El hispanófobo en jefe
La complacencia de Vox con Trump rompe con el tradicional sesgo antianglosajón de la derecha española


España tiene la Giralda de Sevilla, pero Estados Unidos tiene o ha tenido Giraldas en Cleveland y en Chicago, en Kansas City, en Minneapolis y —por supuesto— en Nueva York. Ocurrió a inicios del siglo XX. Para entonces, Estados Unidos había generado una hispanofilia propia, más tardía que la generada en Francia o Reino Unido, pero también más sofisticada: tanto, que fue la única en proyectarse —como acabamos de ver— en una arquitectura. Por eso en Poitiers no hay Giraldas y sí las hay en Misuri. Otra seña de aquel embrujo de España tiene una especial hondura: al contrario que Francia o Reino Unido, cuando Estados Unidos descubre lo hispánico, no está explorando una historia foránea, sino reencontrándose con un pasado muy suyo. En concreto, con tantos lugares sobre los que se puede decir, como Katherine F. Gerould, que tenían algo “más español que norteamericano, y más mexicano que español”. Lo hispánico será así un sabor distinto, aunque uno no supiera decir bien dónde empezaba y dónde acababa ahí lo peninsular.
Aceptar que el melting pot llevaba ibéricos, sin embargo, no trastocó viejos arraigos: la república norteamericana ha buscado su legitimidad y su prestigio en los desembarcos de los puritanos en su costa este antes que en las misiones católicas de su franja sur. Escribe Paul Fussell que, ordenados por status socioeconómico, los códigos postales más deseados de Estados Unidos “se encontrarían entre aquellos ocupados durante más largo tiempo por anglosajones financieramente prudentes”, en tanto que “Los Angeles ocuparía una posición baja no tanto por ser fea y banal como por haber sido de los españoles mucho tiempo”. Así han sido las cosas y, de hecho, poco antes de sucumbir a la Spanish craze, Estados Unidos llevó la propaganda antiespañola —la leyenda negra— a sus mayores plusmarcas con ocasión de la Guerra de Cuba. Ha pasado el tiempo. George H. W. Bush (Bush padre) extendió la Semana de la Herencia Latina hasta su duración actual de un mes. Bush hijo ha farfullado palabras en español, siempre con cariño. Y Bush hermano —Jeb, antiguo gobernador en Florida— lo habla bien. Pero para cierta derecha americana las cosas siguen siendo como fueron. Lo supo denunciar, ya en 2016, alguien con una singular autoridad para hacerlo: Julio Iglesias, aquel hispano que sedujo a Estados Unidos y que luego publicitó la muy americana Coca-Cola por todo el mundo. Con Iglesias se hicieron visibles los hispanos como minoría mayoritaria hace ya cuarenta años. Ha pasado más tiempo y con Trump volvemos a tener un hispanófobo en jefe: no es extraño que cite entre sus inspiraciones a William McKinley, el presidente de la Guerra de Cuba.
La relación de la derecha española con Estados Unidos ha sido, por su parte, un reflejo agravado de esta incompatibilidad: al fin y al cabo, Estados Unidos es más importante para nosotros que nosotros para ellos. La enemiga del tradicionalismo español con Inglaterra se trasladaría a Estados Unidos como cabecera del polo anglosajón. En lo metafísico, los americanos participaban de esas “nieblas del norte” luterano que condenó Menéndez y Pelayo. En lo político, si el liberalismo británico era pecado, el capitalismo yanqui no digamos. Se va generando así una polaridad entre el mundo hispánico y el anglo, el Quijote frente a la máquina, el idealismo frente al interés, el pobres pero honrados, la honra sin barcos. Rubén Darío y Unamuno están en esta tradición resistencialista que en España va a culminar en el narcisismo de “la reserva espiritual de Occidente” y el Spain is different, y en las Américas en el antiimperialismo de lo que Rangel llamó “el buen revolucionario”. Así, cuando el franquismo ofrece las bases a los estadounidenses, hay quien se pregunta si habían ganado una Guerra Civil para terminar de furrieles de ese nuevo imperio fundado por masones. El reflujo antiamericano va a ser tan fuerte que, llegado el referéndum de la OTAN, Coalición Popular, antecesora del actual PP, pide la abstención.
Todavía en el búnker de las diversas Falanges, la extrema derecha española nunca iba a dejarse seducir por los triunfos del eje Reagan-Thatcher, al que sí se sumaron unos populares en peregrinación liberal con Aznar. Hoy podemos plantearnos cuánto de la crisis económica se fraguó en esos años. Analizar su deriva neocon en España y en América. Evaluar los movimientos del propio Aznar —de Europa a las Azores— para ganar peso en el mundo. Pero, según acaba de reivindicar Isabel Díaz Ayuso en Londres, la doble figura Reagan-Thatcher inspiró, está claro, a toda una generación liberal-conservadora. Y ese fue un punto de grieta entre nuestro centroderecha y la derecha dura. La cuestión americana ha sido una divisoria de aguas entre el PP y lo que iba a ser Vox, hasta ahora que los papeles han cambiado y Aznar critica a Trump y Abascal alaba a Estados Unidos.
El alineamiento con Estados Unidos es una mutación genética en el tradicionalismo español que Vox encarna. En verdad, los países hispanófonos tenemos relaciones de familia por las que, merced a un viejo instinto, todos sabemos a dónde podemos llegar entre nosotros: la épica fundacional de las repúblicas latinoamericanas se hace contra el poder colonial español, y no hay que olvidar que Canning —archibritánico y masón— alienta las independencias. Pero siempre se ha conservado una hermandad natural por la que aquello que hagan a México nos lo hacen también un poco a nosotros. Y llama la atención que tras tantos años de batalla cultural contra la leyenda negra, de reivindicación de la Hispanidad y de apelar a ese apócrifo de Blas de Lezo según el cual todo español de bien debe mear mirando a Inglaterra, Vox haya parado en esto. Llama la atención que, tras tanto apelar al renovado vigor que representa la América hispana frente a una España artrítica, nuestra derecha tradicionalista se muestre así de complaciente con Trump: un hombre cuyo solo afecto hacia lo hispánico consiste en mantenerle el nombre, quizá por despiste, a Mar-a-Lago.
Se dirá que es un mundo raro: la derecha dura española aplaude a Estados Unidos, Gran Bretaña olvida su deriva aislacionista, Polonia celebra el rearme de Alemania. En todo caso, hay algo peligroso en ser el amigo de quien va por ese mismo mundo haciéndose enemigos. La Administración Trump no parece sacar las cuentas del resquemor que genera, y sus aliados tampoco están midiendo el desprecio que —en todo el eje hispanófono— pueden ganarse si se les ve como sus palmeros. Primero ha sido la lengua, luego será el arancel, y es mejor no preguntarse qué pensaría Menéndez y Pelayo de todo esto.
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