Cuando las líneas rojas destiñen
Algo va muy mal cuando los ciudadanos no saben qué esperar de unos políticos que solo les ofrecen un mensaje que habilita la confrontación permanente


La formulación, aparentemente abstracta, “crisis de los grandes relatos de emancipación”, que se viene repitiendo desde hace casi medio siglo, tiene una expresión práctica en los individuos muy fácil de reconocer. Si en nuestros días preguntáramos a cualquiera de ellos acerca de lo que le parece deseable para el conjunto de la sociedad, es probable que le costara mucho menos manifestar lo que rechaza que lo que, efectivamente, considera positivo para todos.
La cuestión tiene poco de sorprendente. Quien se ha quedado sin discursos globales acerca de la sociedad, la vida y el mundo, difícilmente podría argumentar por qué razón (no se olvide: en ausencia de un discurso racional potente) le parecen preferibles determinados objetivos. En cambio, la situación no es la misma para los convencimientos negativos, el grueso de los cuales tiene su raíz en sentimientos o emociones —hoy en día, el miedo o el odio, sobre todo— que el individuo vive como auténticas evidencias incontrovertibles.
Nada tiene de extraño entonces que las propuestas programáticas de las formaciones políticas intenten recuperar el apoyo de los ciudadanos —en buena medida alejados de ellas por la escasa fidelidad a sus propios principios fundacionales, así como por su desinterés por cualquier proyecto estratégico que vaya más allá de la próxima convocatoria electoral— asumiendo todo ese conjunto de rechazos, y destacando que los hacen suyos como pilares básicos de su oferta política. De ahí la metáfora con la que se les acostumbra a denominar: líneas rojas.
Sin embargo, no suelen tardar demasiado muchos políticos en traspasarlas. No es raro que, para justificar una mudanza difícil de explicar sin algún grado de bochorno, se sirvan del argumento según el cual, por más que hayan podido cambiar de opiniones, no han cambiado nunca de valores. De inmediato, a poco que se analice con un mínimo de atención la formulación, se deja ver la vaciedad del argumento. La reserva más importante frente a este es de carácter práctico-político y se podría enunciar como pregunta: ¿puede un valor operar a modo de línea roja? ¿No hemos tenido en el pasado sobrada oportunidad de comprobar hasta qué punto los peores regímenes políticos o los más atroces dictadores han apelado a los más nobles valores como si fueran precisamente los que definen con mayor precisión su naturaleza y sus prácticas?
Resulta evidente que el hecho de que ya no sepamos otra cosa que lo que no queremos en modo alguno nos pone a salvo de la decepción. Y no solo eso, sino que incluso podría afirmarse que, en caso de tener lugar, tal decepción es más profunda e intensa, en la medida en que hunde sus raíces en emociones (porque lo que con mayor claridad sabemos que no queremos es lo que odiamos o lo que tememos, o ambas cosas a la vez). En efecto, ¿qué ocurre cuando los representantes de la ciudadanía incumplen sus promesas, traspasan todas las líneas rojas, y respaldan, apoyan o aceptan precisamente aquello cuyo rechazo era lo único que sus votantes tenían claro? Con toda seguridad, que tales ciudadanos tienen la sensación de estar siendo violentados en sus emociones más hondas precisamente por aquellos en los que había depositado su confianza. Y, con alta probabilidad, que acaben apartándose de la política o, peor aún, sumándose a las filas de los que la consideran uno de nuestros mayores problemas.
Algo va muy mal cuando los ciudadanos han terminado interiorizando que no hay forma humana de saber qué les es dado esperar y qué no de quienes habían considerado como los suyos. Abandonados los principios, traspasadas todas las líneas rojas, aquellos supuestos representantes no parecen en condiciones de ofrecer más mensaje que el que habilita la confrontación extrema y permanente, la polarización crispada, vacía por completo de contenido, que se ha convertido en la normalidad de nuestra vida pública en el presente: somos los mejores, se nos dice, sencilla y exclusivamente porque no somos los otros.
Al formular así las cosas, se ha pasado a hablar como si ya no existiera diferencia entre el mal menor y el bien, como si, ante la permanente amenaza de los otros, careciera por completo de sentido la exigencia de responsabilidad, la rendición de cuentas o la insoslayable autocrítica. Nada tiene de extraño en semejante contexto que se haya normalizado en la confrontación política el “y tú más”, argumento de una pobreza extrema que, lejos de exculpar, intenta minimizar, a través de la comparación con una alternativa presentada como la encarnación de lo rechazable por antonomasia, la trascendencia de una deriva errática e inconsecuente.
Pero es obvio que el hecho de que en un determinado momento un partido pueda comportarse todo él como un partido-cabestro, por decirlo a la orteguiana, no convierte en aceptable, y mucho menos en buena, cualquier respuesta al mismo. Ser coherente y dialogante, si acordamos que esa es la actitud deseable democráticamente en quien se enfrenta a un cabestro, en modo alguno puede verse sustituida por la práctica de un “cabestrismo” de baja intensidad, por introducir un neologismo pedestre. Definitivamente: sin palabra y sin propuesta la política desaparece, quedando reducida al tedioso espectáculo —mero teatro para actores— de la lucha por alcanzar el poder. O por no perderlo.
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