La desgracia que conoció Jeremías antes de nacer
Aunque el Gobierno colombiano atiende las consultas prenatales de las embarazadas migrantes, las trabas burocráticas y los costes de medicamentos y pruebas las alejan de una maternidad con garantías
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Hace rato que el poder de decisión no existe en los asentamientos de migrantes de la frontera colombiana. Nadie escoge qué comer, cuándo ducharse o dónde trabajar. Aquí solo sirven el “lo que venga” y el “cuando haya”. Por eso, cuando Eviainix Paz, venezolana de 14 años, se enteró de que estaba embarazada pensó: “Si Dios me lo dio, tengo que tenerlo”. La falta de electricidad y agua en la chabola de 7x12 metros que comparte con otros seis familiares en La Gabarra (Colombia) no le impidió seguir adelante. Sin embargo, estos días se plantea volver a cruzar a su país. Quedan apenas dos meses para que dé a luz y no se ha hecho ni una sola ecografía, dada su condición irregular. “Allá al menos puedo chequear que todo vaya bien con él”, dice esta niña de rostro triste y piel tostada. Aunque todavía no está segura del sexo del pequeño, tiene el pálpito de que será varón. “Jeremías de Jesús”, susurra.
Los roles están bien definidos en la familia Paz. Ellas cuidan y ellos trabajan. Los hombres de este núcleo, como la gran mayoría del campamento irregular de migrantes de Villa Camila, en el corregimiento nortesantandereano de La Gabarra, se dedican a raspar las hojas de la coca. En esta chabola, entran apenas 400.000 pesos al mes; “los meses buenos”. Menos de 100 euros. Hacerse una ecografía en Cúcuta, capital del departamento, les costaría cerca de 350.000. De acuerdo a estimaciones de Save the Children en Colombia, una quinta parte de las mujeres embarazadas que cruzan la frontera son menores de 18 años.
La sanidad pública colombiana cubre las consultas prenatales de las mujeres que habiten el país: colombianas o no. Sin embargo, los medicamentos y las pruebas que recetan o piden corren a cargo de la gestante. Para los miles de mujeres que han cruzado la frontera por la crisis venezolana no hay más elección que confiar en que todo vaya bien. Así lo hizo Yuletzi Ramírez, de 23 años, madre de un bebé de menos de dos años que nació dos meses antes de lo previsto. Los tratamientos de atención temprana para niños prematuros están en la capital y tampoco son una opción para ella ni para Elián Ismael, que descansa en pañales en la cama de la vecina mientras su madre barre la habitación. “Con él tengo que tener más cuidado, no quiero que respire polvo”, dice. Las condiciones en las que nacen estos niños, también marcadas por la violencia y las guerrillas, han sido calificadas de “terribles” por varios organismos internacionales.
Entre 2009 y 2018, la atención a partos entre migrantes presentó un incremento del 2.253%, pasando de 164 a 3.859 alumbramientos. Así lo detalla el informe Desigualdades en salud de la población migrante y refugiada venezolana en Colombia, elaborado por Profamilia y Usaid. En 2019, 1.326 gestantes venezolanas usaron los servicios de salud por diagnósticos asociados a morbilidad externa materna, es decir, por complicaciones graves durante o antes del parto.
Este es el caso de Ramírez, que tuvo un embarazo de alto riesgo. Fue llevada de urgencias al hospital porque no pudo permitirse tomar regularmente sus medicamentos para la hipertensión. “Los niños se me crían bajitos”, dice ante la atenta mirada de su tercer hijo. El bebé nació con una hernia umbilical, porque la madre se encargaba de cargar el agua de un lado al otro del asentamiento. “El papá trabajaba y alguien tenía que traerlo”, justifica.
―La vida aquí lo complica todo, ¿no?
―Al menos ahorita hay luz.
