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Las otras vidas
Viñeta
Las ilustraciones y dibujos (sean de humor o no) se consideran elementos de opinión y, por tanto, responden al criterio de sus autores

Una novela de ahora mismo

Un siglo después de su publicación, el tiempo ha confirmado la total modernidad de ‘El gran Gatsby’

Hay regalos que duran toda la vida. Cuando nos despedíamos al final del último curso en la universidad, un amigo me regaló una edición barata de El gran Gatsby, que traía en la portada una foto de Robert Redford en esmoquin, reclamo evidente por la película de mucho éxito basada en la novela. Con distraído esnobismo de universitario, adicto a las severidades de los cineclubs, yo no había hecho caso a la película, y la portada de la novela no me había llamado la menor atención, imaginando que sería una historia romántica de las que abundaban entonces, a la zaga del éxito de Love Story. No hay ignorancia que no sea despectiva. El gran Gatsby, cada vez que vuelvo a ella, me parece un modelo de esa perfección que se alcanza tantas veces en la música, y creo que con bastante menos frecuencia en la novela. El gran Gatsby apareció en el mismo año prodigioso en el que Virginia Woolf publicaba Mrs. Dalloway y John Dos Passos Manhattan Transfer, y un año después de nada menos que La montaña mágica, de Thomas Mann. Proust había muerto en 1922, pero los últimos volúmenes de En busca del tiempo perdido seguían editándose, y en ese mismo año la heroica y muy sufrida librera Sylvia Beach le había costeado a James Joyce la publicación de Ulises, que en algunos capítulos tiene concordancias misteriosas con Luces de bohemia, impresa en libro en 1924. El “Madrid absurdo, luminoso y hambriento” de nuestro Valle-Inclán se parece mucho en ciertos pasajes de esperpento y desgarro al Dublín de Joyce, por donde también deambulan un maestro y un discípulo tan beodos como Max Estrella y don Latino de Hispalis.

Son, a mi juicio, los años cumbre en el arte de la novela. Proust había acarreado a la estética del nuevo siglo los hallazgos del realismo folletinesco de Balzac y la agudeza social y psicológica de George Eliot. Virginia Woolf admiraba abiertamente a Eliot, modelo para ella de mujer novelista, y leía con fervor cada nuevo volumen de Proust que iba apareciendo. A Joyce lo detestaba, no sin el desagrado de una inglesa de clase alta hacia un descastado irlandés resuelto a no prescindir ni disimular ninguna grosería, pero su instinto de narradora era más lúcido que sus prejuicios literarios y sociales, así que, escribiendo Mrs. Dalloway no tuvo escrúpulo en aprender de Ulises. A partir de 1925, Virginia Woolf emprendió una sucesión sobrecogedora de obras maestras que iba a durar hasta el fin de su vida, cada una de las cuales tiene la virtud de ser del todo original, no solo con respecto a las novelas de los otros, sino a las que la misma Woolf había escrito antes o escribiría después.

Todas estas novelas de los años veinte, siendo tan variadas, tienen algo en común: la mezcla entre el retrato de la cruda inmediatez de lo real y la experimentación en la forma. Uno y otra son inseparables. A Joyce, a Mann, a Woolf, la vida que se agita en torno suyo y en el interior de la conciencia les apasiona tanto como a Balzac o a Flaubert, pero ellos saben que el mundo en el que viven ya está muy alejado del de sus predecesores, y por tanto necesitan nuevas herramientas formales para reflejarlo, y recrearlo. Cuando yo era joven, a todo lo que sonara a realista se le añadía el calificativo de “la berza”, cuando no el todavía peor de “costumbrismo”. Parecía que una novela “experimental” —palabra que los críticos pronunciaban con reverencia— debía ser tan impenetrable a la realidad cercana como un cuadro de Mark Rothko a la acera convulsa de la calle de Nueva York donde estaba su estudio.

