La heroína pega fuerte en África y así la combaten desde los barrios más pobres de Mozambique
Crónica desde el centro de desintoxicación de Mafalala, en el extrarradio de Maputo, la capital. Es el único que existe en este país, donde el consumo de drogas duras crece desde el último lustro y la primera causa de mortalidad es el sida
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Cabeza baja, mirada clavada en las baldosas del suelo. Encogido en la silla, Miguel Jacinto Siquele se frota las manos. Detrás del biombo que garantiza la privacidad del encuentro están él y el asistente social Manuel Macaime. “Miguel, quiero que cierres los ojos. Quiero que respires profundamente”, pide este. El interpelado se toma un par de minutos: inhala y exhala, y poco a poco relaja la expresión, también la postura corporal. Lo que pretende no es fácil: si consigue arrancarse a hablar, será la primera vez que verbalice eso que ya sabe, pero no se ha atrevido nunca a admitir: que la heroína le está arruinando la vida.
La escena se desarrolla en una consulta del centro comunitario para personas que usan drogas del barrio de Mafalala, uno de los más humildes de Maputo. Macaime, que es asistente social de Médicos sin Fronteras, ofrece a este usuario de 26 años –porque aquí se habla de usuarios y no enfermos, ni adictos– la primera ayuda para salir del pozo. Escuchar su historia, darle información sobre sus posibilidades y derivarle a aquello que pueda necesitar son los primeros pasos en este espacio comunitario abierto por la organización en 2018 y que es el único de este tipo en el país. En la actualidad cuenta con 2.400 registrados, la mayoría consumidores de heroína.
Los servicios que se brindan pasan por el asesoramiento, la realización de pruebas de VIH, tuberculosis, hepatitis B, C y sífilis, que son las enfermedades más comunes entre este colectivo, y la derivación a los servicios médicos necesarios. Más allá del aspecto sanitario, el centro cuenta con lavandería, duchas y zona de descanso. Natalia Tamayo, médica experta en enfermedades infecciosas de MSF y coordinadora del proyecto, explica su razón de ser: “Entre 2014 y 2015 se introdujeron los test de Hepatitis B y C y se empezó a ver que la mayoría de los que daba positivo para Hepatitis C eran consumidores de drogas, así que empezamos a pensar cómo atender esta necesidad específica”. Quienes consumen estupefacientes inyectables se exponen a contraer infecciones cuando comparten agujas contaminadas, y esto estaba ocurriendo en Mafalala, uno de los barrios de Maputo donde se concentra la mayor parte de venta y consumo de estas sustancias.
Pronto se dieron cuenta de que tratar la hepatitis C no era efectivo si no se implementaba todo el paquete completo de reducción de daños definido por la OMS, unas medidas que se han demostrado eficaces para reducir la expansión del virus del sida. Esta guía no solo incluye los servicios que ya se ofrecen en el centro comunitario, sino también tres componentes que en Mozambique no existían: la distribución de jeringas, el uso de naloxona para contrarrestar las sobredosis y la oferta de sustitución de opioides, es decir, la terapia de metadona.
“Lo que queremos es que la gente no se infecte, y que si se infecta no se muera”, resume Tamayo. Es cierto que las muertes directas por sobredosis no son elevadas en el país: de acuerdo con los últimos datos de la OMS llegaron a 44 en 2018, el 0,2% del total. Pero el sida sí que es la primera causa de mortalidad, con 51.000 fallecidos en 2019 según ONUSIDA. Entre los atendidos en Mafalala, MSF calcula que el 40% de quienes se inyectan son seropositivos. El 20% en el caso de los fumadores de heroína o crack.
Para poner en marcha este novedoso abordaje se trabajó en coordinación con el Ministerio de Salud, con el Gabinete de Lucha contra las Drogas y con la comunidad a través de una organización local, Unidos, que llevaba tiempo dando apoyo a personas con adicciones.
