Consentimiento, una palabra clave también en la conservación de la naturaleza
Un grupo de representantes de pueblos indígenas reivindican la descolonización de las tierras y la protección de la biodiversidad como parte inseparable de sus vidas. Se oponen a que el único modelo de salvaguarda sea la designación de áreas protegidas desde despachos lejanos
Venimos dando forma a la Tierra durante al menos 12.000 años, cuando se considera que unos dos tercios del planeta estaban todavía deshabitados y los humanos se hallaban cerca de comenzar a transformar ecológicamente su hábitat, a través del fuego, el cultivo, la caza y la domesticación de animales. Desde hace bastante tiempo, pues, lo salvaje es una expresión literaria occidental, antes que una realidad, puesto que la naturaleza está habitada y en interacción constante con las personas. De ahí la puesta en duda del concepto de conservación, formulado a partir de una tierra baldía, exuberante en riquezas biológicas que supuestamente se pueden mantener intactas, alejando de ellas cualquier amenaza humana que no sea la prevista por los protocolos de la ciencia ambiental predominante. Estos conceptos vacíos que, sin embargo, habilitan un tipo particular de extracción de riquezas, son lo que actualmente cuestionan otros conservacionistas, en alianza con las comunidades indígenas y pueblos originarios que mantienen prácticas ancestrales en el 80% de los territorios más ricos en biodiversidad del mundo.
Hoy, tres cuartas partes del medio ambiente terrestre y alrededor del 66% de los ecosistemas marinos “han sido significativamente alterados por acciones humanas”, aunque, en promedio, esta tendencia “ha sido menos severa en áreas mantenidas o administradas por pueblos indígenas y comunidades locales”, según la Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), basándose en la revisión de unas 15.000 fuentes científicas. Paralelamente, los gobiernos y los organismos internacionales mantienen la figura del área protegida como el modelo preponderante de lucha contra la deforestación y contra el cambio climático. De hecho, entre los objetivos de Naciones Unidas para 2030 figura la meta de crear áreas protegidas que abarquen un 30% de la superficie del mundo.
La conservación se ha hecho desalojando a los moradores originales de sus tierras, prohibiéndoles el acceso. Desde Yellowstone, cada parque se ha creado con violenciaMordecai Ogada, conservacionista keniano
“Lo rewild (vuelta al estatus de vida silvestre) es una romantización que se parece a una película de Tarzán”, enfatizaba el conservacionista keniano Mordecai Ogada, coautor del libro The big conservation lie (La gran mentira de la conservación), en un reciente seminario web organizado por Survival Internacional para hablar de la Descolonización de la conservación. “No podemos fomentar mitos que rozan la egomanía de la aventura y la exploración de lo salvaje. Tenemos que ver de qué manera se usan esas narrativas que mantienen el dinero fluyendo y que han convertido la conservación en una industria, porque filosóficamente la conservación se ha hecho desalojando a los moradores originales de sus tierras, prohibiéndoles el acceso. Desde Yellowstone, cada parque se ha creado con violencia”, asegura.
La desaparición de lenguas ligada a la extinción de especies
La necesidad de descolonizar la conservación es un clamor que se oye a lo lejos, pero que se va acercando, conforme los documentos de la Academia y las voces científicas del sector ambiental rescatan el saber indígena como un eslabón fundamental para cuidar lo que queda del planeta. Sin ir más lejos, un estudio comparativo sobre la protección de áreas pantropicales, publicado en noviembre de 2021, en la revista científica Nature, concluye que el apoyo de los pueblos indígenas es fundamental a la hora de evitar la deforestación y degradación de tierras. En el artículo se mencionan las políticas de conservación basadas en el trazado de superficies (llamadas áreas), comparando la pérdida de biodiversidad entre 2010 y 2018 en diversas regiones del mundo y remarcando los mejores resultados obtenidos en los casos en que los indígenas continuaban ocupando y administrando sus territorios.
La visión exclusivamente extractivista (y burocratizada) de la protección ambiental ya no se sostiene entre la comunidad científica, que reconoce que nuestro patrimonio biológico está fuertemente ligado a las tradiciones de los pueblos originarios y a las lenguas que las transmiten, como subrayaba Christopher Dunn, director de los Jardines Botánicos de Cornell de la Cornell University, en Estados Unidos, y miembro del comité norteamericano de la Unión Internacional de Conservación de la Naturaleza (UICN), en la COP25, celebrada de Madrid: “La supervivencia de las comunidades nativas compromete la nuestra”. El botánico aportaba, además, una coincidencia nada casual, a partir del dato de que el 50% de las lenguas del mundo está en peligro de desaparición: “no es de extrañar que algunas de esas lenguas extintas coincidan con zonas de devastación biológica”.
