Podría ser peor
Quizás, antes de dar posibles respuestas a la nostalgia de los jóvenes por un franquismo que no conocieron, deberíamos formular más preguntas


Estábamos yendo a visitar a una pareja de amigos que acababan de ser padres. Se habían ido a vivir a un pueblecito de las Merindades (Burgos) y justo antes de llegar vi el cartel: Valdenoceda. Había oído ese nombre mil veces. Paramos y nos colamos en el penal en el que estuvo preso mi bisabuelo, militante comunista, antes de escapar y exiliarse a Francia. Me impactó mucho lo pequeño que era; después leí que el franquismo ni siquiera se había preocupado por habilitar esa antigua fábrica como cárcel, que fue una de las más terribles de la época precisamente por el hacinamiento. En cinco años pasaron por allí más de 5.800 presos.
Las celdas eran tan pocas que hice fotos a todas ellas. Después se las enseñé a mi abuelo, porque el musgo que crecía en el suelo y las vigas cayéndose eran el triunfo, años después, de su padre, que solo pudo volver a España muerto. Fue en quien primero pensé tras conocer el dato del CIS que más ha dado que hablar en la última semana: casi el 25% de los jóvenes de entre 18 y 24 años creen que el sistema democrático actual es igual o peor que la dictadura franquista.
Hay quienes dicen que para la mayoría de ellos Franco no es más que un meme, un personaje kitsch, que es una forma sofisticada de decir lo que siempre han dicho los viejos de los jóvenes: que son unos descerebrados. Hay quienes se contentan con explicar que la rebeldía ha cambiado de bando, que las generaciones siempre son pendulares o que el problema son los libros de historia, en los que al franquismo siempre se llega en el tercer trimestre, cuando hace ya calor y los chavales están desganados. Puede que todos ellos tengan razón, pero son razones algo pobres, algunas incluso rebatibles: el franquismo no solo está en los libros de historia sino en los de literatura, no solo en el colegio sino en el telediario, en los museos, en la memoria oral de muchas familias.
Quizá, antes de dar tantas respuestas, deberíamos formular más preguntas. ¿A qué se refieren los chavales cuando hablan de franquismo; a los años cuarenta, retratados con tino por Nieves Conde en Surcos, o a los setenta? ¿Qué es lo que les parece envidiable de entonces: que la legislación fuera profundamente injusta con las mujeres, como señaló Mercedes Formica, o que la construcción de vivienda pública fuera entonces mucho mayor que ahora? ¿Sirve de algo quitar el yugo y las flechas de las viviendas de VPO si no se construyen bloques similares a los que aún las conservan?
El mismo fenómeno que se está dando aquí se está replicando en países de la órbita exsoviética, y no solo entre la juventud: cuando el año pasado los agricultores europeos salieron con sus tractores a las calles, hubo un gran escándalo porque algunos llevaron aquí banderas franquistas, pero es que en Europa del Este se vieron banderas de repúblicas comunistas. Y seguramente lo que añoraban esos agricultores y lo que añoran los jóvenes no sea el fascismo ni el comunismo, sino soberanía, certezas o la posibilidad de vivir de su trabajo.
Para encontrar las razones de su nostalgia quizá sea más útil buscar no tanto en ellos, sino en las promesas incumplidas —materiales, pero también antropológicas— que les hizo la Europa del progreso, la globalización y la democracia liberal. Y en la desesperanza y la frustración que deben sentir cuando las ven romperse y por respuesta solo reciben que no se quejen, que podría ser peor. Por muy cierto que eso sea.
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