En esta edad de oro de las novelas, los años veinte del siglo pasado, El gran Gatsby ocupa un espacio tan singular como su propio autor. Comparado con los otros, Scott Fitzgerald era un personaje mundano y algo sospechoso, una especie de estrella pop que triunfa de golpe en la primera juventud y posa en las revistas con una pareja glamurosa, los dos vestidos a la última moda, conduciendo coches rápidos y bebiendo cócteles en fiestas de sociedad que duran noches enteras. Su primera novela, A este lado del paraíso, la publicó en 1920, y fue un éxito masivo entre el público joven que lo hizo célebre y rico a los 23 años. Solo cinco años más tarde, cuando apareció El gran Gatsby, su salud y su vida empezaban a desbaratarse, y tenía la angustia prematura del artista pop por estar pasándose de moda. La novela, en la que él confiaba apasionadamente (una de esas raras veces en las que un autor es consciente sin vanidad ni delirio del valor de lo que ha hecho), tuvo críticas excelentes, y también mediocres, y pareció que estaba siendo un best-seller, pero luego resultó que no, no en la medida en que él y sus editores esperaban. Y su novedad no es tan visible como la de otras novelas contemporáneas: a no ser que al fijarnos en la limpieza y la claridad de su forma, en el aire de liviandad con que sucede la historia, pensemos no en ejemplos literarios, sino en las arquitecturas más originales de la época, los edificios en apariencia sin peso de la Bauhaus.

El gran Gatsby, apenas con 170 páginas, con una sola voz narrativa, con un relato casi en línea recta que va de principio a fin, en el curso de un solo verano, es casi una novela corta. La escritura es transparente, con el impulso romántico y el contrapunto de ironía y desengaño que hay en muchas canciones americanas de la edad del jazz. Hace un siglo justo que se publicó, y se mantiene tan tersa, tan perfecta en su concisión, como el primer día. El tiempo, en vez de gastarla, ha confirmado su modernidad, en el sentido más pleno. Una gran novela es un reflejo de su tiempo, y también de los tiempos de sus lectores sucesivos.

Yo leí El gran Gatsby las primeras veces como una historia de amor excesivo, ensoñado, fracasado. Esta vez vuelvo a ella y la melancolía de aquel amor sin realidad ni porvenir no es tan poderosa como el retrato de un mundo en el que la riqueza y el poder deforman por igual a quienes los poseen que a quienes los ansían y los sufren, y en el que los más ricos aplastan sin miramiento a los débiles en la persecución de sus caprichos, y nunca pagan los destrozos que causan, y además se quejan de los invasores que amenazan la civilización representada en exclusiva por ellos.

La novela sucede en el verano de 1922, pero nosotros la leemos inevitablemente a la luz de lo que vino después, la crisis de 1929, causada por el enloquecimiento de la especulación financiera, el supremacismo blanco y el resentimiento de los privilegiados que se aprovecharían del desamparo y la rabia de los pobres para levantar regímenes homicidas. Los ricos viven en mansiones monstruosas a la orilla del mar. El narrador de la novela, Nick Carraway, negocia bonos en la Bolsa. Tom Buchanan, heredero de una riqueza de generaciones que le hace despreciar el arribismo de nuevo rico de Gatsby, le explica a Nick su visión sombría del mundo, que se parece bastante a la “gran sustitución” de los fascistas y tecnólogos de ahora: “La civilización se está cayendo en pedazos… Si no nos mantenemos alertas, la raza blanca será avasallada por completo… Es todo científico. Nos toca a nosotros, la raza dominante, estar vigilantes, o si no otras razas tomarán el control”. Tom Buchanan, dice Fitzgerald, tiene un cuerpo cruel: hombros hercúleos, como de gimnasio, mentón alzado, como los esbirros de trajes azules de Donald Trump. Puede que Trump no supiera lo que estaba haciendo cuando en su mansión monstruo de Florida dio una fiesta de Halloween a la que había que asistir con disfraces inspirados por El gran Gatsby.

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