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tribuna
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Yo, sociedad limitada, soledad anónima

Las personas que se unen para defender el interés común se sienten menos aisladas y asustadas, más protegidas

Vallejo 09 02 2025
Fernando Vicente
Irene Vallejo

Las noches de insomnio son páramos donde los minutos se vuelven hostiles. Intentas domesticar la mente, respiras hondo. Tratas de alejar los pensamientos inquietantes, el desasosiego al acecho. El viento susurra en vano su nana, los perros ladran a la luna. Transcurre una lenta procesión de horas, la tristeza se adensa: si no duermes, mañana estarás abatida. Tu cerebro ordena: serénate. Pero cuanto más te esfuerzas en atrapar el sueño, más lejos escapa.

En las hogueras digitales de las redes —y de las vanidades—, los gurús de la felicidad anuncian que haremos realidad nuestros deseos si creemos intensamente en ellos. Nos dan consejos, imperativos suavizados. Dichos para hacernos dichosos: modela tus pensamientos, transforma tus ideas y cambiará tu realidad, atrae lo que deseas, haz ejercicio, sé deseable, asciende, seduce, reluce, rejuvenece. Tienes el poder. La última tendencia es “manifestar”, elegida palabra del año por el diccionario de Cambridge. Consiste en alentar un monólogo interior optimista, robustecer la autoestima, arrojar lejos el bagaje de recuerdos, ideas y hábitos que nos limitan. Sus propuestas podrían parecer sensatas, pero caen en el espejismo de olvidar que la convicción no basta. Aunque mil veces nos dirán que querer es poder, hay obstáculos demasiado grandes, desgracias sobrevenidas, imprevistos del azar. Y, por supuesto, la ventaja de quienes juegan con las cartas marcadas gracias a la cuna, la fortuna y los contactos. Ya sabemos qué tipo de conocimiento premia la meritocracia: el quién conoce a quién.

Las técnicas de autoayuda vuelcan todo el peso del éxito sobre nuestros hombros. Los sueños están al alcance, sin importar la precariedad laboral, las cicatrices del tiempo, el coste de la vivienda, los cuidados a niños o mayores. La obligación de hacer realidad las aspiraciones nos provoca ansiedad y frustración, y conduce a buscar nuevas recetas. Sin embargo, la vida no se cultiva con fórmulas mecánicas: lo más esencial —como dormir o ser felices— huye de la voluntad obsesiva.

Todos los seres humanos apuntamos a la felicidad como arqueros que tienden a un blanco. Esta frase de Aristóteles mantiene una misteriosa y absoluta vigencia. ¿Pero podemos aprender a ser felices? Hace veinticinco siglos, los maestros del buen vivir creían que el camino era la sabiduría, la comprensión clara, un entrenamiento mental capaz de guiar hacia la tranquilidad interior y la bondad exterior. Aristóteles compartía esa fe, pero creía que conviene ser humilde y reconocer que en este viaje surgen dificultades ajenas a nuestro deseo. Como buen conocedor de los vaivenes de la vida, admitía que una parte de ella está ligada a condiciones económicas y materiales, en muchos casos azarosas. Una cierta dicha —Aristóteles abogaba por una prosperidad moderada— no es posible sin salud, seguridad, leyes justas y unos bienes mínimos que garanticen una existencia digna. La felicidad es ilusoria en una polis sin justicia y equidad, en un país en guerra, hambre o dictadura. A este bienestar relativo y dependiente, con sus retrocesos y sus límites, sus aproximaciones y fluctuaciones, se suma, sí, una felicidad que depende de nosotros. De nuestra actitud y decisiones, de nuestros talentos amorosos y humorísticos, de placeres y plenitudes, de la clase de personas que llegamos a ser. Los equilibrios resultarán frágiles, siempre amenazados y sometidos a nuestros fallos. Los seres humanos somos esas criaturas que nunca cometen dos veces el mismo error: como mínimo doce o quince, para estar bien seguros.

