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tribuna
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Mi querida mujer

La tecnología está dando lugar a un machismo tan primitivo como el que existía en los pueblos asfixiados por la moral tradicional

Lídia Jorge

El amor, el único infinito disponible

en un mundo vacío de dioses.

(André Breton)

1.

A propósito de la cuestión femenina, se me viene a la cabeza un episodio lejano. Ocurrió a mediados del siglo pasado, cuando aún no existían las pruebas de ADN y el derecho de familia, en Portugal, conservaba vestigios del Código de Hammurabi. En medio de los campos del sur, una joven, tras cumplir 15 años, decidió empezar a acostarse con los chicos de los alrededores. Era notorio que la veían levantarse de los campos de trigo, salir de los pajares, desaparecer tras muros ocultos y regresar muy sonriente de allí. Advirtieron a sus padres del baile que se traía su hija, pero estos solo lo creyeron cuando el cuerpo de la joven empezó a cambiar de formas y un embarazo prominente se hizo visible para todos. Nosotros, los niños, tuvimos entonces la oportunidad de adentrarnos en los misterios de la procreación a través de aquel caso tan explícito, ya que la joven, que apenas nos doblaba en edad, servía como ejemplo vivo y tangible de lo que sucedía cuando una mujer se acostaba con un hombre. De esta manera, a puerta cerrada, se discutía una cuestión importante: ¿de quién sería la paternidad de la criatura?

2.

Los padres de la muchacha denunciaron la situación a las autoridades y, por si las moscas, al no saber con certeza a quién imputar la responsabilidad, eligieron al heredero más rico de la zona entre todos los sospechosos. Como es natural, todos sus amigos se presentaron a declarar y demostraron, con júbilo e impúdicas descripciones, que también se habían acostado con ella. Hubo risas a raudales. ¿Cómo podía determinarse de quién era aquel hijo? La chica regresó a casa con su padre y su madre, sin pareja, y esperó el parto. Una noche de primavera, nació una niña.

Entonces, nosotras, las alumnas del colegio de primaria, fuimos a ver a la recién nacida. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer: la parturienta se hallaba acostada boca abajo contra la pared, pero no estaba sola. Junto al postigo entreabierto, varias ancianas se turnaban para asomarse a la cuna y comentar en voz alta las facciones de la niña. ¿A quién se parece? ¿Quién será el padre? Por la nariz, podría ser hija de este; por la barbilla, del de más allá… La chica de los campos de trigo, con los ojos cerrados, no dijo una sola palabra. Era una escena de crueldad indescriptible, un nacimiento sin redención. Nosotras, las niñas, al irnos, nos dedicamos a jugar y a saltar; no teníamos palabras para describir lo que habíamos visto. Así que no sé qué vieron mis compañeras. Yo jamás olvidé lo que vi.

3.

Lo que vi fue la asimetría biológica entre hombres y mujeres plasmada en vivo. Aplicando el concepto de relevo generacional que Konrad Lorenz creó para los animales, ese debió ser el día clave en el que aprendí que existe un diferencial entre los géneros indestructible hasta ahora, a pesar de la evolución de la ciencia y la aplicación de los derechos humanos, y, sobre todo, a pesar de la gloriosa lucha de las feministas que lograron debelar los prejuicios filosóficos, desde Kant hasta Freud, luchando sobre el terreno con uñas y dientes por la dignidad de sus vidas. Esas mujeres heroicas de las que todas somos hijas hoy.

El caso es que la historia no se desarrolla siguiendo una línea recta ascendente. En nuestros días, paradójicamente, la tecnología ofrece nuevos medios que ponen a nuestro alcance mundos prodigiosos, mientras que, al mismo tiempo, las conductas se hunden en la grosería y la indignidad. Hay constancia de que, últimamente, son muchos los que han vuelto a leer el ensayo Sobre las mujeres de Schopenhauer y extraen de él pensamientos de gran consuelo. Delenda est femina, ese terrible lema, una versión particular de la frase que Catón usó sobre Cartago, afirmando que debía ser destruida, es su tesis. Y la idea de que las mujeres son el “sexo débil”, un principio que Simone de Beauvoir, 150 años después, revirtió, inaugurando una época de claridad en el pensamiento moderno, es su correlato.

4.

Por increíble que parezca, es a la radical opinión sobre la disimilitud entre los sexos femenino y masculino de este filósofo, y a sus seguidores modernos, a quienes se debe la legitimidad que muchos encuentran hoy para convertir a las mujeres, una vez más, en objeto de indignidad. Su campo de reverberación, que se plasma públicamente en el desabrido discurso de la “vuelta a casa y a los pañales”, típico de toda una generación de autócratas emergentes, cuenta desde hace tiempo con un medio que le permite, en privado, humillar, codificar y deshumanizar a las mujeres. Me refiero al espacio digital de las páginas web privadas, la dark web y demás, un lugar sin fondo ni límites donde todo está permitido y reina la confusión en una especie de caos primitivo de prerracionalidad.

Podemos preguntárselo a los psicólogos y a los profesores, a los padres de las adolescentes. Ahora, las primeras experiencias amorosas se graban y se difunden en línea, en un bautismo de humillación de dimensiones devastadoras. No sé si se trata de la idea de que hay que destruir a las mujeres, pero sí por lo menos de la demostración de que son lo suficientemente vulnerables como para que algo así pueda ocurrir. La vieja imagen de salir a caza de mujeres ocupa un lugar gigantesco en el espacio de oscuridad que la modernidad consiente. Consideremos el caso de la manipulación de imágenes de mujeres destacadas, cuando sus rostros se superponen a cuerpos en posiciones obscenas, o el caso aberrante de la pareja Pélicot y sus cincuenta abusadores. Podría objetarse que toda etapa civilizadora genera sus propios desechos, y que estos aspectos son solo la necesaria inmundicia de excepción, para que el equilibrio se imponga en la normalidad. Aun así, resulta difícil no leer en estas señales una suerte de talibanización que la modernidad permite en el espléndido hábitat del acelerado triunfo tecnológico.

5.

Con todo, el modelo más inquietante de talibanización es ese cuya fórmula se reveló hace unos meses a través del sitio web italiano Mia Moglie. En aquel momento causó asombro e indignación, pero los días transcurren vertiginosamente entre bombas, militarización, negocios descarados y asesinatos ejemplares en alta mar. ¿Quién piensa ya en que más de 32.000 hombres han expuesto en internet los cuerpos de sus esposas durante sus relaciones amorosas? ¿Y quién puede ignorar que este proceso se multiplica debido a la facilidad para obtener estas imágenes íntimas? ¿Quién duda de que la estandarización de esta práctica se extiende? Exponer la intimidad de alguien a quien se supone que se ama —Mia Moglie— y con quien se comparte un espacio secreto que debería ser impenetrable, es un crimen de alta traición. La cadena de la humanidad se fundó sobre la premisa de que los seres humanos nacen de un acto único de intercambio íntimo. Más aún, mucho más allá de la procreación, el encuentro amoroso humano se basa en la idea de que el otro es un ser válido para nuestro propio ser. Incluso el frígido Kant, que consideraba el matrimonio un contrato —lo que muchos interpretan como una infamia—, fue capaz de vislumbrar los límites de la razón para no cosificar la relación amorosa. Escribió: “Tener en cuenta el consentimiento sexual del otro es indisociable del hecho de tratar a ese otro no solo como un medio, sino también como un fin”. El otro como fin en sí mismo es lo que se está poniendo en discusión en las cavernas que permite la luminosa internet, tan primitivas como el mundo que en otros tiempos reinaba en los corrales.

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