En el centro comunitario de Mafalala trabaja una enfermera, un médico, más de 50 activistas comunitarios y asistentes sociales como Manuel Macaime, que sigue escuchando a Siquele. Le pregunta el primero que cuándo fue la última vez que consumió, y le advierte que necesita la verdad para poder ayudarle. Del “hace más de un mes”, pasa al “hace menos de dos semanas”. Es difícil reconocerlo. “Solo estoy bien cuando consigo un pincho, pero he descubierto que es una ilusión total, doctor, que en realidad no es nada”, lamenta este joven, que trabaja como mecánico de maquinaria agrícola.
Pese a que Mozambique ocupa uno de los diez últimos puestos del Índice de Desarrollo Humano, es decir, es de los países más pobres del mundo, no hay que ser rico aquí para engancharse. Un pincho o dosis de heroína cuesta unos 50 meticales, que son 66 céntimos de euro. Menos que una barra de pan. Tener un sueldo, al final, es lo que le ha acabado llevando por el mal camino. Porque se iba de brincadeira, de juerga, con los amigos del barrio y, ellos le acabaron convenciendo de que comprara. En 2013 la cosa se le puso tan mala que se colgó de una lámpara. Le salvó la vida “alguien” –los recuerdos son muy borrosos– que derribó la puerta del cuarto donde se había encerrado y abortó el suicidio. “Pero ya no he vuelto a intentarlo, doctor, eso no”, asegura.
En las bocas de Maputo, una dosis de heroína cuesta unos 50 meticales, 66 céntimos de euro
La drogadicción es un problema en Mozambique que aumenta desde hace un lustro. Tamayo recuerda cómo antes las bocas (casas y locales clandestinos donde se compra y consume) estaban bien localizados en Mafalala y en el Barrio Militar. Ahora esto se ha expandido y los datos lo atestiguan: el consumo de heroína en África ha aumentado más rápido en la última década que en cualquier otra parte del mundo, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC por sus siglas en inglés). En Mozambique, hasta 40 toneladas de esta sustancia entran cada año, según los cálculos del analista de la London School of Economics, Joseph Hanlon. En su investigación La uberización del comercio de heroína en Mozambique, de 2018, el autor estima que, con un valor total de entre 600 y 800 millones de dólares, es la segunda exportación más grande del país, cuya situación geográfica lo convierte en un puerto de entrada en el continente para la mercancía que llega desde Asia, fundamentalmente desde Pakistán y Afganistán. Luego se transporta a Sudáfrica y, desde allí, sube hacia los mercados europeos. La experiencia del personal de MSF, no obstante, les indica que hay muchas más circulando: “crack, cocaína y marihuana estamos encontrando en las muestras de orina”, asegura la doctora.
La controvertida distribución de jeringuillas
No hay registros de usuarios de drogas en Mozambique, ni en Maputo, pero sí se sabe que en el centro comunitario de Mafalala siempre hay alguien. Muchos buscan solamente que les den el paquete de inyección segura, la herramienta principal para evitar más contagios de VIH y hepatitis C. El conjunto es primoroso y no le falta de nada, tal y como describen Fátima Alfredo y Meke Manuel, de la ONG local Unidos. Cada uno incluye jeringa, aguja, la parafernalia, es decir, la cuchara, agua destilada, algodón y tirita. “Nosotros asesoramos para la práctica de la inyección segura y el uso de la parafernalia. También nos aseguramos de que los pacientes de VIH y tuberculosis se tomen la medicación”, explica Alfredo.
Una de las enseñanzas más frecuentes es la de aprender a pincharse correctamente y en partes del cuerpo seguras. “Siempre en el brazo, en dirección al corazón y donde la venas están más visibles. Hay pacientes que no se las encuentran debido al prolongado tiempo de consumo y se inyectan en cualquier sitio, directamente en el hueso incluso. También hay quienes quieren hacerlo donde no se vea para que no se entere su familia, como entre los dedos, y hasta en el pene” ilustra Alfredo.
