¿Reformar la Administración? No, gracias
¿Quién puede estar en contra de los objetivos del plan de cambio? El problema es de ejecución y de consenso
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Es tanto y tan grave lo que pasa, que en algún momento debemos de romper con las rutinas de la confrontación política al uso y empezar a ponernos deberes políticos en serio, muy en serio. Parafraseando el título de aquella película oscarizada, el problema es que afecta a todo a la vez en todas partes. Pero precisamente por eso, hay un ámbito que es crucial para saber reaccionar con prontitud y eficacia a tanto desafío. Me refiero a las instituciones públicas, que en última instancia son responsables de nuestra protección y de ir dando respuestas ágiles y flexibles a cuanto pueda acontecer. En otras palabras, necesitamos debatir con urgencia una reforma de la Administración Pública.
Cuando vino la pandemia del coronavirus, esta nos pilló despojados de la eficiencia necesaria para abordar el enorme reto sanitario que se nos vino encima. Algo, sin embargo, sí pudimos aprender: problemas de esa magnitud no se pueden resolver sin lubrificar mecanismos de gestión coordinados entre las diferentes administraciones. Solo lo superamos a trancas y barrancas. Lo que ahora tenemos ante los ojos, una coyuntura de algo que bien cabría calificarse como pandemia geopolítica con obvios efectos económicos colaterales, nos exigirá algo más que buenas palabras y declaraciones salvíficas. Un presupuesto para salirles al paso es la unidad de acción europea; otro, el saber implementar con eficacia los objetivos que se vayan estableciendo.
Por otro lado, la inteligencia artificial va a diluir como un azucarillo los lentos y rutinarios procesos de la burocracia weberiana en la que seguimos instalados. Y aunque aquí no haya que temer un asalto al Estado en nombre de la eficiencia a lo Silicon Valley, lo cierto es que la Administración va a tener que renovarse de forma cualitativamente distinta a cuando tuvo que encarar el desafío de la digitalización. En Alemania este es uno de los principales temas tratados en su campaña electoral: el cómo deshacerse de las trabas administrativas para agilizar la acción pública y no empecer dinámicas iniciativas privadas. Entre nosotros esta cuestión apenas se discute. Sí hay, desde luego, proyectos de reforma. Si uno se lee el documento marco de “Consenso por una Administración Abierta”, elaborado por el Ministerio para la Transformación Digital y la Función Pública, es difícil que no esté de acuerdo en sus objetivos. ¿Quién puede estar en contra de “crear un círculo virtuoso entre la calidad institucional y el bienestar económico y social”? El problema es de ejecución y, ante todo, de dotar de contenido a lo que aparece como presupuesto, el “consenso” (ya saben que este término, que otrora fue totémico para calificar nuestra Transición, es hoy una extravagancia).
Hace casi un año, el politólogo Carles Ramió escribió aquí un provocador artículo, “El hundimiento de la Administración”, que no obtuvo la acogida que merecía. La razón hay que ir a buscarla en la reticencia de la política a meterse en estas cuestiones, vistas como un verdadero campo de minas por el peso numérico de los empleados públicos, siempre reticentes a cualquier cambio del statu quo y, como sostiene Ramió, propenso a caer en capturas sindicales y corporativas. Miren el reciente debate sobre Muface. La política prefiere mirar para otro lado cuando en realidad todos nos vemos afectados continuamente en nuestra vida cotidiana por innumerables trámites administrativos. No tiene en cambio inconveniente en politizarla como inmenso reservorio para designar cargos públicos partidistas. Me temo que la supuesta ineficiencia de la Administración es reflejo de la mayor y más sangrante incapacidad de la política para adoptar decisiones sin rentabilidad inmediata.
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