Sentada en una banqueta de madera y empeñada en encontrar algo de sombra con la cabeza, está María García, 30 años, con una panza que no deja espacio a la duda. “Salgo de cuentas en nada”, dice cansada. Este será el quinto hijo. Pero los nervios no tienen nada que ver con los anteriores. “Solo fui al control durante los primeros dos meses”, cuenta. El puesto de salud del corregimiento de La Gabarra le exigía un ecograma que solo realizan en el Hospital de Tibú, cabecera del municipio, a tres horas en coche. “Yo no tenía manera de llegar allá”, narra. El precio de la prueba es de 260.000 pesos. Y a eso toca sumarle el traslado, que no baja de los 50.000. En total son unos 70 euros, que no tienen. Viven con 160 al mes.
Todas buscan consuelo en lo que aún les pertenece –el pozo de agua, las ayudas de organizaciones, algo de electricidad– y coinciden en que volver a Venezuela es la última opción
Las cifras difieren mucho si se añade la variable de nacionalidad. Según datos del DANE recogidos en el informe de Profamilia, en el 2018 en Colombia el 63% de las embarazadas asistió a menos de ocho consultas prenatales. Y un 31,6% recibió entre ocho y 12. Apenas el 3,8% no recibió ninguna. Sin embargo, de las 8.209 mujeres gestantes venezolanas que llegaron al país en registros oficiales, 6.304 (el 76,8%) no tuvieron acceso a ningún control prenatal. Eso sin contar con las que ni siquiera constan como migrantes en el territorio vecino.
Hace un par de semanas que García pilló una infección de orina que la preocupó. Lo comentó con la lideresa del asentamiento de Villa Camila y, después de recibir los medicamentos a través de Médicos Sin Fronteras, pidió ayuda. La presidenta del asentamiento le pagó una ecografía; “la primera que me hice en ocho meses”, lamenta. La buena noticia es que sabe que traerá un varón al mundo: Marniel, como el padre. La sonrisa amarga de esta madre es la de muchas. Todas buscan consuelo en lo que aún les pertenece —el pozo de agua, las ayudas de organizaciones, algo de electricidad— y coinciden en que volver a Venezuela es la última opción.
“No sabes cómo extraño mi país”, dice con los ojos enterrados en lágrimas Keyla Urón, de 33 años. Carga con su bebé de un año, en la Tercera Montaña, un campamento de migrantes en Tibú. “Allá era dueña de un negocio y tenía una vida muy cómoda”, cuenta. Pero la gravísima crisis venezolana también acabó con su negocio. Y su estabilidad. Hoy regenta una tiendita de refrescos en una de las veredas. Las únicas dos docenas de galletas que vende esperan expuestas en una mesa sin mantel, que hace de mostrador. “No sé qué vida le estamos dando a nuestros hijos acá, que pasan enfermos y no tienen oportunidad de nada”, cuenta. Quedarse embarazada aquí es más un problema que una alegría.
No sé qué vida le estamos dando a nuestros hijos acá, que pasan enfermos y no tienen oportunidad de nada
En los últimos tres años que lleva MSF en terreno, han atendido a 768 embarazadas, de las cuales 292 eran menores de edad. “Las mujeres que tienen dinero se realizan las pruebas por clínicas privadas. Las que no lo tienen, no se las hacen”, critica Sulaith Auzaque, Coordinadora de Proyecto Catatumbo de Médicos Sin Fronteras, quien también alerta del incremento de embarazos a raíz de agresiones sexuales o como consecuencia de que algunas venezolanas se prostituyen como última alternativa.
Como en cualquier comunidad, los recursos económicos condicionan la calidad de vida. Keyla Verónica Martínez Campillo, 29 años, dio a luz hace dos semanas a un bebé de 3,150 kilos en el Hospital de Tibú tras un día de dolores y contracciones, acompañada de sus familiares y con tres ecografías hechas. Su caso es el del privilegio, aunque su casa esté rodeada por los caños de aguas fecales del asentamiento del 12 de Septiembre, no tenga luz ni agua y su preocupación constante sea cuánto dinero traerá su marido del raspe de la coca. La incertidumbre también está grabada en cada uno de los lentos suspiros de Eviainix Paz. Esos que guardan mucho más que los nervios de una madre primeriza.
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