero también al acceso a los servicios sanitarios. Esto explica una situación que desde hace varios años es grave”, advierte Adama N’Diaye, especialista en nutrición de Unicef en Chad. Las familias de Dar es Salam se enfrentan a diario a todo tipo carencias, pero la más evidente es la alimentaria.
El hiyab que viste Roukaya solo permite conocer su cara. Debajo de la prenda se intuye a una criatura extremadamente menuda. Apenas sobrepasa el metro cincuenta y, si no fuera por la información que aporta su madre, Rachida, se diría que aún no ha cumplido los ocho o nueve años.
La razón de su corta estatura es que sufre desnutrición crónica, una forma de malnutrición frecuente entre quienes se ven repetidamente privados de una dieta nutritiva y suficiente para crecer sanos, principalmente durante sus primeros 1.000 días de vida. Su consecuencia más grave es un retraso en el crecimiento que afecta al desarrollo físico y cognitivo, algo que ocurre en más de un 30% de los niños del campamento de Dar es Salam, según N’Diaye. “Roukaya está atrofiada”, analiza. “Un niño con desnutrición aguda crónica entrará en un círculo vicioso: será débil, tendrá dificultades de aprendizaje y esto hará que acabe abandonando la escuela. Y si es una niña, se casará antes de tiempo, probablemente, y tendrá un hijo demasiado pronto. Ese bebé se habrá gestado en un cuerpo desnutrido, por lo que ya presentará un peso demasiado bajo al nacer y heredará los problemas de salud de la madre”, completa el experto.
La humedad y el follaje que dejaron tras de sí las lluvias han sido sustituidos por un ambiente extremadamente seco con temperaturas que rondan los 35 grados, pero pronto superarán los 45. Los caminos y los campos se han cubierto de arena y cardos, y el único atisbo de vegetación son unos cuantos matorrales desperdigados y las sempiternas acacias. Este es el escenario cotidiano de la infancia de Roukaya. “Cuando me levanto, me arreglo, rezo y barro. Después voy a por agua, luego al colegio y luego a por agua otra vez”, relata. Al final del día ayuda a su madre a hervir el mijo, cena y se acuesta. Tarda menos de un minuto en contar la rutina de todos sus días.
No responde a las preguntas sobre su marcha de Nigeria. “No me acuerdo”, contesta. Sus pensamientos no quieren volver ahí. Es su madre quien relata la huida: “Estaba preparando el desayuno y escuchamos disparos. Roukaya salió corriendo, pero le grité que volviera. Reuní a mis hijos y salimos de allí”. Se fueron con lo puesto y recorrieron a pie parte del camino. Luego, autobuses, caminos improvisados, sin rumbo. Su marido, mercader, siempre ausente. “Está de viaje”, contesta sucinta Rachida. Acabaron en Chad y el Gobierno los trasladó a su actual ubicación.
En su vida anterior, Roukaya era una niña despreocupada en cuya casa había fruta, verdura, huevos, carne y pasta. Los macarrones son su plato favorito, aunque ya apenas los prueba. Ahora, su alimentación es tan tediosa como la vida en un campo de refugiados en el Sahel. Dar es Salam es un páramo abierto, sin puertas ni límites que lo definan, donde todo escasea menos el tiempo.
La miseria cronificada de antes y los impactos de la crisis alimentaria global, espoleada por la guerra en Ucrania, han acrecentado el desastre en esta región sumida en el olvido. En julio de 2022, un análisis del Programa Mundial de Alimentos (PMA) y el Gobierno de Chad reveló que el precio de los cereales había aumentado un 9% en los mercados desde marzo, lo que hace prever que 600.000 personas más caigan por debajo del umbral de la pobreza en un país donde esta ya alcanza al 46% de los hogares.
