Zonas de consumo libre para frenar la heroína
Las narcosalas son un método usado en Alemania para contener este opiáceo cuyo consumo crece en EE UU. Su nombre ha vuelto a sonar tras la muerte del actor Philip Seymour Hoffman
"En caso de sobredosis de heroína nuestro personal médico suministra de inmediato un fármaco que resulta efectivo en el plazo de pocos minutos. Durante este lapso de tiempo tenemos maquinarias para la respiración artificial. En el caso de un ataque espasmódico, como consecuencia de una sobredosis de cocaína, se utiliza otro medicamento: este se suministra a través de aerosol y bloquea la reacción. En ambas situaciones, acto seguido llamamos a la ambulancias para que lleve a las personas al hospital”. Christian Hannis habla como quien ha repetido estas palabras muchas veces, mientras conduce a dos reporteros en el interior de la organización que dirige.
El Birkenstube es una de las dos “zonas de consumo libre” de Berlín, allí donde los adictos pueden inyectarse o fumar estupefacientes en un ambiente aséptico, con jeringas limpias y bajo la supervisión de asistentes sociales y personal médico. Un lugar de asistencia primaria. La policía no puede acceder. Los “clientes” deben darse de alta, pero sus datos quedan anónimos. Se ofrecen duchas, comida caliente a dos euros, café a 30 céntimos y fruta gratis. Con instrumentos como este Alemania ha contenido el problema de la heroína desde los años noventa. En la estación del Zoologischer Garten ya no se ven jóvenes inyectándose. Se han mudado, son más mayores y mueren menos. Hannis se para súbitamente, mira a los ojos y asegura: “Aquí nadie se muere de sobredosis”. En total hay 24 lugares como este en todo el país.
En Alemania hay
24 zonas de consumo libre de drogas
Alemania fue uno de los países tristemente famosos por la heroína a partir de los años ochenta, cuando en la capital alemana ésta era parte integrante de la escena underground que vivía al oeste del muro (el West, la capitalista). Años en los que se cruzaban las vidas de David Bowie o Iggy Pop en el barrio de Schöneberg con las de la drogadicta más famosa en el mundo: Christiane Flescherinow, autora de Nosotros, niños de la estación del Zoo y de una autobiografía última titulada Mi segunda vida (en Deutscher Levante Verlag).
Hoy unos 35 años más tarde, los datos confirman que la tendencia es al retroceso. Tanto el número de adictos registrados, como las cantidades de heroína interceptadas por la policía han bajado, según datos de la Oficina del Control de Drogas del Gobierno. En 2011, en este país fueron 944 las víctimas de la heroína. Es el dato más bajo desde 1988. Y se logró a través de campañas informativas y las que expertos definen como “ofertas de supervivencia”, es decir, programas de metadona y zonas de consumo libre como el Birkenstube. Se consiguió contener el contagio de hepatitis y HIV, síndromes conectadas a este tipo de drogadicción, y se estabilizó la salud de dependientes de larga fecha. Aún así, el precio de la heroína se redujo a la mitad en los últimos veinte años, y esto la confirma como una sustancia atractiva para muchos.
El consumo de heroína en Europa
En Europa el número de consumidores de opiáceos es de alrededor de 1,4 millones, el 0,41% de la población adulta, según el Centro Europeo de Monitoreo de Drogas y Adicciones. El consumo de heroína ha disminuido en el continente en la última década aunque hay diferencias entre país y país. Los datos disponibles muestran que entre 2001 y 2011 se redujo la demanda de tratamientos contra el uso de esta droga entre 2001 y 2011. Hay 10.000 centros en Europa que ofrecen este tipo de ayuda. Aun así, entre 10.000 y 20.000 personas mueren cada año por sobredosis o enfermedades relacionadas con el uso de drogas, según cálculos del Centro europeo.
La gran mayoría de la droga disponible en Europa procede de Asia suroccidental. Afganistán que encabezas la lista de los países productores de opio, con una cuota del 80% del total mundial. La heroína llega de Asia a Europa a través de dos rutas. La primera y más importante es la llamada “vía de los Balcanes” que pasa por Turquía y los países de los Balcanes hasta Europa central, septentrional y meridional. La otra, menos relevante, es la conocida “ruta de la seda”, que atraviesa las repúblicas caucásicas y pasa por Rusia, Bielorrusia y Ucrania.