MSF calcula que actualmente están repartiendo hasta 15.000 jeringuillas cada mes. “Hay quienes se pinchan hasta cinco veces al día”, añade Tamayo. La dispensación de estos materiales no ha estado exenta de polémica. “Inicialmente nos preguntaban si no estábamos fomentando el uso de drogas, entonces respondíamos: ‘yo te doy este material. Por el hecho de que te lo dé, ¿vas a empezar a consumir? No, ¿verdad? No lo fomentamos, evitamos la transmisión de enfermedades”.
MSF calcula que actualmente están repartiendo hasta 15.000 jeringuillas cada mes en Mafalala
Otra de los componentes del programa de reducción de daños de la OMS es el uso de hidrocloruro de naloxona, un compuesto que revierte los efectos de la sobredosis. En el despacho del especialista en VIH y adiciones Matthew Sexter, cuelga de la pared una cajita con un letrero que dice: Naloxona. Uso de emergencia. “Tenemos también personal formado en la comunidad para saber inyectarlo, y les damos dosis para que tengan siempre encima” explica. Desde el inicio del proyecto se han distribuido 70 kits en el barrio de Mafalala y en el Militar, pero calculan que de momento se han usado 12 como mucho.
La apuesta por la metadona
De una sobredosis, precisamente, casi se muere Samuel João. Lo llevaron unos amigos a casa de su madre, echando espuma por la boca, ido. Ella llamó a un taxi, que voló al hospital más cercano. El conocimiento materno le salvó la vida aquella vez. Ahora, se la ha salvado la metadona. João, de 40 años, es uno de los 200 beneficiarios del programa de sustitución de opioides que MSF inició en febrero de 2020 en el Centro de Salud de Alto-Maé de Maputo, a cinco minutos a pie de Mafalala. Se trata de un espacio reducido, apenas una ventanilla para coger la dosis y un escritorio donde Fátima Macía, consejera psicosocial, pasa consulta. Pero funciona muy bien, demasiado bien de hecho, porque además de las personas que ya utilizan el servicio, hay otras 600 en lista de espera. “Llegan con la idea de iniciar el tratamiento el mismo día y les tengo que decir que el problema no se va a resolver de forma inmediata; es complicado y es triste porque vienen de una situación de mucha aflicción”, cuenta la terapeuta.
Además de las 200 personas que ya utilizan el servicio de metadona, hay otras 600 en lista de espera
Desengancharse es la meta soñada para muchos, pero no todos lo consiguen. Para quienes se lo están pensando hay un reducido abanico de opciones: primero, la desintoxicación “a sangre fría”, es decir, ponerse en manos de una institución religiosa, como las cristianas Reto o Remar, y cortar de raíz con el consumo. Otra es ingresar en el área psiquiátrica de alguno de los hospitales de Maputo que ofrezcan el servicio y someterse a un tratamiento farmacológico. João, que tenía 22 cuando comenzó a fumar, no pudo con ninguna de ellas. “Fui a muchos sitios y no sirvió, era como un castigo aquello”. Tuvo que esperar nueve meses. Su historia, tan descarnada como la de cualquier otra persona enganchada al a la heroína, al crack, a la cocaína.
Desde enero de 2021 ya no existe aquel chico a quien su madre tenía que guardarle los zapatos bajo llave porque, si no, los vendía con tal de conseguir una dosis. “El día que me dieron metadona por primera vez pensé que era una cosa extraordinaria porque no tuve resaca, dice refiriéndose a los terribles efectos secundarios del caballo: los sudores, los dolores musculares, las diarreas, los retortijones, la ansiedad. “Fui directo a casa, me senté en mi cuarto, conseguí comer aquellas cosas que no podía cuando estaba puesto, me pude quedar en casa, solo. Y quise repetir al día siguiente”.
