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Tribuna
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Universidad pública: matar a la ‘alma mater’

El Gobierno de la Comunidad de Madrid ahoga la educación superior utilizando una caricatura ideológica injusta

Javier Moreno Luzón

El pasado 27 de noviembre, en Madrid, se produjo un hecho insólito. Con la Puerta del Sol a punto de llenarse de manifestantes que reclamaban a pleno pulmón una universidad pública de calidad, la presidenta del Gobierno de la Comunidad lanzó en redes sociales un mensaje difícil de entender: “Yo, sí”, afirmaba, junto a un corazón rodeado por el lema “Formada en la universidad pública”. Cuando, en un periodo de bonanza económica, el sistema universitario madrileño se asfixia a causa de una crónica infrafinanciación, la responsable última de su maltrecho estado comunica al mundo su orgullo por haber cursado la carrera en la Complutense, el mayor y más antiguo de sus centros, que anda estos meses al borde de la ruina. No tuvo mucho éxito entre quienes respondieron a su sentida declaración, que la acusaron de cinismo y de cosas peores.

Lo cierto es que Isabel Díaz Ayuso se licenció en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. No se trata de un caso excepcional en su propio Gobierno: de los nueve consejeros que lo integran, seis se graduaron también en la Complutense, dos en la Politécnica de Madrid y uno en la de Murcia, todas públicas. La titular de Economía, Hacienda y Empleo, Rocío Albert López-Ibor, que regatea recursos vitales a los campus, es incluso profesora en la principal universidad madrileña. La presidenta fue nombrada en 2022 alumna ilustre complutense. Más allá de constatar la enorme eficacia de estos organismos a la hora de suministrar dirigentes a la política autonómica, este raro fenómeno exige una explicación.

Para desentrañarlo, podría recurrirse a la inspiración del psicoanálisis: los gobernantes madrileños querrían matar de manera inconsciente no a su padre, sino a su alma mater, con el fin de emanciparse. O tal vez padezcan un simple deseo de venganza, como el de los niños y adolescentes humillados en orfanatos o centros de acogida, ansiosos por destruirlos. Un mecanismo paralelo al de aquellos colegios religiosos que produjeron en España una legión de ateos y anticlericales. Algo difícil de comprobar, salvo confesión por parte de los afectados. Más razonable parece suponer que, con independencia de sus orígenes, el ala más radical del Partido Popular se dispone a hacer con la Universidad lo que ya ha conseguido, allí donde manda, con la sanidad y la educación primaria y secundaria. Es decir, beneficiar a los negocios privados mientras deja deteriorarse los servicios públicos, con el resultado de alejar de estos últimos a las clases medias y medias-altas, a las que muchos de sus miembros pertenecen. Su connivencia con sectores eclesiásticos y empresariales en esta operación, que viene de lejos, no resulta un secreto para nadie.

Hipótesis aparte, semejante política pone en riesgo algunas de las funciones fundamentales de la universidad pública, en Madrid y en cualquier sitio, que tocan a valores democráticos clave. A saber, su papel como ágora donde se cultiva y respeta la libertad de pensamiento, sin subordinarse a intereses ajenos; su vinculación a la igualdad de oportunidades, el famoso ascensor social, y su lugar central en el progreso de un país avanzado. Allí nadie impone al profesorado, más allá de un programa con epígrafes elementales y algunas fórmulas de evaluación, qué y cómo tiene que enseñar, al tiempo que el pluralismo está garantizado en las aulas. Los que hablan de adoctrinamiento ideológico en la universidad pública no saben lo que dicen o mienten, pues los excesos en este terreno escasean y pueden sancionarse a través de cauces institucionales. Además, los campus están abiertos al debate sobre cualquier tema, siempre dentro del marco legal vigente, que, por ejemplo, excluye la incitación al odio. En ellos se valora la diversidad y se permite a los jóvenes sentirse diferentes, encontrar su sitio y descubrir su vocación. Ese es un rasgo esencial de la experiencia universitaria.

En segundo lugar, los fondos públicos permiten mantener una matrícula asequible para la mayoría de las familias y financiar becas con el fin de ayudar a quienes carezcan de recursos suficientes. Algunos países, como Alemania, ofrecen titulaciones casi gratuitas, y hasta hay comunidades autónomas en España que han comenzado a hacerlo con los estudiantes que superan el primer curso. Como ocurre en escuelas e institutos, un alumnado con procedencias heterogéneas enriquece de forma considerable la enseñanza y mitiga la segregación social. De hecho, de la presencia de buenas facultades accesibles depende la igualdad efectiva de oportunidades que ordena el artículo 9.2. de nuestra Constitución. Si no se sostiene su calidad, la educación superior digna de tal nombre quedará tan solo para las clases pudientes y se agotará el sueño meritocrático, ya bastante menguado. Esa ruptura del contrato social, como ha advertido el filósofo Agustín Menéndez, nos abocaría a graves conflictos.

Por último, una verdadera Universidad se ocupa no solo de la docencia, sino también, y de un modo preferente, de la investigación, en especial de la básica y poco rentable a corto plazo. Nada que ver con las empresas que, sin más recorrido previo que la preparación de oposiciones o los cursillos técnicos, han obtenido en los últimos años el marchamo universitario en la Comunidad de Madrid. ¿Quién analizará nuestro pasado o nuestro presente y pensará en el futuro —en la globalización, en el clima o en la gobernanza— si desaparecen las instituciones públicas que puedan permitirse pagar a humanistas y científicos capaces de innovar, embarcados en proyectos cuya realización lleva años y no se traduce en réditos inmediatos? Salvo unos cuantos con cierta solera, los centros privados españoles no solo no se ocupan en exceso de estos asuntos, sino que, por desgracia, ni siquiera permiten investigar a sus profesores. Todavía más, solo buenos entornos universitarios permitirán formar esos cuadros profesionales necesarios en una economía dinámica y unas administraciones estatales racionalizadas.

Pues bien, en vez de facilitar el cumplimiento de estas funciones, algunos círculos políticos y gubernamentales se dedican a denigrar a la universidad pública. En Madrid se practica lo que cabría llamar la reductio ad Iglesiorum: al final, se asimila toda la labor universitaria a la mera caricatura de un solo profesor, Pablo Iglesias Turrión, convertido en la bestia negra de las derechas. Se sentencia a la Universidad por caer en manos de no sé qué marxismo woke, en una batalla cultural que no cesa, y la ley autonómica en preparación prevé multas desorbitadas para quien ponga una pancarta inconveniente. Puro trumpismo castizo, que choca con la realidad de la misma Complutense, cuyo actual rector, elegido por quienes trabajan en ella, recibió un respaldo sin tapujos del Partido Popular. En realidad, no tendría que ser tan complicado poner de acuerdo a conservadores y progresistas en la necesidad de dotar de medios decentes a las universidades públicas, motores de la libertad de pensamiento, la igualdad de oportunidades y el progreso social y económico. Ojalá la extraña publicación en redes de Díaz Ayuso, tan chocante para quien conozca la estrategia de sus gobiernos desde 2019, no represente una señal de hipocresía descarnada sino una preocupación auténtica por el destino de la Universidad de todos, que necesita desahogo y estabilidad presupuestaria. Para reparar infraestructuras, atajar la precariedad y, por supuesto, abordar reformas y modernizarse con la atracción de talento internacional. Que los actos de la alumna ilustre desmientan la sospecha de que, en el fondo, lo que quiere es matar a su alma mater.

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