En España, según los datos oficiales (los últimos disponibles son de 2011) apenas el 0,1% de la población entre 15 y 65 años ha tomado heroína en los últimos 12 meses. El consumo no aumenta, según las encuestas del Plan Nacional sobre Drogas. Es la misma proporción que muestran encuestas anteriores de 2007, 2005, 2004, 2001 y 1999 (los sondeos son bienales). Hay que remontarse a 1997 (0,2) y 1995 (0,5) para observar datos más elevados. Pero hay razones para no bajar la guardia. A pesar de las cifras oficiales sobre consumo, según datos del programa de deshabituación de Proyecto Hombre las demandas de tratamiento por uso de heroína han pasado del 5,9% en 2008 al 17,5% en 2011.
En Alemania y en Europa, la tendencia es contraria a lo que fue denunciado en Estados Unidos después de la muerte del actor Philip Seymour Hoffman por sobredosis. Desde la alemana Agencia Central para la Dependencia (DHS) aseguran, sin embargo, que los números que bajan no significan directamente una victoria contra este problema: aquí muchos dependientes de heroína están en programas de suministración controlada de metadona. Esto significa que están haciendo una terapia, sin embargo, se encuentran todavía lejos de la abstinencia. Son existencias en el limbo, colgadas a la dosis diaria. De la misma manera sobreviven, en el limbo, los clientes del Birkenstube.
“Prohibido descargar aquí sus sentidos de culpa”. El mensaje está colgado a espaldas de la barra del café. Al lado, un enorme cartel de fondo negro explica la oferta de la casa: jeringas de 20, diez, cinco y dos mililitros, agujas largas y cortas, papel aluminio, algodón, cucharas esterilizadas, agua destilada, mecheros, contenedores para jeringas usadas, garzas, parches, preservativos. Debajo del cartel, un gran contenedor con un embudo encima sirve para tirar las agujas usadas. Una practicante francesa, Lelia, sistematiza las tazas del café detrás de la barra y las frutas en dos grandes cestas. En la cocina, Natalia, otra joven empleada, prepara una salsa de verduras. Desde la sala principal del café se accede a otras dos habitaciones más pequeñas: la primera tiene una mesa y cuatro sillas, aquí se puede fumar en “free base”, heroína o cocaína. La segunda habitación es más amplia, tiene cuatro sillas rojas alineadas que miran hacia un espejo. En un rincón está colocado un respirador. Es la sala de las inyecciones.
La puerta del Birkenstube se abre a las diez y media de la mañana. Es una entrada más bien anónima, en la esquina entre la Stromstrasse y la Birkenstrasse, en el barrio de Moabit, frente a un centro comercial muy frecuentado. A partir de esta hora los clientes llegan sin pausa. Hasta el cierre, a las 16.00, se turnarán unas cuarenta personas. Algunas se dejan entrevistar, explican sus historias y se prestan para retratos. Otras piden el anonimato. Otras rechazan hablar. “El tipo de cliente es extremamente variado. Hay personas de entre 18 y 65 años. Algunos vienen cada día, se quedan tres o cuatro horas; otros, una vez al mes, cambian 500 jeringas, toman un café de pie en la barra y se van”, explica Hannis. En el Birkenstube, una jeringa cuesta cincuenta céntimos, pero al cambio de una usada se recibe otra nueva gratis. “Hay personas que se afeitan cada día, otras que se duchan una vez cada seis meses. Están empujados por la dependencia de heroína y cocaína y por el hecho de tener poco dinero por otras cosas. Todos se siente perseguidos: las drogas son ilegales”.
El Birkenstube no es una consultoría, no se ofrecen terapias para salir de la drogadicción. A quienes piden ayuda, se le pone en contacto con otra oficina relacionada. El marco legal para estas estructuras fue introducido en 1994, en el ámbito de la Betäubungsmittelgesetz, la legislación de estupefacientes. Para la ley se trata de "estructuras en cuyas habitaciones los adictos de sustancias estupefacientes tienen la posibilidad de consumir drogas no prescritas por los médicos”.
Los adictos pueden inyectarse en un ambiente aséptico y bajo la supervisión de personal médico
Chris es de los primeros en llegar. Es un hombre de treinta años que aparenta menos, es limpio y afeitado, viste deportivo y tiene una gran bolsa negra de gimnasia. Se dirige directamente a la habitación de las inyecciones donde se queda unos 15 minutos. Al salir, extrae de su bolso un contenedor con dos jeringas y las tira en el cubo apósito. En la barra recibe dos a cambio. Pide un café y se lía un cigarro. “Me acabo de inyectar un cóctel de heroína junto a medio gramo de cocaína”, cuenta. Es alemán pero habla castellano correctamente con un fuerte acento latino. “Trabajé seis meses en un centro en Nicaragua como voluntario para ayudar jóvenes drogadictos". La contradicción no parece molestarle. Habla de su dependencia como si no fuera un problema. Sus ojos azules son lúcidos, sus manos tiemblan. Se ofrece al fotógrafo para un retrato.