Ahora, lejos de aquello, João se pone malo de solo escuchar la posibilidad de recaer. “Tengo un amigo que fuma desde la infancia; me gustaría convencerle para que venga aquí conmigo, pero no quiero volver a las bocas a buscarlo. Le quiero mucho, pero no puedo ir allá”.
La conversación con este paciente tiene lugar en la clínica de Alto-Maé una mañana de lunes. Como otra decena de personas, este joven ha ido a por su dosis de metadona, que suministra un enfermero en forma de jarabe a través de una ventanilla. El procedimiento es sencillo: los usuarios solo han de ir a diario y beberse la dosis fijada por el doctor Sexter, que también trabaja en estas instalaciones varios días al a semana, y luego se pueden ir. En esas está ahora Aissa Ibrahim Chicalia, de 46 años. Su relato, pide, ha de quedar bien registrado, pues ella es la única superviviente del grupo de 10 amigos que empezaron a tontear con las drogas hace dos décadas.
Comenzó a fumar caballo a los 16 años, recién casada y embarazada de su primera hija, cuando su pandilla se amigó con otros chavales que consumían y le pidieron permiso para reunirse en su casa, aprovechando que su marido salía a trabajar cada mañana. Siempre me decían: ‘fuma un poco, si no hace nada…'. A cabo de un mes decidí probar, y entré de cabeza”. Con los años, su esposo la acabó abandonando después de haber intentado todo para ayudarle con la desintoxicación. Ya tenía dos hijos en el mundo. “Yo estaba en la flor de la vida y pensé que me daba igual”, recuerda ahora. Se juntó con otro heroinómano y tuvo un tercer vástago que entregó a sus padres según lo parió.
Esta mujer, que hoy luce saludable, sonriente y serena, empezó a ver la luz cuando conoció a su actual marido, Antonio Nyambane, un hombre muy fuerte, dice ella admirada, porque él sí consiguió desengancharse a sangre fría hace ya 14 años. “Vio que yo no iba a poder dejarlo sola, así que me dijo: ‘te voy a dar dinero todos los días para que compres y fumes en casa’. Un día en una boca y comencé a llorar, estaba cansada de todo eso”. Fue entonces cuando le hablaron de la terapia de metadona.
Comenzó el tratamiento el 9 de septiembre de 2020, la fecha en la que volvió a nacer. Trabaja como empleada doméstica y se ocupa de los dos hijos que tuvo con su actual esposo, de nueve y cuatro años y que a veces le acompañan a la clínica. Con los dos mayores ha recuperado la relación después de que incluso la prohibieran acercarse a sus casas, porque ella les robaba lo que fuera con tal de comprar una dosis. Aquel que dio a luz en sus peores momentos le duele especialmente porque a los ocho años se enganchó al crack. “Yo lo descubrí cuando él tenía 13 y vivía en la calle. Mi hermano lo acogió y lo rehabilitó”, suspira aliviada.
El tercer hijo de Aissa Ibrahim Chicalia se enganchó al crack a los ocho años
En el pasado, la infección por VIH a través del uso de jeringuillas usadas no era considerada una prioridad en la lucha contra el sida en Mozambique, pero hace un año esto cambió. El Ministerio de Sanidad presentó la parte de reducción de daños como uno de los componentes de la lucha contra el sida al Global Fund, que es el organismo internacional que financia la lucha contra el VIH, la malaria y la tuberculosis, y este aprobó la propuesta, así que al menos hasta 2023 el país tiene asegurados los fondos para seguir suministrando metadona, jeringas y naloxona, así como para mantener el centro comunitario de Mafalala.
No obstante, hacen falta más personal y financiación para asistir a quienes siguen esperando una oportunidad para salir del infierno de la droga, como espera conseguir Chicalia. Ella también sigue y está preparándose para reducir la dosis con la idea de acabar dejándola en un proceso que, si todo va bien, concluirá las próximas navidades. “Quiero tener esta fuerza para siempre porque para atrás no quiero volver. Ya no necesito andar detrás de la heroína”, celebra.
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