Soñadores infieles
Cuando alguien sueña algo intenso, el cuerpo sigue sintiendo la emoción al despertar: se segregan cortisol y adrenalina como si hubiera ocurrido de verdad


Voy a comer con un amigo al que hace tiempo que no veo, cosa temeraria. Mi amigo me cuenta un problema. Desde la mañana su novia se comporta fría y desapasionada, como si él hubiese hecho algo terrible (pero él, insiste, no ha hecho nada malo). Desde que me dedico al periodismo, cada vez que alguien me dice que no ha hecho algo malo me pregunto qué es lo que entiende por malo. Porque a lo mejor no ha hecho nada malo para él, pero sí para la supervivencia de la especie. Mi amigo me cuenta, por fin, que su novia soñó que él le ponía los cuernos. Con pelos y señales, incluidos pub y amante (la ex del chico). “No me habla desde que se despertó, qué te parece”, dice. “Me parece bien, habría que verte a ti”.
Le cuento que, como nunca duermo profundamente, recuerdo siempre mis sueños y me costó años, y terapias, aprender a no pasar facturas del subconsciente en la vida real. Le digo que cualquier reacción apelando a lo racional (“¿tengo que defenderme de lo que hago en mis sueños?”) está destinada al fracaso y quién sabe si a la autoinculpación. Él no le da importancia. Intento rebajar su euforia: es cierto que no le ha engañado de manera consciente, pero al fin y al cabo le ha engañado, qué más da cómo. Ante semejante conmoción, las circunstancias importan poco.
Estudios han mostrado que el 35 % de las personas soñaron alguna vez que su pareja les engaña. El cerebro no distingue del todo entre emoción soñada y emoción vivida. Durante la fase REM, las áreas límbicas, responsables de las emociones, están muy activas, mientras que la corteza prefrontal —racional— está parcialmente desconectada. Por eso, cuando alguien sueña algo intenso (una traición, un abandono, una pelea) el cuerpo sigue sintiendo la emoción al despertar: se segregan cortisol y adrenalina de la misma manera que si hubiera ocurrido de verdad. “¿Pero cómo voy a entrar en sus sueños?”, explota mi amigo. Chus, del Curruncho, pasa por nuestra mesa: “No hay que entrar: hay que salir de cualquier sitio en el que tú no mandes en ti”.
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