Para Aristóteles, el bálsamo que curará estos tropiezos es la amistad. Milenios más tarde, la escritora Carmen Martín Gaite hilvanaría sus palabras con las del filósofo griego: “Una de mis pasiones favoritas es el cultivo de la amistad. Los amigos son para mí lo más importante del mundo, lo más consolador, y se requiere de una delicadeza y un tino especiales para no perderlos”. Los estudios de psicología social confirman que los vínculos con los demás acrecientan la alegría en cualquier circunstancia; en cambio, la soledad es físicamente debilitadora.

Al parecer, existe una tendencia a dar a las palabras acepciones cada vez más individualistas. “Manifestarse” solía significar salir a la calle a reivindicar en clave colectiva, pensar juntos en lo que muchos quieren y necesitan. Hoy gana adeptos la ideología del “Yo, Conmigo, Para Mí, sociedad limitada”, que en muchos casos acaba siendo: “Yo, soledad anónima”. Proclaman que cada persona debería actuar como si fuese una empresa que lucha por imponerse en un mercado ferozmente competitivo. Los manuales nos ofrecen las técnicas y retórica de las consultorías: convertirte en una marca, vender tu mejor yo, ser tu publicista permanente. Compararte siempre con los mejores y más triunfadores. El mundo es un escenario, finge hasta alcanzar el éxito. Inflación narcisista: mucha pose y poco poso. Estrategias que implican una tensión casi inhumana, rompen los lazos, deterioran nuestra salud y acortan la vida que prometen mejorar.

Recientes investigaciones científicas en torno a la solidaridad confirman la importancia de aliarnos. De hecho, una opción probadamente eficaz contra la ansiedad es acudir en ayuda de los demás. En una sucesión de encuestas, la mayoría de los consultados dijeron que no nada hay comparable a la felicidad del voluntariado. Solo el baile puntuó más alto en las escalas de satisfacción —también bailar es acompasarse con otros—. Incluso desde una óptica egoísta, recompensa buscar algo más importante que tú mismo y dedicarle tu tiempo. Robert Putnam, politólogo de Harvard, investigó en su ensayo Solo en la bolera el tejido social de pueblos y ciudades. Descubrió que allí donde las personas se asocian para defender el interés común, se sienten menos aisladas y asustadas. La comunidad es más próspera porque la urdimbre del compañerismo crea protección mutua. Por el contrario, en sociedades menos organizadas y más fragmentadas, los individuos por separado se encuentran desvalidos frente a la prepotencia de los clanes y los grupos de intereses creados. Entonces, para no ser menos, cada cual va a lo suyo, y nadie se atreve a desafiar los desmanes de los poderosos. El resentimiento se convierte en el sentimiento dominante. La división se agudiza: a largo plazo, el mal gobierno y la arbitrariedad medran ahí donde la gente no se fía de sus vecinos, pues ya no son capaces de forjar juntos contrapesos al poder. Putnam concluyó que el civismo presupone el ejercicio de merecer la confianza del prójimo: cuanto más dispuestos estemos a “manifestarnos” por los demás, mejor evitaremos el abuso.

Si la sociedad civil tiene una vida activa es más difícil perpetrar nada a escondidas o en la impunidad de la indiferencia.

Como escribió el utilitarista y pragmático Stuart Mill: “Solo son felices, creo, los que fijan la mente en algo distinto de sí mismos: el bienestar de otros, la mejora de la Humanidad, un nuevo proyecto, seguir aprendiendo. Preguntaos si sois felices y dejaréis de serlo. Apuntando hacia otra cosa, ocurrirá por sorpresa”. Según Stuart Mill, podremos lograr ciertos sueños cuando dejemos de buscarlos en el reflejo del espejo. Me acercaré si me alejo de mí misma, si la primera persona no soy yo, si lo que hago no es solo ego. Menos halterofilia de la voluntad solitaria y más alegría solidaria. Para eso necesitamos salir de un falso dilema: ni agresivos ni pasivos, ni atacar ni acatar. Unirnos.


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