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Tribuna
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Pedro Sánchez y la metáfora del Peugeot

El presidencialismo del secretario general del PSOE fue un día su mayor fortaleza, pero ahora puede convertirse en un lastre para los socialistas

Estefanía Molina

Se especula en Madrid con que la soledad de Pedro Sánchez en 2016 es lo que pudo propiciar que se acercaran los chicos del Peugeot, tras romper con el corazón de Ferraz. La Justicia determinará finalmente el destino de sus excolaboradores, pero la realidad es que el presidencialismo de Sánchez siempre se había considerado su mayor baza política y ahora corre el riesgo de volverse el mayor inconveniente para el PSOE a futuro.

Cabe recordar que un perfil tan irredento como el del líder socialista fue necesario en su momento para salvar al partido. Mediante el “no es no” a Mariano Rajoy rompió con dos ideas impensables hasta entonces para el socialismo español. De un lado, que el bipartidismo pudiera llegar a entenderse con otros partidos que no fueran los de “Estado” o el nacionalismo moderado. Del otro, que ser promocionado por el aparato fuera la única forma de llegar a gobernar España. Por ello, es honesto reconocer que, sin el carácter outsider de Sánchez y su negativa a pactar con el Partido Popular, hoy nuestro país sería distinto. Podemos seguramente habría destrozado a un partido centenario. Y sin la amnistía o los indultos, el independentismo no habría acabado destronando en las urnas a ERC y Junts; muchos catalanes seguirían anclados en el agravio de una España “opresora”.

Sin embargo, cada vez más, el PSOE empieza a encontrarse en una encrucijada: hasta qué punto Sánchez suma para el futuro de la organización, ahora que muchos piensan que el día después se acerca. El presidente del Gobierno luchará por ganar las elecciones aprovechando la coyuntura de un PP laminado por Vox: eso dejaría a Génova 13 un escenario de debilidad cuando gobiernen. En cambio, cabe preguntarse qué va a ser de la formación en las municipales o autonómicas, donde se espera que la derecha tiña de nuevo el mapa de azul y verde.

Primero, Sánchez ha enviado a sus ministros a pelear en las comunidades autónomas, lo que no deja de ser una forma de bunkerizarse. Cabría preguntarse si realmente alguien cree que una ministra como María Jesús Montero —tras defender la financiación singular para Cataluña y el actual despliegue para recuperar el voto de Junts— tiene algo que hacer en Andalucía. O si Miguel Ángel Gallardo en Extremadura —imputado— no evoca más que la imagen de las causas judiciales abiertas, en vez de la idea de la gestión política. E incluso por qué Diana Morant o Pilar Alegría no dejan su cargo en el Gobierno —como tampoco lo hace Montero—: ser candidato autonómico debería ser una tarea diferenciada en sí misma. En definitiva, este PSOE no tiene perfiles propios en los territorios más allá de Emiliano García-Page. Hoy es un partido netamente presidencial, a diferencia de lo que fue en el pasado, cuando las baronías eran una fortaleza. Lo que en 2019 catapultó al PSOE —la popularidad de su secretario general tras la moción de censura a Mariano Rajoy— hoy es su mayor escollo, sobre todo en la España mesetaria, debido a su dependencia de sus socios en Cataluña y Euskadi.

Segundo, el presidencialismo de Sánchez está erosionando el futuro de sus colaboradores más cercanos. Allá por 2018 era hasta útil, o una forma de rendición de cuentas, que el presidente fuera la figura principal, que hiciera o deshiciera a antojo con su gabinete, cuando la imagen de tal o cual ministro quedaba muy tocada. Sin embargo, el fuerte liderazgo de Sánchez obliga ya a defender el proyecto a toda costa, incluso en un momento de parálisis y polémicas, sin encontrar un desquite posible en aquella práctica —tan antigua como habitual en cualquier organización política— de aliarse con las facciones críticas para mantener cierto perfil propio. Eso ya no es posible porque no hay facciones críticas a las que acudir ni un comité federal fuerte como antaño: Sánchez laminó ese contrapeso para que nunca más pudieran echarle ni enmendar sus decisiones políticas.

Tercero, la relación previa de Sánchez con sus excolaboradores investigados sigue siendo una gota malaya. El presidente dice ahora que José Luis Ábalos era un “desconocido” para él en lo personal, pero fue de su máxima confianza política: portavoz de la moción de censura y hombre fuerte en el PSOE, como luego lo fue Santos Cerdán. Y ninguno de ellos parece que vaya a dar un final tranquilo a la legislatura. Ábalos ha roto su cordialidad, y estos días arrecian declaraciones de él y de Koldo García a algunos medios. Es la metáfora del Peugeot: el presidencialismo ha permitido a Sánchez desprenderse de sus ministros, del partido, de los intereses de ciertos territorios, hasta de sus socios para seguir en La Moncloa, pero el presidente cargará irremediablemente con el recuerdo de haber compartido aquel coche.

Lo único que Sánchez ya no controla es la percepción pública: que haya ciudadanos que, quizás, puedan dudar sobre si nunca le llegó ni un rumor de la vida que presuntamente llevaban sus antiguos compañeros. O incluso, pensar que liquidar la legislatura sea la única forma de asumir responsabilidades, al menos, estrictamente políticas, dado que hasta la fecha el presidente es inocente porque la justicia no le ha encontrado ningún trapo sucio.

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Sobre la firma

Estefanía Molina
Politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y en el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER. Presenta el podcast 'Selfi a los 30' (SER Podcast).
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