Unicef, que nos ha traído hasta aquí, trabaja en Chad en distintas operaciones de asistencia a la infancia y ha solicitado 83,4 millones de euros para cubrir las necesidades más urgentes de casi un millón de niños. Pero actualmente tiene una brecha de 36,3 millones de euros. “En los últimos años han descendido las aportaciones de fondos y, si los precios siguen subiendo, se reducirá aún más nuestra capacidad de respuesta. Si eso ocurre, será una catástrofe. Esta gente depende exclusivamente de la ayuda humanitaria”, advierte N’Diaye.
Tras dos jornadas acompañando a Roukaya, no se la ve comer en ningún momento. El problema es que es martes y a Rachida le queda solamente un cuarto de saco de mijo en la despensa. La distribución de la ayuda no será hasta dentro de seis días. Por eso ha decidido racionar lo que queda y reducir las ingestas al desayuno y la cena. Si aun así se acaba el grano, tendrá que pedir prestado a alguna vecina que ande un poco mejor de existencias.
El PMA se propuso asistir a 1,06 millones de personas. Sin embargo, la falta de financiación solo ha permitido alcanzar a 937.000 y con la mitad de las raciones. Estas vienen en forma de cupones por un valor de 3.500 francos CFA (5,30 euros) que se entregan en periodos que van de los 30 a 45 días. Uno por persona. “Eran 7.000 francos antes”, recuerda Tchari, el coordinador del campo.
—¿Consumís carne? —Rachida y las vecinas que escuchan a su lado se carcajean ante tal pregunta. Tampoco fruta, ni verdura. Y pescar no es una opción fiable. Las fértiles islas del lago Chad están deshabitadas desde que Boko Haram se hiciese con ellas. El Gobierno ordenó la evacuación y así se gripó el principal motor económico de sus habitantes. Pese a que las mujeres y las niñas suelen tejer redes de pesca para matar el tiempo, a la hora de la verdad poco se saca de estas aguas. “En Nigeria no pasábamos hambre; aquí sí”, sentencia Rachida.
N’Diaye admite que el retraso en el crecimiento de Roukaya ya no tiene arreglo, pero sí se puede romper el círculo vicioso de la desnutrición. “Con un seguimiento adecuado de su alimentación, podrá terminar sus estudios y evitar el matrimonio precoz”, sentencia.
Roukaya es una muchacha despierta. Juega con otros niños, es hábil tejiendo y lleva en brazos a su hermana Maimouna de un lado a otro del campo. Cuando le toca ir a por agua con su mejor amiga, Sadya, ambas bombean con una energía inesperada hasta llenar los cubos. En el colegio no se desempeña mal, según su profesora, Claire Batablanc. “Es tranquila y siempre atiende. Es buena en lectura, aunque el cálculo le cuesta más”, la describe.
Roukaya se ha procurado una existencia tan feliz como las circunstancias le permiten. Su mundo se circunscribe al campo de refugiados hasta el punto de que, cuando piensa en qué le gustaría ser de mayor, se ve como maestra en el colegio al que ella acude.
Una tarde de finales de octubre, con el sol a pleno rendimiento, decide resguardarse a la sombra de una de las aulas del Espacio Amigo de la Infancia. Aportado por Unicef, es un recinto donde los menores pueden despreocuparse y probar a ser lo que son: niños. Varios monitores les entretienen con juegos, deporte o dibujos, y están atentos para detectar posibles casos de violencia doméstica o sexual, o problemas de salud mental.
En un rincón tan carente de estímulos como es un campo de refugiados es fácil que la imaginación infantil se resienta. Por eso, el día que Roukaya acude al espacio, un profesor ha organizado una clase de dibujo. Ella se concentra y esboza una casita con flores. “Nos han pedido pintar algo que nos gustaría tener”, justifica. De nuevo, una respuesta que desarma. Como cuando se le pregunta qué echa de menos de su vida en Nigeria, más allá de la alimentación. ¿Ropa? ¿Juguetes? “Las naranjas y la piña”, responde. De nuevo, no entiende que comer sea algo más que ingerir las aburridas gachas de mijo que su madre cocina día sí y día también.
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