Egidio es un hombre de Nápoles de 53 años, hijo de un emigrante de la primera generación, es zapatero de profesión aunque en la actualidad está desempleado. Su hija de 26 años trabaja y vive en Italia, tiene otro hijo de diez. En el Birkenstube los empleados le conocen y le encuentran simpático. Es bajo, sonriente con la cara expresiva y el pelo corto blanco. Se entretiene horas enteras. Hasta el final no consume drogas. Habla del café malo y el punto de cocción de la pasta. Otro italiano escucha la conversación: tiene 32 años, es del norte, ha estudiado letras y quería escribir: “Pero las cosas han ido diversamente”, comenta, lapidario, antes de salir. En este momento a Egidio le suena su móvil: es su madre, llama desde Nápoles.
Otro joven de la República Checa sale de la sala de las inyecciones. Ofrece contarlo todo de su drogadicción a cambio de dinero, mientras come uvas de una cesta. Vuelve a desaparecer en el baño. Sale corriendo, en las manos sujeta un preservativo lleno de agua, se dirige a la calle perseguido por una empleada del Birkenstube. Quiere tirar la bomba de agua desde el puente ferroviario a dos cuadras de distancia. Los empleados le amenazan con prohibirle la acceso a la estructura.
Una mujer flaca entra por la puerta y se sienta en las mesas frente a la barra. Habla de manera confusa de la muerte de su hija. Pasa continuamente de la felicidad a la rabia. Viste un abrigo rojo oscuro muy sucio, su olor es fuerte. Pide en la barra ropa limpia y la posibilidad de darse una ducha. “Generalmente la estructura funciona sin grandes problemas”, asegura Hannis mientras Natalia entrega a la mujer una bolsa con pantalones y una camiseta limpios, “a veces hay tensiones o peleas entre los clientes cuando las habitaciones para el consumo están llenas y hay que hacer colas. (…) Otras hay personas, como esta señora, que están descontroladas y provocan nerviosismo entre los clientes”.
En la sala de humo el olor es acre y se pega en la garganta. Mark es un alemán alto y moreno, entra y recorta un trozo de papel aluminio. Lo dobla varias veces y vacía el contenido marrón de una de las dos pequeñas bolsas que trae consigo. Con el mechero calienta el aluminio desde abajo. La sustancia se derrite y desprende un humo que él inspira con una patilla. “Un gramo en Berlín cuesta diez euros. Te lo venden en pequeñas bolas, se adquiere en las mayores estaciones de metro, pero lo que se encuentra ahora por Berlín da asco”, explica.
Una ventana conecta las dos habitaciones. Desde el espejo en la sala de las inyecciones se ve una chica rubia con la cara apoyada en la mesa y los puños apretados. Se da la vuelta, se dobla sobre sus rodillas y estira las manos. Se queda en la habitación unos veinte minutos. Se va sin pedir comida ni frutas, antes de salir se para frente al espejo y se pinta los labios.
Una pareja entra con dos grandes bolsas llenas de jeringas. En la barra, ambos aseguran que son 400. Las vacían en el contenedor. A cambio reciben cuatro cajas de cien cada una. Muchos de los que acuden a este lugar son viejos clientes que ahora se encuentran en programas de metadona. No deberían inyectarse, sin embargo algunos no respetan la prohibición, otros sí. Es el caso de Glen un músico londinense de 45 años que viajó por el mundo con su novia Kerstin después que su familia se opusiera a su matrimonio. “Nos drogábamos con heroína y valium y Kerstin era anoréxica, pesaba 38 kilos”. Del bolsillo extrae una libreta azul y naranja donde están anotadas las dosis de metadona. “Estoy casi afuera de esto”.
A las 15.30 ya no se puede entrar en el Birkenstube. En el café se quedan unas diez personas. Un hombre pide por dos euros el plato de pasta con verduras cocinado por Natalia. La radio está apagada. Su teléfono suena: el tono es la canción Pass this on de los Knife. Egidio sale de la habitación de las inyecciones. Ha esperado hasta el último minuto para poder aguantar hasta el día siguiente. Ya no sonríe, ni habla.
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