No cabe duda, pues, que la diversidad humana y cultural está fuertemente ligada a la posibilidad de proteger, en otros términos, la riqueza biológica de la Tierra, mientras las áreas protegidas pueden conllevar el turismo de élite y una defensa –en algunos casos, militarizada– de la gestión externa de territorios en los que aún viven sus nativos y donde cultivan y pasta su ganado. “Estamos ciegos frente a otras perspectivas, pero hay modelos alternativos que no consideran la naturaleza como un espacio vacío, separada de nosotros”, sostenía Fiore Longo, investigadora de Survival International, durante el seminario web que se desarrolló a principios de febrero. Continuaba: “En Asia y África, ha venido siendo habitual despojar a la gente de sus tierras, o hacer como que no existen y conculcar sus derechos (tal como sucedió hace pocos años, cuando la Unión Europea congeló fondos destinados a un proyecto de WWF, por las irregularidades en el respeto a los derechos humanos contra el pueblo baka, en la cuenca del Congo). Es su tierra y nadie pide su consentimiento para cambiar su uso y expulsarlos”.
En efecto, “conservación no es un concepto que exista en nuestras comunidades separado de nosotros –advierte Mordecai Ogada–, ya que mantenemos limpios los ríos porque de ellos bebemos, cuidamos el bosque porque nos da alimento y medicinas, y los pastos, para nuestro ganado”. En cambio, la noción extendida de la conservación “tiene una base intelectual y se asienta en la tensión entre las necesidades de la gente y la de los animales”, en palabras de Ogada.
Según el ecologista keniano, no es lo mismo la conservación en Europa que en África, donde se ejecuta con la participación de patrullas armadas y, en su criterio, simplemente porque las organizaciones internacionales tienen que justificar su presencia, sus fondos y sus donaciones. “Todavía tenemos elefantes porque los africanos convivimos con ellos. Los movimientos de los animales y las personas son muy importantes para el medio ambiente y los modelos exteriores son disruptivos. Hoy se crean islas y causan daños, ya que provocan desconexión de los territorios”, explica Ogada.
“Si entre países no se imponen religiones ni leyes ni idiomas, tampoco deberíamos imponer una misma política de conservación para el mundo entero”, asevera Ogada, y propone que, especialmente, los donantes con buenas intenciones, se hagan preguntas sobre los eslóganes y los eufemismos de la causa ambiental. Por ejemplo: “¿Quién hace las recomendaciones? ¿De dónde vienen? ¿Qué se mejora? ¿Proteger de quién, de sus dueños? ¿Qué les pasaba a los animales que pretendes salvar antes de que llegaras? ¿Cuál es el valor ecológico en poner un umbral mínimo de áreas protegidas?”
“Nadie pediría que se amplíe el Central Park en Nueva York”, razona Ogada, que reclama la presencia de “antropólogos y gente de humanidades”, a la hora de firmar tratados redactados en inglés, un idioma extranjero para los representantes de los pueblos nativos, que terminan otorgando un control de las tierras a través de papeles “que no lo dicen del todo, aunque crean colonias de facto”.
Derechos supeditados a un comportamiento
La palabra “colonial” no parece caprichosa: “Nada puede reemplazar los derechos de los indígenas sobre sus tierras”, indica Longo. La conservacionista, que lidera la campaña Descolonizar la conservación, argumenta que “declarar un área protegida no debería significar una modificación (o una merma) de los derechos de los que gozan las comunidades locales, por lo que estas deben ser cartografiadas y reconocidas, independientemente de si sus territorios están bien o mal conservados”. Longo ejemplifica esta situación de “derechos supeditados a nuestro comportamiento” diciendo que sería “un escándalo que en el mundo occidental se desposeyera a alguien de sus derechos sobre sus propiedades en base a si es limpio o no”.
Según las estimaciones de Longo, “el objetivo de ampliación al 30% de la superficie protegida en el planeta tendrá impacto en 300 millones de personas del sur del mundo, que son los menos responsables de calentamiento global y de la pérdida de biodiversidad, mientras no se atajan las causas verdaderas de la pérdida de biodiversidad que radican en nuestro estilo de vida”.
Si el problema hoy es la acumulación y el consumo en unas pocas regiones del planeta, reflexiona la conservacionista de Survival International, “es un mito que puedas contaminar en Europa o Estados Unidos y mitigar tus emisiones plantando árboles en Kenia. No puedes compensar al otro lado del mundo: deberías limitar la polución donde estés”.
Precisamente sobre la acción climática hay diferentes contraargumentos que oponer al mantenimiento de un único modelo de protección. Según la información compilada por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), las tierras administradas por pueblos nativos latinoamericanos son grandes sumideros de carbono, puesto que representan el 30% de todo el CO₂ retirado de la atmósfera por los bosques de ese subcontinente y el 14% del que capturan los bosques de todo el mundo. El informe destaca que estos territorios indígenas absorben más gases de efecto invernadero que lo que consigue toda la superficie forestal de Indonesia o la República Democrática de Congo, los dos países con más vegetación tropical después de Brasil.
Mordecai Ogada culmina: “Si la única alternativa para salvar el planeta es separar a los humanos de la naturaleza, entonces no hay salida. No estás rescatando a nadie si crees que la belleza de África está en las maravillosas fotos de animales sin la presencia de gente negra. Lo cierto es que la realidad es hermosa y hay que abrazarla tal como es, amplificando la voz de los indígenas, visitando a personas que tiene nombres propios (no son solo ‘comunidades locales’, en genérico), y teniendo siempre presente que ellos no te necesitan, que estaban bien antes de que llegaras”.
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