¿Por qué hay hombres que matan a las mujeres?
No se puede hacer frente a la violencia de género sin incluir el colapso del clima, que lo hará todo aún más difícil


Allane Pedrotti y Layse Pinheiro fueron asesinadas por un compañero de trabajo al que no le gustaba tener jefas mujeres. Tainara Souza Santos salió de un bar y fue atropellada por un ligue, que siguió arrastrando su cuerpo. Le han amputado ambas piernas. Isabele Macedo y sus cuatro hijos murieron carbonizados a manos de su pareja y padre de los niños, quien prendió fuego a su propia casa, con él fuera. Maria Katiane da Silva se precipitó desde el décimo piso del edificio. Se sospecha de su compañero. Evelin Saraiva recibió cinco disparos de su expareja. Maria de Lourdes Matos fue asesinada y quemada por un colega del Ejército.
Esta secuencia de feminicidios e intentos de feminicidio tuvo lugar en un período de solo ocho días, entre el 28 de noviembre y el 5 de diciembre, en Brasil. Son los casos que llegaron a la prensa. Hay muchos más, ya que Brasil registra cuatro asesinatos de mujeres —por ser mujeres— cada día, lo que provocó un levantamiento a principios de diciembre llamado Mujeres Vivas. En varias ciudades brasileñas, miles levantaron sus pancartas: “Parad de matarnos”.
Brasil no es una excepción. En el mundo, según la ONU, en 2024 al menos 137 mujeres y niñas fueron asesinadas cada día por sus parejas o familiares: una cada 10 minutos. Pero el caso brasileño ayuda a reflexionar sobre el aumento o persistencia anual de los feminicidios y de la violencia sexual. Las soluciones que se proponen son las mismas, ayer y hoy: más políticas públicas, una respuesta más efectiva por parte del Estado, educación en las escuelas, mayores penas para los delincuentes, más espacios de acogida para las víctimas, entre otras. Es evidente que las políticas públicas son esenciales. Pero ¿son suficientes para reducir la violencia contra las mujeres?
No creo que sean suficientes. Como tampoco es suficiente imponer penas más severas. El feminicidio se tipificó hace 10 años en Brasil y se considera un delito hediondo. Aun así, el número de víctimas persiste. Entre los análisis que han surgido a partir de esta serie macabra y del levantamiento de mujeres que le siguió, hay uno que se salió particularmente del lugar común: en un artículo, el filósofo Wilson Gomes abordó la cuestión como un problema de déficit democrático.
El feminicidio ocurre cuando un hombre decide que tiene derecho sobre la vida, el cuerpo o el destino de una mujer, escribió. Eso “viola el postulado central de la democracia, el de la autonomía. [...] Si la mitad de la población tiene un miedo justificable de la otra mitad, entonces la igualdad de libertades está comprometida.” Por lo tanto, “no es un problema de un género, sino de la democracia. Es nuestro”, enfatiza. “El Estado castiga el acto, pero no castiga la creencia”. Y nada cambiará “mientras la autonomía femenina no se convierta en un valor irrenunciable”. Para todos.
Tiene mucho sentido. La pregunta, a partir de ahí, es: ¿existe una posibilidad real de que eso ocurra? Si tuviéramos siglos o incluso varias décadas por delante, se podría creer que tendríamos la oportunidad de alcanzar algo que se le acercara. Pero si analizamos el problema desde el punto de vista del colapso del clima y de la biodiversidad, el desafío es aún mayor. No concibo ningún debate —ninguno— que no incluya el riesgo real de extinción de la especie humana al que nos enfrentamos en este momento tan desafiante, que por ahora no parece que se vaya a poder reducir. Al contrario, está aumentando.
El incremento del número de casos de violencia coincide con el crecimiento del protagonismo de las mujeres, mayor todavía en el caso de las indígenas. Un estudio realizado por la ONG Género e Número reveló que, entre 2014 y 2023, los registros de violencia (física, psicológica y sexual) contra mujeres indígenas aumentaron un 258%, frente a un 207% en la media general de las mujeres brasileñas. En el caso específico de la violencia sexual, el crecimiento fue del 297% en las mujeres indígenas y del 188% en la media general.
Una hipótesis razonable es que, al sentirse cuestionados en lo que consideran un derecho de sexo y género, que es el dominio sobre el cuerpo y el destino de las mujeres que consideran suyas, la violencia es una respuesta. Son hombres que sienten que el suelo cede bajo sus pies cuando lo que consideran su esencia —una idea de masculinidad— se pone en entredicho.
Se aferran al último bastión de un mundo que colapsa, y colapsa literalmente. Cada vez más, que el suelo ceda bajo los pies, con el aumento de la intensidad y la frecuencia de los fenómenos climáticos, deja de ser una metáfora para convertirse en algo literal. El suelo se derrumba o se hunde fuera y dentro. También por eso, la (falsa) promesa de la extrema derecha encuentra terreno fértil en ese terreno que cede bajo los pies, al prometer el retorno al pasado donde “los hombres son hombres y las mujeres son mujeres”.
Lo perturbador es que, con el empeoramiento progresivo de las condiciones de vida, en que las mujeres son las primeras y más afectadas, lo que es un horror puede llegar a convertirse en algo para lo que aún no tenemos nombre. Es duro decir esto en lugar de limitarme a repetir la legítima demanda de más políticas públicas y más acogida, pero es necesario: no hay perspectiva de que se reconozca la autonomía de las mujeres sobre su cuerpo y su destino sin abordar el problema desde la experiencia sin precedentes que supone el colapso de la vida tal y como la conocemos. Es duro decirlo, pero lo peor aún está por llegar. Por eso también tenemos la responsabilidad de aumentar la complejidad no solo de las respuestas, sino también de las preguntas.
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